Un peregrinaje a Finisterre I
Tout mort, quel qu’il soit,
est obligé de revenir trois fois
Anatole Le Braz, La Légende de la Mort
No le dijo nada, o casi nada. A veces –muchas veces, en realidad–, le costaba decir. Esta era otra de esas veces. Esas veces en las que el silencio se volvía gigantesco y ella se veía obligada a adivinarlo todo o a no comprender nada. Más esto último que lo primero, creía él.
Sacó los pasajes a Rennes y reservó el auto por seis días. “Vamos a pasar año nuevo en Bretaña”, anunció en pleno invierno boreal, como si se tratase de ir al Caribe a disfrutar del sol y el calor. Ella aceptó con gusto. Casi siempre aceptaba con gusto las invitaciones a viajar.
Estaba angustiado de una angustia puntiaguda. La muerte lo había estado rondando en los últimos meses. Primero un mediodía en la oficina en París, cuando el teléfono sonó y a un compañero le avisaron que su padre acababa de fallecer a miles de kilómetros de distancia. Después una noche, en Singapur, cuando recibió un mensaje de un amigo anunciándole la muerte inesperada de la madre de otro, también lejos, muy lejos. La muerte camina en círculos, pensó. Se acerca de a poco, como quien no quiere la cosa, y llega en un momento de distracción. No hay artilugio que funcione contra la muerte. El llamado, el llamado ése que nadie quiere atender y que todos sabemos que va a llegar cuando se vive afuera, está siempre a punto de sonar.
Encerrado en esa encrucijada de exiliado, también él lejos de los suyos, se le hizo imposible quedarse en París viendo pasar los días que van desde la Nochebuena hasta la Epifanía y en los cuales las penas se hacen más fuertes, las culpas más grandes, los dolores más punzantes. Las noticias que recibía desde el otro lado del mundo no eran buenas –nunca lo eran desde hacía años–, y ahora lo empezaba a conquistar la certeza de que quizás muy pronto le llegaría a él aquel llamado que nadie quiere recibir.
Había que huir, sí, pero no a cualquier lugar. Si huía tenía que hacerlo hacia un lugar en el que el viaje se transformase en una suerte de peregrinaje, en un pequeño regreso, en la reafirmación de una identidad y una sangre.
Tomaron el tren muy temprano en Montparnasse y durmieron todo el viaje hasta Rennes. Los acompañaron la noche, primero, y el cielo encapotado después. El día recién empezaba a despuntar cuando llegaron a la modesta capital de Bretaña. Fueron derecho al hotel que habían reservado, en la esquina de la Plaza de la República. El cuarto era acogedor, antiguo, con parquet y muebles viejos. Le gustó. Desde las ventanas se veía el centro de la ciudad, edificios señoriales, grúas, autobuses, cafés que empezaban a abrir, gente caminando con paraguas bajo la lluvia. Llovía, sí, y el viento corría helado por el bulevar que ocultaba al río Vilaine, entubado por unos metros. Estaban cansados los dos, más ella que él. Durmieron unas horas más, casi hasta el mediodía.
*
Buscaba señales y las vio, claro, como todo el que busca.
En Paimpont, en la iglesia de la abadía, vio una lúgubre escultura de una Virgen rodeada de ángeles y niños, o quizás sólo ángeles, y Jesús en sus brazos. Nuestra Señora de Paimpont también tenía una gruta del otro lado del gran estanque situado al lado de la abadía, lugar de peregrinaje de la población local y también de cristianos de otras tierras.
En Telhouët, en el corazón del bosque de Broceliande, vio un funeral en la iglesia del pueblo; o mejor dicho, vio el momento exacto en el que el féretro era bajado del coche fúnebre. Una pequeña muchedumbre se había congregado en el atrio y los alrededores del templo. Consideró lo pequeño del pueblo y su número de habitantes; pensó que no existía el azar. Ella manejaba y no prestó particular atención a la escena. Quizás supo lo que él pensaba. Muy probablemente no.
En Vannes, en la catedral de San Pedro, descubrió la historia de San Vicente Ferrer, el valenciano. Llegado a Bretaña ya anciano, en 1418, el monje dominicano predica desde Nantes hasta Saint-Brieu y desde Quimper hasta Avranches, pasando por Rennes, Saint-Malo, Saint-Pol- de-León. Cuando siente que la muerte se acerca, San Vicente quiere regresar a su tierra. Pero una tempestad en el golfo de Morbihan lo fuerza a quedarse en Vannes. Se aloja en una casa cerca de la catedral y fallece allí el 5 de abril de 1419. Su sepulcro y un cofre y busto relicarios son objeto de veneración y peregrinaje.
*
Su madre venía del otro Finisterre, el que se extendía en el noroeste de la península ibérica. En los calvarios de piedra que se levantaban en los cruces de camino podía ver a los cruceiros gallegos avisando al viajero desprevenido de los riesgos de toparse con la Santa Compaña o algún otro ser del más allá. Con el libro de Le Braz en sus manos, descubría que muchas tradiciones y supersticiones bretonas eran similares a aquellas que practicaban su madre y su abuela. Por ejemplo, no barrer nunca la casa por la noche para evitar el riesgo de llevarse con el polvo a las almas de los muertos que a esa hora consiguen, a menudo, el permiso de entrar en su antigua morada. O dejar la mesa servida la noche del 24 de diciembre para que los difuntos celebren su Navidad.
Desde su partida, cuando tenía diez años, su madre sólo había vuelto una vez a su pueblo natal, poco antes de que la enfermedad hiciera su aparición. No había hablado mucho de aquel regreso, de cómo lo había sentido, de cómo había encontrado esos lugares tantas veces reconstruidos mentalmente pero quizás ya muy diferentes por aquel entonces. Qué viaje raro, pensó. Ahora, visto a la distancia, era como si a partir de aquel momento se hubiese activado algún mecanismo que la empezó a empujar a las sombras. Se fue yendo con rapidez hasta perderlo casi todo. Digo casi todo porque incluso mucho después de ser llevada al hospicio y no hablar más, muchos años después –porque esto duraba desde hacía años– todavía le quedaba un brillo en los ojos cuando él la venía a visitar; él, que no iba más de una vez al año y que se quedaba mudo junto a la silla de ruedas, a veces aguantándose las lágrimas, a veces blasfemando contra esa suerte que les había tocado vivir.
De la casa natal de su madre en Galicia sólo quedaba la escalera de entrada, tres o cuatro escalones de piedras en realidad. Tenía familia aún en el pueblo, tíos, primos. Él había estado una vez, hacía tiempo ya. Había sido recibido con afecto, presentado a todos los que conocían a su abuela, llevado a todos aquellos lugares dignos de ser visitados. Desde entonces, no había regresado. Debería haber una explicación para esa decisión. ¿Su madre? ¿Su sensación de paria sin raíces? Nunca había hablado de eso. Era otro de sus silencios.
*
Con su padre era más complicado. Como él, venía de muchos lugares y de ninguno. Además, y a diferencia de su hijo, no se interesaba mucho en esa cuestión, o al menos nunca había demostrado interés delante de él. Era un misterio que nunca se había querido indagar, una niebla espesa de la que apenas se habían atravesado las primeras brumas antes de regresar rápidamente a la visibilidad de la ignorancia. Tal vez por eso él había creado su propio mito ancestral, una historia fundacional a la altura de sus delirios y que de una cierta forma también estaba vinculada con Bretaña.
Apenas llegado a París había pasado días y días en la biblioteca del Centro Pompidou buscando en libros de historia, de genealogía, de geografía. Había recabado información, datos, nombres de personas, de lugares, fechas, de modo de poner en marcha una maquinaria un poco burda pero entusiasta para introducirse en la niebla aquella. Sus puntas de lanzas, sus contraseñas para abrir esa puerta secreta, habían sido dos objetos que se encontraban en la casa paterna: una vieja moneda y La canción de Rolando, el cantar de gesta más antiguo escrito en lengua romance en Europa y del cual su padre tenía una copia en español.
En el poema épico, Rolando (Roldán según los castizos) es el sobrino de Carlomagno y el encargado de cubrir su retaguardia mientras cruzan los Pirineos de regreso a Francia tras una excursión militar en España. A la altura de Roncesvalles, Rolando y los doce pares de Francia son emboscados por sarracenos y el héroe muere tras resistir de manera sobrehumana al desproporcionado asalto de fuerzas. Si bien los hechos están deformados, es muy probable que una batalla haya tenido lugar el 15 de agosto de 778 en Roncesvalles, con la participación de una columna carolingia y que en la misma se haya dado muerte a un Rodlane.
La tradición pretende que Rolando es “Comte de la Marche de la Bretagne”, una supuesta zona militar establecida por los francos para contener a los pueblos que habitaban en la península armoricana, los bretones –los brutti, según Roma–. Su nombre es posiblemente una deformación en Rollon de Hruotwulf (gloria y lobo), el nombre del vikingo devenido primer duque de Normandía. Otra versión, más creíble y fundamentada, le atribuye un origen germánico: Hruotland (gloria y tierra). Se dice que Rolando, uno de los condes de la región de Bretaña, es el encargado de administrar un territorio que abarca las actuales ciudades de Rennes, Vannes y Nantes. Una leyenda, propiciada por la canción, lo coloca como hijo del amor incestuoso de Carlomagno y su hermana. Pero lo cierto es que son pocos los datos fehacientes que existen sobre el conde y que todo aquello que se le adjudica a Rolando parece no tener asidero alguno.
En cuanto a él, su vínculo se sustenta en aquella moneda antigua, un pretendido denario carolingio, cuyo valor y origen ignora, y que su padre conservaba en la biblioteca de la casa junto con el pequeño volumen en español de La canción de Rolando.
Como objeto, el denario carolingio no deja de ser algo exótico, con su pretendida redondez jamás alcanzada, su rugosidad y su aire milenario. Como símbolo, la moneda se convierte en una obsesión y en un norte, con sus extrañas pero sencillas inscripciones: en una de sus caras, la más legible, las letras K, R y F con una pequeña cruz o X debajo –entre la R y la F–, una línea sobre las tres letras y una serie de puntos que recorre el sesenta por ciento del borde del denario; en la otra, la única cara de la moneda en realidad, se leen con dificultad, se adivinan más bien, las letras R, O, D, L, A y N, grabadas en forma circular, con una serie de puntos que también bordean la circunferencia.
Existen muchísimos denarios de la época carolingia, aunque sólo dos hacen referencia a un Rodlan, que algunos historiadores intentan vincular con el héroe de la canción de gesta. Uno de los denarios en cuestión es del tipo 771-793/94, por su probable año de acuñación, y tiene en una de sus caras la leyenda CAR LVS en dos líneas, mientras en la otra se lee ROD LAN, también en dos líneas. De acuerdo con los expertos, existen ejemplares falsos de este tipo. La descripción del otro denario, del tipo 768/771, es decir un poco más antiguo, corresponde con la moneda que tenía su padre. No se habla de ejemplares falsos de este denario.
Según los historiadores, vincular a los dos tipos de denario carolingio con Roland es aventurado y posiblemente erróneo. La inscripción Rodlan en una de las caras de los denarios sería, según ellos, la firma del acuñador, el “monétaire” encargado de la fabricación de monedas en el reino, una práctica muy común entre los francos y los sajones. A esta primera advertencia, se suma la existencia bastante expandida de nombres derivados del germánico Hruotland durante esa época en los actuales territorios de Francia y Alemania. Un Hruodland en el 799 en el sur de Alemania, en Dentingen, un Roadland en el 800 en Hegenback y un Ruatland en el 774 en Francia son tres ejemplos de la relativa banalidad del nombre en diferentes documentos históricos. Demasiados nombres similares o cercanos merodeando en las mismas tierras y en la misma época como para pensar que el denario en cuestión lleva el sello del “Brittannici Limitis praefectus”, el prefecto de la Marca de la Bretaña.
Válidas o no, estas objeciones no tienen ningún valor para el poseedor de la moneda. ¿Qué importa que sea verdadero o falso, o que corresponda o no al conde de la Marca de la Bretaña? En todos los casos, ese denario ejerce un extraño influjo sobre él.
La Marca de la Bretaña, el supuesto dominio de Roland y límite fronterizo con los intratables bretones, “esa nación pérfida e insolente, siempre rebelde y desprovista de buenos sentimientos”, es otro gran signo de interrogación en la historia del imperio de Carlomagno. Los documentos no la mencionan como tal hasta el año 799, cuando aparece el prefecto Wido. Antes, apenas se hace referencia a una expedición de Pepín el Breve en el 753 y otra de Audulfus en el 786, campañas que sólo atestiguan las dificultades para controlar ese territorio ocupado por los brutti. La existencia de la marcha alrededor del año 778 es un misterio de igual o mayor dimensión que el de los denarios, aunque menor que el de la existencia del propio conde.
Desde ese momento, fines del siglo VIII, y hasta el siglo XI, el nombre se dispersa de manera incansable, posiblemente a causa de la canción, posiblemente a raíz de su propia banalidad, anterior a La canción. En el 926, en Borgoña, se encuentra un Rothlanni o Rolanni. En el 903, en Saint-Denis, se menciona un Rothlanus. Ya en el siglo XI se multiplican las variantes: un Rothlanus en Auxerre, cuatro Rollandus en Normandía, tres Rollanus en Borgoña. Lo mismo en el Midi francés: cuatro Rothlannus, tres Rothlanus, dos Rodlanus, tres Rollandus, cinco Rollanus, un Rolandus, un Roland, un Rolannus y un Rollan.
En España, Rotlandus se introduce en el curso del siglo XI bajo dos formas: Rotlando en el aspecto eclesiástico y Rotland o Rodlan en la forma vulgar y corriente. En Cataluña se encuentra un Rotlando en 1018 y en Ribagorza un Rodlandus en 1043 y un Rollandus en 1092. Recién en 1164 aparece un Roldán: Es Dommus Roldán, un Rollando de la colonia francesa que se casa con una española en Castilla e hispaniza su apellido.
¿Pero qué tiene que ver todo esto con el peregrinaje? Tal vez nada.
*
Desandada la antigua “Marche de la Bretagne”, desde Rennes hasta Vannes, empezaron a subir hacia el Finisterre.
En La Trinité-sur-Mer, en la bahía de Quiberon, pasearon bajo la lluvia entre las rocas de una pequeña península que se recortaba en el viento y el cielo oscuro del invierno boreal. En su extremo, se encontraba lo que debería haber sido una capilla, ahora con las ventanas y las puertas tapiadas. Unos metros antes, la senda pasaba junto a un búnker abandonado de la Segunda Guerra Mundial. Manojos de algas negruzcas se desparramaban en la playa de arena brillante.
En Carnac visitaron un pequeño criadero de ostras. La tristeza y el abandono del lugar lo hicieron pensar en el absurdo contraste entre el lujo y el hedonismo de quienes las comían en los restaurantes de París y las humildes condiciones de vida de la mayoría de los que las traían del mar.
Recorrieron las callejuelas del viejo barrio de pescadores de Saint-Gustain de Auray y volvió a ver a Galicia. En la península de Quiberon caminaron los cincuenta metros que separan a una costa y otra en el istmo de Penthièvre. Y durmieron en Pont-Aven, junto al río tumultuoso que acunaba a Gauguin.
A la mañana siguiente desayunaron en la terraza de un café de Concarneau frente a la antigua ciudadela. Ese día, el sol brilló por primera vez desde el inicio del viaje.
*
Pensaban esperar hasta el primero de enero pero el buen tiempo lo convenció de que ése era el día correcto para aventurarse hasta Pointe du Raz y la Baie des Trépassés. Se lo dijo. Ella estuvo de acuerdo.
El paisaje y los pueblos se volvieron más rústicos a medida que se adentraban en los confines de Finisterre y se alejaban de Europa. Dejaron atrás unos calvarios, pasaron por Audierne (en donde iban a dormir esa noche) y llegaron a destino poco después del mediodía.
Frentes de tormenta o frío avanzaban cubriendo el cielo desde varias direcciones. De pie en un sendero estrecho de tierra y rocas que se abría del camino principal vio por primera vez la costa escarpada, la isla de Sein y el faro de La Vieille. Los colores y las luces cambiaban en forma constante, pasando del brioso azul del mar y el rojizo de las rocas a tonos más oscuros, desesperanzados. Las nubes dejaban cada vez menos resquicios para los rayos del sol.
Se sentaron y se quedaron ahí sin decir nada. Había poca gente el último día del año en la otrora temible y todavía hoy fascinante Pointe du Raz. Algunos se detenían a observar la estatua de Nuestra Señora de los Náufragos, una suerte de mojón final de la humanidad en medio de la soledad del paraje. Él también lo hizo, un poco por la curiosidad que le provocaba esa escena y otro poco por su propio sentimiento, ahí, perdido a miles de kilómetros de los suyos.
No quiso pensar en nada pero no pudo evitarlo. En ese mismo momento, su padre debía de estar sentado solo en el salón de su casa esperando un llamado, asistiendo impotente a su irremediable declive sin otra compañía que la de un perro y sus fantasmas. No lejos de ese hogar cada vez más abandonado que había sido también el suyo durante mucho tiempo, en un inmenso hospicio que se levantaba junto a unas vías de tren, su madre estaría acostada en su habitación del pabellón después del almuerzo.
Con esas imágenes se fue por la senda que bordea el mar hacia la Baie des Trépassés, la mítica Bahía de los Difuntos, otro lugar lleno de leyendas y creencias populares. La tristeza y la angustia le iba subiendo del pecho a la garganta con delicadeza, como si no quisiera asfixiarlo del todo. La lluvia amenazaba pero no terminaba de caer. Había viento, sí, y la inminencia de un anochecer que, sin embargo, no debería llegar hasta dentro de unas horas.
¿Cuántos estarán ahora mismo como yo?, se preguntó. ¿Cuántos se sentirán ahora mismo así, desahuciados?, dijo en voz baja, muy baja. Pensó en todos los hombres separados de sus seres queridos –sobre todo en aquellos separados de seres queridos que estaban a punto de morir o que sufrían– en esos días particularmente dolorosos.
A lo lejos, más allá de las rocas y las curvas de los acantilados, podía avistar la playa en medialuna con un gran hotel tierra adentro. Se dio vuelta para mirar el camino recorrido: la estatua de Nuestra Señora de los Náufragos ya no se divisaba.
Cuando reemprendió la marcha le llegaron otras preguntas, como ecos lejanos de verdades que no quería escuchar: ¿Pero cómo? ¿No era él quien los había abandonado? ¿No era él el que estaba lejos de su lugar, lejos de donde debería estar, y ahora veía como el destino y el remordimiento lo alcanzaban? En la tierra arrasada de Pointe de Raz, las culpas y las penas parecían acercarse con mayor facilidad. Pero el viento también las disolvía más rápido, despojando al mundo de todo sentimiento y dejando a los hombres vacíos, secos como árboles muertos.
*
El camino de vuelta a Audierne lo enfrentó a lo inminente: el año nuevo ya llegaba. Mientras la noche iba cayendo, sin vergüenza y sin demora, tuvo tiempo de recordar algunas historias de Le Braz.
Recordó por ejemplo el entierro ficticio de los ahogados, la “proella”, que se practica en Ouessant, donde todos los hombres han sido y son marineros. Para evitar que aquellos que el mar nunca devuelve erren sin fin en el otro mundo ante la ausencia de sepultura, los habitantes del pueblo inventaron un simulacro de entierro con un procedimiento preciso.
Cuando los responsables de los marineros son informados de la desaparición de uno de los suyos, mandan a buscar no a la madre, la viuda o los hijos del muerto, sino al hombre más viejo de la familia, que de inmediato se pone en marcha a través de la isla para anunciar la triste noticia sirviéndose de la fórmula invariable: “Están advertidos que esta noche habrá proella en lo de tal”. Sólo al caer la noche, el hombre va a la casa del muerto para informar a la viuda de su desgracia. Tras golpear tres veces el vidrio de una ventana, entra y se limita a decir la frase solemne: “Esta noche hay proella en tu casa, mi pobre niña”.
Con las mujeres del pueblo llorando y gimiendo a su alrededor, la viuda prepara entonces el velorio. Se coloca una sábana blanca en la mesa y sobre ella se disponen en forma de cruz dos toallas plegadas. En el lugar en el que se cruzan las toallas, se ubica una pequeña cruz fabricada en el momento con dos restos de velas bendecidas. Esta cruz representa el difunto y será trasladada por el cura como un verdadero féretro a una especie de armario donde se encuentran otras cruces similares, en sepultura provisoria hasta el primero de noviembre. Ese día, luego de la misa de las vísperas de todos los muertos, las cruces acumuladas durante el año se transportan a un monumento especial construido en el centro del cementerio, que sirve de tumba colectiva para todos los habitantes de Ouessant desaparecidos en el mar.
Recordó también la historia de la joven de Coray, cuya madre acababa de morir y que no encontraba consuelo. La joven lloraba día y noche e imploraba para volver a ver a la difunta con tanto énfasis que el párroco la invitó una noche a la iglesia. Ahí, tras confesarse, vio una procesión de almas que desfilaban a medianoche. En último lugar iba su madre, cargando con pena un tacho repleto de agua negra, lo que hizo pensar a la joven que la difunta no era feliz en el otro mundo.
Al preguntar al párroco al día siguiente por lo que había visto, éste la invitó a volver a la iglesia a medianoche para descubrir la respuesta por sí misma. Otra vez ante la procesión, la joven vio ahora a su madre marchando todavía más encorvada, con dos tachos en lugar de uno. Conmovida, no pudo evitar preguntarle la razón de su desgracia, ante lo cual la madre, furiosa, corrió hasta ella y la increpó: “¿Qué me pasa? ¡Desgraciada! ¿Vas a dejar de llorarme? ¿No ves que por tu culpa, a mi edad, tengo que andar cargando agua? Estos dos tachos están llenos de tus lágrimas y si no te consuelas a partir de este momento, voy a tener que cargarlos hasta el día del Juicio Final”.
Al día siguiente, la joven le contó al cura lo sucedido y éste le preguntó si había llorado desde entonces. La joven respondió que no y que ya no volvería a hacerlo. “Vuelve entonces esta noche a la iglesia. Creo que tendrás motivos para regocijarte”, le dijo el párroco. Y así fue, porque la joven vio esta vez a su madre a la cabeza de la procesión de almas, con el semblante claro y brillante de una felicidad celestial.
Recordó otras historias más: historias de ahorcados y asesinados, de aparecidos, de fiestas de las almas, de encuentros con el Ankou, el enviado de la muerte y su carreta.
*
Entraron al hotel un poco cansados y sin un plan preciso. Desde la habitación, decorada con anónimos paisajes marítimos, podía verse la avenida costanera, un poco de playa y un mar envalentonado por el crepúsculo. Era una linda vista.
Ella fue al baño y empezó a prepararse para salir a cenar. Él se quedó sentado solo en el borde de la cama, pensativo. Eran las ocho de la noche; no sabía a qué hora iban a volver. Sabía sí que su padre ya no iba a estar en casa más tarde y que si quería llamarlo ése era el momento.
Se levantó, marcó el número y esperó con la mirada clavada en la puerta del baño. El teléfono sonó todo lo que podía sonar hasta que lo atendió una voz ronca y apagada, esa voz ronca de su padre en los últimos años.
–¡Hola, viejo! ¿Cómo estás? ¡Feliz año nuevo! –logró decir con la poca alegría que le brotó en medio de tanta tristeza.
–¡Hola, hijo! ¿Qué hacés? Gracias. ¡Feliz año nuevo para vos también! –le respondió la voz del otro lado de la línea antes de entrecortarse por las lágrimas.
Entonces hubo un silencio, un silencio no muy largo pero claro y perturbador, como si ambos estuviesen midiendo la pena. Superado ese tiempo suspendido, la conversación siguió durante unos veinte minutos.
*
Salieron al pueblo a eso de las nueve. La avenida costanera estaba desierta; el centro, también. Había pocos lugares abiertos para comer, la mayoría de ellos sin mesas disponibles. En la puerta de un gran hotel, vio a los notables de Audierne que salían engalanados de sus autos para celebrar el evento del año con una cena-show. No lejos, en una pequeña crepería, encontraron unas sidras bretonas y unas galletas entre parroquianos y turistas a la deriva como ellos.
Se acercaba medianoche y no tenían dónde brindar. La crepería no iba a aguantar hasta las doce y además era demasiado triste. Sin alternativas a mano pensó en una copa en el bar del hotel. Hacía frío; el viento soplaba desde el Atlántico. Emprendieron la vuelta subiendo una cuesta que llevaba del puerto natural al mar abierto y la costanera. En el vértice en el que empezaba la entrada al puerto vieron un bar-brasserie abierto: Le Grand Large, decían las letras de neón azules. En la punta de la escollera brillaba intermitente un faro.
Dejaron el auto y volvieron hasta el bar caminando. En la puerta, un mozo fumaba apoyado contra la pared. Los invitó a pasar.
Adentro el clima era festivo, aunque sin exagerar. Todas las mesas estaban ocupadas, algunas por parejas, otras por pequeños grupos de amigos. Pidieron algo para tomar y la dueña de casa les ofreció un ponche de la casa. Didier, el personaje del pueblo, se les acercó a hablar. Se servía ponche a escondidas y se reía de sus chistes sin parar de moverse. Después recordó historias de sus años en París, de su juventud, de las noches en la capital. Una ráfaga de nostalgia pareció cruzar sus ojos por un instante.
Acodados en una esquina de la barra, dejaron pasar los minutos que quedaban del año escuchando pincelazos de las vidas de sus anfitriones. La dueña del bar no quería grandes festejos porque su marido estaba hospitalizado. Pero Didier, de profesión buscavidas y amigo de la familia, pidió música y se puso a bailar –primero solo, luego con una chica–, consciente quizás de que se necesitaba olvidar algo, de que todos necesitaban olvidar algo después de tanto recordar.
Entonces llegó medianoche. Alguien dijo “¡Bonne année!”. Alguien alzó su copa. Los otros los siguieron. Ellos también.
SEGUIR LEYENDO