Hace tres meses, el 9 de septiembre, el ex jefe militar del área de Inteligencia del Ejército, Mario Ocampo, recibió una condena a prisión perpetua. La sentencia lo responsabilizó de cometer crímenes de lesa humanidad contra 47 militantes de Montoneros entre 1979 y 1980, en un momento clave de la historia de la organización revolucionaria. Ocampo, el único acusado en el tribunal, fue uno de los encargados de reprimir el retorno de Montoneros desde el exilio. Los militantes volvían con un objetivo claro: desplegar acciones armadas y de propaganda para socavar una dictadura militar que ya mostraba signos de debilidad.
La operación montonera, conocida como la Contraofensiva Estratégica, fue el último acto político-militar que tuvo la agrupación peronista. Con la condena de Ocampo, se llevó a cabo el segundo juicio que investigó las violaciones de derechos humanos por la represión ilegal durante la vuelta del grupo insurgente. La reconstrucción de ese hito, sus memorias y sus consecuencias, se sigue escribiendo en los tribunales. Y también en los libros.
El historiador Hernan Confino está en el segundo grupo. Publicó recientemente La Contraofensiva: el final de Montoneros (FCE), una investigación de 363 páginas. El trabajo forma parte de una nutrida biblioteca sobre el tema que cuenta con varios títulos, como Fuimos soldados. Historia secreta de la Contraofensiva montonera, de Marcelo Larraquy (2006), Lo que mata de las balas es la velocidad, de Eduardo Astiz (2005) o El tren de la victoria. Una saga familiar, de Cristina Zuker (2003), entre otros.
El texto de Confino busca evitar algunas de las estrategias anteriormente exploradas, que optaron por la crónica periodística, los balances políticos sobre el hecho (que refieren a los errores de la organización y el “desvío” militarista) y los relatos emocionales retrospectivos, con sus condenas morales y las exaltaciones épicas. Para el autor, hay un nexo crucial que es preciso comprender y que involucra la trama del exilio que vivieron los militantes y la acción armada posterior.
“Me interesaba pensar sobre el final de la lucha armada en el país. Entre los años setenta y ochenta, hubo una transformación en el pensar la oposición dictatorial en términos de revolución, a pasar a tomarla desde la denuncia de las violaciones de derechos humanos”, precisó el autor en diálogo con Infobae Cultura.
La metodología escogida reconstruye, a través de una técnica minuciosa, el hilo de los últimos devenires de la organización. Unos diecinueve ex montoneros fueron entrevistados, a los que se le suma un abundante análisis sistemático y minucioso de los documentos internos montoneros, revistas, documentos partidarios y reportes de los servicios de inteligencia del Estado.
“A Montoneros se lo ha contado mucho a partir de sus dirigentes. Mas allá de que ellos han escrito editoriales y boletines internos, quise correrme hacia los márgenes de la organización, ver las trayectorias de los militantes de menor rango. Ahí me encontré que la Contraofensiva y el exilio no fue un proceso taxativo y unidireccional, hubo intercambios y disidencias”, agregó.
En el comienzo fue el exilio
El golpe de Estado de 1976 fue un punto de quiebre para la estructura de Montoneros, con pérdidas humanas y secuestros producto del accionar represivo. Desde el inicio del terrorismo de Estado, la agrupación -según las estimaciones de los servicios de inteligencia del Estado-- para 1977, apenas contaba con 600 militantes, de los cuales la poco menos de la mitad había abandonado el país.
En ese contexto, a fines de 1976, la cúpula definió preservar a sus militantes y sus jerarquías al permitir la salida orgánica del país, lo que abriría una nueva etapa para la agrupación. La “retirada estratégica” en el exterior trastocó las experiencias de los militantes y su vínculo con el país, lo mismo que redefinió el marco de acción de la política.
Al partir hacia el exilio, el Consejo Nacional de Montoneros encabezado por Mario Firmenich reorientó la política, habilitando tareas novedosas no armadas, como la denuncia de los crímenes de la dictadura militar desde los organismos y redes que se habían conformado en el extranjero. México y Madrid fueron las ciudades principales. En Roma, el 20 de abril de 1977, se presentó el Movimiento Peronista Montonero (MPM) como parte de la nueva etapa.
“El exilio fue un reorganizador de lealtades. Cuando llegaron allá, la mayoría se desvinculó, pero pasó que hubo otros que se acercaron a la organización desde el extranjero”, puntualiza Confino.
Sin embargo, rápidamente la persistencia de la estrategia político-militar de Montoneros, el afán de centralización en la conducción de los exiliados y las diferencias en torno a cómo enfrentarse a la dictadura generó conflictos y fracturas en las redes de solidaridad.
“A partir de octubre 1978 empiezan más tensiones entre los requerimientos de la denuncia humanitaria y los designios de la revolución por construir”, apunta Confino. “Hubo militantes que acordaban con la legitimidad de la violencia política contra la dictadura, pero que aún así en el exterior se dedicaron a denunciar los crímenes. Para los dirigentes, la política de derechos humanos podía ser ‘instrumental’. Eso no quiere decir que otros damnificados directos en el extranjero tuvieran la misma concepción”, agregó.
Confino cuestiona la hipótesis del supuesto “desvío militarista” de la agrupación, que arranca en 1974, y que habría sido lo que empujó a la Contraofensiva. Por eso, a diferencia de otros textos sobre el tema, la investigación del autor reconstruye otras dimensiones del “contragolpe” revolucionario a la dictadura, como el accionar propagandístico que se desplegó en esos años. No todos “fueron soldados” en la Contraofensiva, ni se vieron forzados a realizar prácticas bélicas. Algunos, de hecho, tampoco tuvieron formación militar.
“La organización siempre mantuvo una dimensión pública y de masas. La política y la violencia no eran dos componentes antagónicos para Montoneros. La política no prescindía de la violencia, y la violencia que se utilizaba tenía marcas políticas. Esa mirada antagónica surge con la restauración democrática en Argentina”, reflexionó el investigador.
Las razones de la Contraofensiva
En 1978, la dictadura encabezada por Jorge Rafael Videla comenzó a mostrar signos de desgaste. El síntoma era el aumento de los conflictos sindicales y las huelgas. En ese contexto, la conducción de Montoneros resolvió, ya instalada en México, pasar de la “defensiva estratégica” a una Contraofensiva popular.
La Contraofensiva de 1979 fue protagonizada por un centenar de militantes, que integraban los dos destacamentos del Ejército Montonero: las Tropas Especiales de Infantería (TEI) y las Tropas Especiales de Agitación (TEA). Los voluntarios se reclutaron en México y España, pero las TEI se entrenaron en el Líbano a raíz de una alianza con la Organización para la Liberación de Palestina (OLP).
El objetivo de las TEA era ponerse en contacto con dirigentes gremiales combativos y realizar transmisiones clandestinas para interferir en las señales de televisión de los barrios populares y difundir los comunicados de la organización. Por su lado, las TEI debían atentar contra funcionarios del Ministerio de Economía del gabinete Martínez de Hoz, Juan Alemann, Guillermo Klein y Francisco Soldati.
¿Qué le pasó a los militantes para que decidieran volver en un contexto tan represivo?
“La Contraofensiva es un mismo significante, pero para los militantes tuvo distintos significados. A quienes entrevisté, algunos coincidían en sumarse por el diagnóstico político de la conducción, mientras que otros solo querían volver al país o tenían un sentimiento de culpa porque sus compañeros habían sido asesinados”, comenta Confino. En otros casos, el interés estuvo motivado por la intención de los activistas para revincularse con la organización o bien no quedar afuera de ella. Pero otra cantidad considerable, aunque no cuantificable, se negó a participar.
Para la dirigencia de Montoneros, la Contraofensiva se sustentaba en el pronóstico de un decrecimiento del apoyo de la dictadura. La organización revolucionaria aspiraba a conducir la oposición a la dictadura, “algo que obviamente no sucedió”, plantea el historiador.
Pero hubo también otra razon crucial. Un conocido documento interno de la agrupación apuntaba que Montoneros, de permanecer en el exilio, “podía dejar de ser una alternativa política para las masas en Argentina”. “El régimen militar planteaba que había aniquilado la subversión, y la vuelta de Montoneros implicaba falsear los dichos de la dictadura”, apuntó Confino.
La desarticulación de Montoneros
Al definir la Contraofensiva, la conducción de Montoneros ya transitaba tensiones internas, en especial con la regional de la Columna Norte. Los desacuerdos involucraban los reclamos por la pérdida de independencia que habían sufrido las “columnas” desde el retorno de la organización a la clandestinidad, la conformación del “partido leninista” y la exposición de los miembros ante el accionar represivo.
En febrero de 1979, el sector disidente encabezado por Rodolfo Galimberti y Juan Gelman sinceran la ruptura, en claro desafío hacia la cúpula montonera. Este grupo es considerado desertor y condenado a muerte por el mando revolucionario.
La impugnación arrojaba una imagen de una organización partida, señala Confino en su trabajo, entre los deseos y órdenes de la cúpula dirigente y los militantes de base. De este modo “quedaba silenciado el universo político compartido”. La dualidad entre los “malos montoneros” y “el grupo de Firmenich” sería permanente.
La fractura no impidió que la conducción continuara adelante con la Contraofensiva. Pero los conflictos y diferencias que se venían arrastrando desde entonces se materializó durante el despliegue de las tropas de infantería y de agitación, con nuevos desacuerdos y desobediencias. A ello se sumó que no había forma de procesar las diferencias internas: cualquier aporte crítico podía ser visto como una traición.
Confino reconstruye que los resultados de las transmisiones clandestinas “apenas concitaban alegría en algunos barrios obreros pero ninguna movilización sindical ocurría y la dictadura no parecía pronta a caerse”, lo que generaba una sensación de desprotección y aislamiento. El miedo individual de los militantes, según los testimonios y reportes internos, exponía el escaso convencimiento que rodeaba a las acciones y de la sensación de peligro constante que involucró la vuelta.
En la primera operación, Montoneros atacó con bombas la casa de Guillermo Klein, que era Secretario de Estado de Programación y Coordinación Económica. Klein y su familia lograron salvarse. También hubo un intento de asesinar a Juan Alemann, secretario de Hacienda. El atentado también fracasó en su objetivo. El empresario Francisco Pío Soldati, director del Banco de Crédito Argentino y otro de los blancos montoneros, murió en uno de los ataques. Ese saldo fue más negativo para la guerrilla: hubo varios muertos, heridos y desaparecidos a raíz del traspié con una bomba.
Pese a los magros resultados de la primera contraofensiva, la conducción mantuvo su decisión de continuar con las incursiones armadas. Inspirada con la revolucion sandinista e iraní, planificó una segunda ola para 1980.
En ese contexto, el conocido episodio del incendio del guardamuebles de Belgrano, ocurrido el 27 de diciembre de 1979 en la calle Conde 2400, dejó en claro la eficacia de la dictadura. El aparato represivo había encontrado el escondite de las armas y de los equipos de interferencia que había ingresado Montoneros, y los destruyó. En solo 3 días, detuvieron diez militantes en la segunda ola apenas ingresados al país. Los arrestos siguieron hasta mayo, completando un total de 20. La mayoría de los caídos eran sobrevivientes de la primera ola.
A esa altura, la gran cantidad de víctimas del terrorismo de Estado, como las deserciones y disidencias que se habían producido durante su transcurso de la Contraofensiva, había herido de muerte a la organización. Y los militantes, atravesaron esa incertidumbre y las contradicciones de ese accionar, según sus testimonios y relatos.
“Después de la Contraofensiva, la organización quedó prácticamente desarticulada. Algunos dirigentes pudieron quedarse en extranjero, y permaneció la revista Vencer, pero cada vez va a quedando más claro a principios de la década de 1980 que ningún actor político de Argentina tenía mucho interés en Montoneros de cara a la transición a la democracia”, reconstruye Confino.
Para marzo de 1980, el último operativo de Montoneros había concluido. Los servicios de inteligencia del Estado calculaban, por entonces, que había 10 simpatizantes de la organización en el territorio. Del centenar que viajó desde el exilio, la estrategia finalizó con 84 militantes asesinados, secuestrados y desaparecidos.
“Motoneros en ningún momento lanzó un comunicado abandonando las armas; fue más que nada darse de frente contra una imposibilidad. Si fuera una canción, la desarticulación de Montoneros sería una apagándose, una suerte de fade-out”, concluyó el historiador.
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