El 7 de enero de 2015, dos terroristas ingresaron a la sala de redacción de la revista satírica francesa Charlie Hebdo. Mataron a doce miembros de la revista. Uno de los sobrevivientes fue Riss, su actual director. Sin embargo, a propósito de la posibilidad de narrar el dolor dice “que no se puede transmitir un desmoronamiento, que no se puede contar una desintegración”. En otro pasaje afirma: “Quizá ya nunca salga de esa sala de redacción devastada”. ¿Qué es entonces el libro de Riss? ¿Una autobiografía indirecta? ¿Una memoria imposible del dolor? Es evidente que el autor necesitaba narrar lo vivido para atenuar el fuego inenarrable del sufrimiento. Las historias y los ensayos contenidos en el volumen nos interpelan: nos hacen pensar en una de las formas del crimen en el siglo XXI. Riss no fue víctima de un atentado cualquiera sino que, como él mismo dice, se trató de uno dirigido que intentó callar la reflexión y el humor irónico.
“No va a ser sencillo sacarnos de encima la religión porque la humanidad siempre va a necesitar creer en algo”, afirma Riss, el director de Charlie Hebdo. También dice que las religiones se han interpuesto y han entorpecido las relaciones entre las personas. En Un minuto cuarenta y nueve segundos (publicado por Del Zorzal) el autor elabora una crítica: no solo se refiere a los terroristas que atacaron y mataron a sus compañeros de redacción sino a las diversas formas de culto. Sostiene que, si bien creer es una libertad fundamental, cuestionar las bases de las creencias es otra libertad fundamental.
Algunos teóricos de la política han defendido la libertad como una entelequia, como una idea desligada de las condiciones materiales y de la vida concreta de las personas. Quizás la libertad sea una de las palabras más mencionadas de forma vacía en la historia. Riss defiende un concepto de libertad de expresión que pone en jaque la idea abstracta de libertad: “La libertad de expresión solo adquiere todo su significado cuando estás en la posición de publicar una información que puede costarte la vida. Es el reto supremo que revela la solidez o la superficialidad de tus opiniones y separa las convicciones de la charlatanería”.
Uno de los capítulos clave de su libro es el que está dedicado a las reacciones frente al atentado. Riss elabora una clasificación. Los voltairianos son aquellos “para los que la libertad de expresión no debe sufrir ninguna restricción, ni siquiera cuando da lugar a ideas contrarias a las suyas”. Los laicos son los que afirman que “en una democracia las religiones no tienen derecho a limitar las libertades fundamentales y deben poder ser criticadas, caricaturizadas y denunciadas al igual que cualquier otra opinión”. Los racistas son aquellos para los cuales las caricaturas sobre el islam fueron una “oportunidad de mezclar inmigración con religión y acusar a los inmigrantes de todos los problemas”.
Riss denuncia las reacciones que atentan contra la libertad de expresión y llama a esas personas “colaboracionistas”: el laicismo aplacado y los cobardes son ejemplos de colaboracionismo. Los laicistas aplacados “exigen que los defensores del laicismo aplaquen sus convicciones, pero no piden nunca que los religiosos aplaquen sus prácticas dogmáticas e intolerantes. La canallada intelectual de los partidarios de este discurso les da una ventaja esencial: la de salvar su pellejo, porque saben que los defensores del laicismo nunca los amenazarán de muerte, mientras que si tuvieran las mismas exigencias con el Islam correrían grandes riesgos de ver sus vidas amenazadas por algunos fanáticos violentos”. Los cobardes son aquellos que “habían sido Je suis Charlie porque se creían grandes defensores de la libertad de expresión mientras esta se mantuviera abstracta, pero que se sintieron escandalizados y huyeron apenas la revista retomó la palabra”. Por ejemplo, cuando la revista hizo humor con los excesos del catolicismo retrógrado. Irónicamente, Riss dice que los defensores de la libertad abstracta apoyan la libertad de hablar del sufrimiento de Charlie pero no que expresen sus ideas.
En el libro, Riss narra la escena del fusilamiento, la historia de una bala que se quedó atrapada en una faja de revistas, el olor agresivo de la pólvora, el lugar de la sangre, el silencio que rodeó al miedo. Cuenta el proceso íntimo y trágico que vivió mientras los asesinos disparaban y en los minutos posteriores. Como si fuera un Descartes del humor amargo, elabora su duelo de una forma filosófica: “Mi cuerpo estaba ausente pero yo seguía produciendo pensamientos, así que no podía decir que hubiera desaparecido por completo. Flotaba sin saber dónde estaban el arriba y el abajo, el adentro y el afuera. ¿Estaba adentro de algo o afuera de mí mismo? ¿Existían acaso a mi alrededor un país, una ciudad, una casa, una mesa, una cama? ¿Existían criaturas vivas cerca de mí?”. Más adelante se compara con los despellejados vivos de la Edad Media y vuelve a reflexionar sobre el lugar de Dios en la existencia humana: “Si en el mejor de los casos Dios existe, el favor más grande que podría hacerles a los hombres sería no imponerles el suplicio del más allá”.
Riss analiza el lugar de las víctimas y también la conciencia de los asesinos: “el primer placer de un asesino es ver caer a sus víctimas”. Traza memorables perfiles de sus compañeros Gébé, Mustapha, Charb, Cabu, Wolinski, Tignous. Sobre Cabu escribe: “El día de cierre, después del noticiero de las 13 horas, escuchaba un programa de radio en el que los oyentes daban su opinión sobre la actualidad. Cabu acercaba la pequeña radio a transistores a su oreja, como si esperara un mensaje de Radio Londres. Cada vez que un oyente decía una idiotez, estallaba de risa. Era como un pescador dominical que espía la boya de su línea para enganchar un buen pez. En el caso de Cabu, lo que él andaba tratando de pescar eran las tonterías de los oyentes”.
Aunque Riss estuvo consciente, tirado y herido durante el minuto cuarenta y nueve segundos que duró el hecho, cuestiona la posibilidad de reconstrucción de los sucesos por parte de los que estuvieron ahí. Reflexiona sobre los límites en la percepción: “Un testigo es solo testigo de su propia ignorancia”. “La verdad es que los que estaban presentes en la sala de redacción y no fueron asesinados no vieron nada o, en todo caso, muy poco”.
Propone la risa como una forma del pensamiento: “Reír es reflexionar”, sostiene. Para él, Charlie no es una revista de chistes porque el humor no es un fin sino un medio para pensar los problemas humanos.
En la penúltima página de su libro, anota, con cierta melancolía, que “un nombre más en la lista de las víctimas de enero no hubiera cambiado nada en la rutina de todos esos transeúntes”. De alguna manera nos dice que podría haber muerto y que el mundo seguiría andando, indiferente. En otra línea comenta que “desaparecer y ya no ser nada no resultaría tan dramático”. Sin ninguna duda, el atentado ha cambiado su forma de percibir el sentido de la vida y la muerte.
Lo que sigue es un intercambio con Riss, quien respondió gentilmente al cuestionario de Infobae.
-En Un minuto cuarenta y nueve segundos dice que si bien creer es una libertad fundamental, cuestionar las bases de las creencias es otra libertad fundamental. Esta es una idea potente y que ha sido defendida por algunos filósofos desde el siglo XVIII hasta el presente. ¿Qué sentido tiene hoy esta idea? ¿Cómo se podría fundamentar?
-La creencia es una adhesión, una aceptación que no necesita demostración. Es un mecanismo que puede prescindir de prueba científica. Es una libertad, ya que no se puede prohibir a la gente creer en aquello que la seduce, que la tranquiliza. Pero no se le puede dar a una creencia una autoridad superior que a una demostración científica. No se le puede otorgar a una creencia una legitimidad política y aún menos un rol político ya que esto solo podría producir situaciones arbitrarias e injustas. La creencia remite más a la emoción que a la pasión, no puede entonces reivindicar un rol político superior a las leyes humanas que fueron concebidas, en principio, a partir de debates contradictorios y argumentados.
-Hace una referencia al Paraíso y dice que si Dios existe el favor más grande que podría hacer a los hombres es quitarles el suplicio del más allá. ¿Por qué?
-El Paraíso es un concepto imaginado por el hombre. Es muy seductor pero es una obra que hace referencia a lo imaginario, a la ficción y a la literatura, como el Infierno de Dante durante la Ilustración.
Creer en Dios es algo que supera nuestra pobre imaginación de criatura terrestre; no se puede poner a Dios por encima nuestro y al mismo tiempo tener la pretensión de comprender su lógica y de comprender su obra. Es el dilema del creyente: piensa que creer en Dios le da la capacidad para comprenderlo. A mi entender, si Dios existe y si el Paraíso existe, nuestro pequeño cerebro es incapaz de imaginarlo y todavía menos de enfrentarlo. Sería como pedirle a una piedra del desierto comprender lo que significa el desierto que la rodea. Confrontado al Paraíso, nuestro pobre cerebro humano implosionará como una sandía en un microondas, víctima de una “carga mental” fatal.
- Se refiere al hecho de que los terroristas le robaron el tiempo. No quería seguir segundo a segundo las noticias del atentado. Habla de la necesidad de reconquistar el tiempo. ¿Podría desarrollar esta idea?
-La violencia que los terroristas infligen a sus víctimas no es solamente física o psicológica. Nos imponen también su temporalidad. Esos terroristas que se creen enviados de Dios no tienen la misma noción del tiempo que nosotros. Son soldados de lo eterno y los siglos no cuentan. Es por eso que se comportan como fanáticos del medioevo. El tiempo, los siglos que pasan, la evolución de las mentalidades y las sociedades modernas en las que viven, no los conciernen. Es por eso que la lucha contra los terroristas es también un combate para defender e imponer nuestra percepción del tiempo, que no es la suya. Nuestro tiempo es el de la reflexión, de la introspección y de la duda. No transcurre al mismo ritmo que el de los terroristas, ya que no dudan, solo tienen certezas. No nos necesitan para comprender ya que ya no buscan comprender. El espectáculo que les ofrecemos, en el que nos ven hacernos preguntas, podría hacerlos dudar de ellos mismos. ¿Y si fuera que nosotros tenemos razón y son ellos los que se equivocan? No toleran esta simple pregunta. Entonces nos suprimen.
-Escribe: “Quizás ya nunca salga de esa redacción devastada”. ¿Hoy sigue pensando lo mismo? ¿Crees que saldrá de esa sala de redacción?
-No. Pienso que no saldré nunca. No sé cómo se hace para salir. No sé cómo se hace para escapar de la propia existencia.
-Al asistir al entierro de Gébé cuenta que se encuentra con “un agujero. La muerte. Eso era todo”: “Era como estar en uno de sus dibujos”. A partir de esta situación se puede pensar en lo absurdo de la muerte y también en lo absurdo de la vida…
-Hay que conocer los dibujos de Gébé para entender esa sensación. En ellos reina una austeridad necesaria, minimalista, que alcanza para comprender lo que quiere decirnos. Un despojo que nos confronta a lo esencial, a lo que no podemos escapar. Charlie Hebdo es un periódico que buscar deshacerse de los mitos y afrontar una realidad sin buscar embellecerla. Es un ejercicio exigente y los dibujos de Gébé transmitían esta exigencia al lector. Su entierro nos enfrentó a la realidad de su desaparición. No había escapatoria, nada podía distraernos en esa constatación agotadora.
-En relación con las reacciones ante la repercusión internacional del atentado a Charlie Hebdo se refiere a distintos grupos de colaboracionistas. ¿Qué es el laicismo aplacado y quiénes son sus adeptos?
-El “laicismo aplacado” es una expresión que invierte las responsabilidades. El problema ya no es el islamismo sino los partidarios del laicismo. A los que utilizan esta expresión nunca se los escucha hablar de “Islam aplacado”. Sin embargo, si su preocupación fuera realmente la de aplacar a la sociedad, deberían empezar por “aplacar” a los extremistas religiosos que siembran el terror en el Islam y amenazan a la democracia. Esto demuestra la deshonestidad profunda de esta expresión y de aquellos que la utilizan. En cuanto a la expresión “colaboracionista”, esta significa que esas personas, esos intelectuales, eligieron seguir a los más radicales esperando que su adhesión los mantenga a salvo sin correr riesgos.
-Entre los que llama colaboracionistas, ¿quiénes son los cobardes? Ahí se refiere a aquellos que apoyan en abstracto la libertad de expresión. ¿Cuál es la diferencia entre apoyar la libertad abstracta y defender la libertad concreta?
-Todos reivindican la libertad de expresión ya que es un valor inseparable de la democracia y es, a la vez, uno de sus fundamentos. Una persona que no defiende la libertad de expresión perdería toda legitimidad para hablar de democracia. Presentarse a uno mismo como defensor de la libertad de expresión es algo que está al alcance de todos. La dificultad viene después. Defenderla realmente es bastante más complicado. La libertad de expresión es quizás la libertad más difícil de implementar. Porque es la más peligrosa, la que va a chocar, la que va a denunciar. Siempre pensé que el oficio de dibujante satírico era un oficio peligroso. Si realmente se quiere disfrutar de la libertad de expresión, si realmente se quiere que viva y sea concreta, se corre el riesgo de enfrentarse con mucha gente. Y de golpe uno descubre que cierta cantidad de defensores de la libertad de expresión tienen más imaginación para limitarla que para extender su campo de acción. Es una constatación cruel y dolorosa constatar que algunos valores fundamentales de la democracia como la libertad de expresión son para mucha gente promesas piadosas, plegarias recitadas como catecismos. Como si hablar de libertad de expresión alcanzara para que exista. Pues no: hablar no sirve para nada. Hay que darle vida y entonces poner en riesgo la vida por ella.
-En un párrafo habla de los que quieren olvidar el atentado a Charlie Hebdo y alude al supuesto error que le adjudican a Charlie. ¿Por qué Charlie Hebdo no cometió blasfemia al publicar las caricaturas de Mahoma?
-El atentado contra Charlie Hebdo es un atentado molesto. Un atentado cuya dimensión política es insoslayable. No es un atentado en el que los inocentes fueron golpeados ciegamente. Es un atentado en el que las víctimas fueron consideradas culpables por los asesinos. En realidad, no se trata de un atentado sino de una ejecución política que tuvo forma de atentado. Las víctimas de Charlie eran culpables de haber blasfemado. Para sostener su inocencia era necesario mostrar que no habían cometido ninguna falta. Sin embargo, la publicación de las caricaturas no eran una falta sino un derecho ya que, en nuestra democracia, el delito de blasfemia no existe y entonces se tiene derecho a publicar dibujos que caricaturizan a una religión. Si se pone esto en duda, se ponen en duda los fundamentos mismos de la democracia. Afirmar que Charlie no cometió una falta implica, antes que cualquier otra cosa, defender a la democracia de una amenaza mortal.
-Afirma que “la duda puede ser más creativa que la fe”. ¿Por qué es importante la crítica a las religiones?
-La duda es el motor de toda creación artística. Detrás de un cuadro, de una novela, de una obra de teatro, dormitan miles de preguntas. Cuando uno pinta o dibuja, se pregunta hasta dónde hay que ir. El trazo del lápiz que sobra, la pincelada que sobra, la palabra o la frase que sobra. La creación nos sumerge en la incertidumbre mucho más que en la certeza. Es todo lo contrario a la fe, que constituye una adhesión que no tolera la duda. El compromiso con la fe puede ser total, sin vuelta atrás posible cuando se ve acompañado de manifestaciones violentas. Las preguntas que la fe autoriza no deben jamás exceder el perímetro autorizado para los dogmas. Más allá, se corre el riesgo de blasfemar y de renegarse. En ese perímetro restringido, la imaginación está siempre contenida y bajo vigilancia. La fe ofrece el confort intelectual de la certeza, pero al precio de renunciar a la duda. Una suerte de pacto fáustico entre un Dios diabólico y aquel que aceptará renuncia a la libertad de dudar.
-En las páginas finales dice que “un nombre más en la lista de las víctimas de enero no hubiera cambiado nada en la rutina de todos esos transeúntes”. De alguna manera está diciendo que podría haber muerto y que el mundo seguiría andando, indiferente. En otra página decís que “desaparecer y ya no ser nada no resultaría tan dramático”. ¿Cómo ha cambiado su idea de la vida y de la posibilidad de desaparecer después del atentado de enero de 2015?
-La experiencia de un atentado es también la experiencia de la muerte. La de uno y la de los demás. Todos piensan en la muerte sin saber qué significa realmente. Con lo que viví, la muerte deja de ser teórica; se vuelve real y se invitó a entrar en mi vida. La sensación de la pérdida de uno mismo, que llega y parece inevitable, es difícil de describir ya que, en torno de uno, la gente no tiene referencias comunes. Es como hablarles en una lengua cuyas palabras no conocen. Rápidamente el diálogo se vuelve vano. Uno está permanentemente desfasado con los demás y con el cuerpo lastimado. No se llega a hacer exactamente lo que uno quisiera ni a hacérselo entender a su entorno. Entonces, uno se adapta siempre a este entorno, lo cual es agotador anímica y físicamente. La proximidad con la muerte, incluso si solo duró un instante, me hará ganar tiempo para aceptarla cuando vuelva a buscarme ya definitivamente.
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