No, un robot no es un artista

El desarrollo de la inteligencia artificial ha alcanzado el territorio de la creatividad artística. Las “obras” generadas por este medio plantean el reto de determinar si su autor es o no humano. ¿Basta con que el resultado sea semejante a obras humanas para identificarlas como obras de arte?

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"Alternative Facts: The Multi Faces of Untruth" ("Hechos alternativos: Las múltiples caras de la falsedad") de AICAN se expuso en la Feria del Libro de Frankfurt 2018 (Ahmed Elgammal)
"Alternative Facts: The Multi Faces of Untruth" ("Hechos alternativos: Las múltiples caras de la falsedad") de AICAN se expuso en la Feria del Libro de Frankfurt 2018 (Ahmed Elgammal)

Cuando el filósofo Arthur C. Danto contempló en 1964 las primeras esculturas de Andy Warhol, pensó que el arte había llegado a su fase final. Aquellas piezas eran indistinguibles de sus contrapartidas originales: en el caso de las Brillo Boxes, unas cajas comerciales de esponjas de limpieza. El arte ya no podía definirse en virtud de su aspecto.

Para afrontar el problema, Danto propuso disminuir el peso del objeto en la definición del arte. El papel protagonista que ostentaba hasta ese momento pasaría a repartirse entre otros elementos que lo posibilitaban como evento artístico: intenciones, teorías, espacios, actitudes. Se inauguraba así el –nuevo– mundo del arte.

Ahora el problema es distinto. Comoquiera que el desarrollo de la inteligencia artificial (IA) ha alcanzado el territorio de la creatividad artística, hay propuestas que, indiscernibles de obras de arte convencionales, plantean el reto de determinar si su autor es o no humano. ¿Puede un robot ser artista? ¿Basta con que el resultado sea semejante a obras humanas para identificarlas como obras de arte?

"Brillo Box" (1964), de Andy Warhol
"Brillo Box" (1964), de Andy Warhol

Algoritmos creativos

El Dr. Ahmed Elgammal, investigador del Art & AI Lab de la Rutgers University, es el creador de AICAN (2018), acrónimo de AI Creative Adversarial Network. Según figura en la página web del proyecto, AICAN ha logrado superar el test de Turing en lo que a imitación artística se refiere. Siguiendo criterios estilométricos, el dispositivo aísla patrones estilísticos de entre las 80.000 piezas pictóricas que integran sus fuentes de información. Su trabajo no es completamente autónomo, pues satisface dos condiciones: los productos no deben encuadrarse demasiado en un estilo, pero tampoco innovar en exceso, pues “demasiada innovación aburre a los espectadores”. En palabras de Elgammal: “A la gente realmente le gusta el trabajo de AICAN y no puede distinguirlo del de artistas humanos. Sus obras se han expuesto por todo el mundo y hace poco una incluso se subastó por 16.000 dólares”.

Los programadores de AICAN no pretenden desplazar a los artistas, como tampoco hacer obras de arte. Ahora bien, de las declaraciones del Dr. Elgammal se infieren dos posibles argumentos –mercantil y estético– que parecen validar las obras de AICAN como artísticas.

"La playa de Pourville", realizado por AICAN. (Ahmed Elgammal/The Conversation)
"La playa de Pourville", realizado por AICAN. (Ahmed Elgammal/The Conversation)

La insuficiencia del criterio mercantil

El argumento mercantil es muy sencillo: si las obras son objeto de transacción económica en galerías de arte y casas de subastas, entonces deben ser consideradas obras de arte y sus ejecutores, artistas.

El mercado del arte no alberga dudas en torno al potencial de estas propuestas. En diciembre de 2018, Christies’s cerró la venta del Retrato de Edmond Belamy por 432.500 dólares. Su autor: el algoritmo GAN (Generative Adversarial Network), utilizado por el colectivo Obvious.

El ejemplo más llamativo lo protagoniza Ai-Da, un robot humanoide patrocinado por el galerista Aidan Meller, cuyas ventas superaron en poco tiempo el millón de dólares.

Sin embargo, el precio de sus obras no determina ni su naturaleza, ni su valor artístico. Tan solo reafirma su condición de mercancía. Hay, de hecho, un cierto interés estratégico en posicionar productos de este tipo en el mercado, como sugiere la periodista especializada Naomi Rea.

Pero hay una segunda razón que invalida el argumento mercantil. Tal y como enseña el catedrático de Estética Ricardo Piñero, el arte no tiene precio. No es que no lo tenga aquí o allí: es que la propiedad “tener precio” no le va en su esencia. De ahí que todo objeto artístico pueda ser etiquetado con cualquier cantidad. Su naturaleza no se verá modificada en lo más mínimo.

La insuficiencia del criterio estético

El segundo argumento es genuinamente estético: dado que los objetos se parecen a obras de arte convencionales y gozan de un aspecto agradable, son consideradas como tales y sus ejecutores, artistas.

La insuficiencia del criterio es evidente, especialmente a la luz de la historia del arte. Por ejemplo, es probable que los urinarios de la empresa neoyorquina J.L. Mott Iron Works fueran estéticamente cautivadores en 1917. Pero para obtener el estatuto de obras artísticas fue precisa la intervención de alguien que lo propusiera –el artista francés Marcel Duchamp–; una institución que lo acogiera –la Society of Independent Artists–; y un lugar de exhibición –la exposición primaveral de la Society en el Central Palace–. Allí Duchamp intentó exhibir su Fontaine, bajo el seudónimo R. Mutt –simpático guiño al verdadero artista–. El material: un urinario masculino de porcelana.

La elevación de objeto cotidiano ya manufacturado (ready-made) a obra artística contiene, al menos, dos condiciones: la posibilidad de liberar un cierto encanto estético y la decisión de convertir su expectación en evento artístico. Hoy día son raros los manuales de arte en los que no figure la icónica fotografía que realizó Alfred Stieglitz del famoso urinario. E incluso puede contemplarse una réplica en la Tate Gallery. Pero, por sorprendente que resulte, el objeto en sí mismo da igual.

Algo parecido sucede con las obras de AICAN o Ai-Da: con independencia de su valor estético, se precisa de un agente humano, una estrategia y un lugar que las habilite como obras de arte. Sin ello, son cosas sin sentido y sin interés artístico. Esta situación no impide su contemplación en una clave puramente estética. Tan solo reintroduce la constante humana en la ecuación.

Fotografía de la "Fontaine" de Marcel Duchamp, hecha por Alfred Stieglitz. Wikimedia Commons
Fotografía de la "Fontaine" de Marcel Duchamp, hecha por Alfred Stieglitz. Wikimedia Commons

Cuestión de enfoque

El uso de la IA en el mundo del arte es, en general, beneficioso. Permite un mejor entendimiento de la creatividad mediante su replicación a través de modelos artificiales. Y, desde el punto de vista artístico, sirve de instrumento creativo, como han demostrado Mario Klingemann o Lauren McCarthy.

Puede, incluso, ayudar a la propia Historia del Arte. Hace unos días se hizo pública una colaboración entre el comisario artístico Franz Smola, con base en el Leopold Museum de Viena, y el equipo del Google Arts & Culture Lab. El proyecto ha consistido en recolorear, a partir de unas viejas fotografías, las pinturas que Gustav Klimt realizó en 1894 en el techo del Aula Magna de la Universidad de Viena, destruidas por los nazis en 1945.

El instrumento utilizado ha sido una máquina de aprendizaje que opera reconociendo patrones cromáticos. Sin embargo, por más que se alabe su utilidad, lo que pretende restaurarse es el encuentro con Klimt a través de su obra. El algoritmo es un sofisticado y asombroso pincel. Ni más, ni menos.

El arte, encuentro entre humanos

Los productos originados por cualquier dispositivo mecánico o virtual solo serán obras de arte si atendemos a criterios estrictamente humanos que devuelvan el estatuto de artista al diseñador, programador o autor del código, y el papel del reconocimiento al espectador. En caso contrario se corre el riesgo de devaluar la noción de arte para encajarla en el limitado mundo de la IA. Por más que nos distraiga, una piel sintética no enriquecerá la vida interior de Ai-Da, tan apasionante como la de un frasco de linaza.

En suma, los productos de la IA serán obras de arte si alguien los propone como tales y el mundo del arte los acoge. Pero el autor será siempre un humano, con independencia del grado de autonomía de la máquina. El hecho artístico se consuma cuando dos personas deciden encontrarse en la obra. Y esto, de momento, es territorio exclusivamente humano.

*El autor es profesor ayudante doctor en la Universidad de Valladolid

Publicada originalmente en The Conversation.

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