Hay una frase de Saul Bellow que me gusta mucho: “Each man has his own batch of poems”. Los seres humanos van cargando “poems” como si fueran frutos o piedras. Si alguno me conmueve, pregunto, entrevisto, busco detalles. Es el modo de cosecharlos. Luego se trata de darle atmósfera y consistencia en palabras, unirlos en alguna trama que los potencie.
Para el génesis de El agua cruda me tengo que remontar bastante tiempo atrás, cuando Rubén, un hombre extraordinario, me contó historias de la Unidad 10, la cárcel que hay en Melchor Romero, donde él había sido médico de guardia durante más de treinta años. A esa unidad penitenciaria terminaban los locos que habían hecho algo grave. Por su patología no podían ser declarados culpables. Tampoco se los podían dejar libres porque eran peligrosos. De modo que se los despachaba a la cárcel neuropsiquiátrico.
Cuando Rubén me contaba estas historias ya le habían diagnosticado una enfermedad incurable. Me las contaba para que un día yo hiciera algo con ellas. Yo disfrutaba de escucharlas porque lo absurdo y desopilante se había materializado en algo real: un ignoto guardia cárcel que sabe boxear más o menos bien a nivel amateur se anime a pelear en una estadio repleto contra Ringo Bonavena que viene de noquear a Goyo en el Luna Park y es el nuevo campeón de los pesados; un grupo comando cruza la cordillera de incógnito a volar por el aire a un acorazado chileno en una operación secreta que desatará la guerra total entre dos países que comparten más de cinco mil kilómetros de frontera; un General ingrese en la Unidad 10 en medio de la noche porque en unas horas se recuperarán las islas y necesita entrenar a los locos que duermen anestesiados y tristes de pastillas. Y varias más. Eran historias de la generación que me precede, enmarcadas en la caída de Illia, la violencia de los setenta, el conflicto por el Canal del Beagle, Malvinas… cada país también va por ahí cargando su colección de poemas terribles.
Pasaron los años. A Rubén lo dejé de frecuentar y después murió. Para ese entonces mi primer hijo crecía en la panza de la madre. Al ver esa materia avanzando yo me preguntaba si la experiencia de haber sido hijo me serviría de algo, si habría que agudizar los sentidos para estar atento a algún tipo de instinto porque la criatura saldría a la luz, seguramente chillando como un demonio cuando sale de la tierra. La metafísica pesimista se mezclaba con cierta arrogancia porque, como dice Seinfeld, “I can make my own people”.
Me interpeló ese momento de la paternidad incipiente. Pero al derrotero individual de un personaje temeroso a punto de ser padre podía revestirlo de una historia mayor, colectiva. Patria viene de “país del padre”. En el caso de esta novela me gusta agregar “tiempo”. “País y tiempo del padre”, ese que ya pasó pero que uno hereda como un patrimonio, la Argentina y su tendencia a la hipérbole que bien merece una temporada en un neuropsiquiátrico, por lo menos a nivel literario.
Recuperé esas historias de Rubén que andaban dispersas en CPUs, pendrives, discos externos y hasta en cassettes, y me puse a escribir. Yo ya había publicado un libro de cuentos (Sacramenta, Paradiso, 2013) donde si bien cada relato conserva su individualidad se van uniendo en historias de segunda o tercera línea para robar algo de ese efecto de largo aliento que suele causar la novela y que contrasta con aquel de fichas de dominó cayendo que tanto disfruto de los cuentos.
En El agua cruda busqué el proceso inverso, es una novela que por momentos se desarticula en relatos, dentro de la tensión latente entre dos personajes: Manuel, ex médico de la Unidad 10, ahora desmemoriado, y que arma un barco en su departamento de Buenos Aires; y Horacio, su hijo, que vive en Holanda con su mujer embarazada, y que viaja a la Argentina por unas semanas a visitarlo, aunque de poco parece servir porque el primero no se acuerda de la existencia del segundo.
Esa relación sin pasado ni futuro, sin siquiera una palabra en el diccionario que la defina, se irá llenando de esos “poems” que las personas cargan. Me referiré al que aparece en la portada del libro: la proa de un barco en construcción. Cuando Pata de Mula, mi mejor amigo de la infancia, se fue a vivir solo, lo primero que se le ocurrió fue armar un velero en el departamentito recién alquilado con vista a un tragaluz. Alguna vez lo ayudé en eso que era él intentando un poema demente, con la sierra eléctrica a deshoras, botellas de alcohol vaciándose y vecinos que amenazaban con llamar a la policía. “Vamos a cruzar a Colonia”, afirmaba, aunque no tenía ningún tipo de experiencia en arquitectura naval. Me costaba representarme mentalmente un velero en aquel desorden de maderas, casi tanto como me costaría años después ver a un hijo en una ecografía.
Construir un barco, construir una paternidad, construir una novela, todo eso puede intentarse aunque la única certeza sea el naufragio inevitable y que el naufragio valga la pena.
SEGUIR LEYENDO