“El manto de plata”, un cuento de Silvana Boschi

Infobae Cultura publica un relato de la periodista y escritora, publicado hace unos años por el Ministerio de Cultura de la Ciudad , en homenaje a los bailarines del teatro Colón que murieron en un accidente aéreo en 1971

“Bailarina verde” (1877-1879) de Edgar Degas

I-

¿Es así? ¿Así es como nos vamos a morir, sepultados en este río, bajo este manto de plata, a menos de cuatro metros de profundidad? Nosotros, capaces de vencer la gravedad, la densidad de los cuerpos, de tensar los músculos hasta el límite, de imponer durante miles de horas la voluntad sobre la inercia de la carne, ¿vamos a morir así?

Nosotros, que hicimos de nuestros cuerpos uno solo, un gran cuerpo con decenas de brazos y piernas moviéndose en armonía, con fuerza, con ritmo, con intensidad. Desafiando los calambres, las lesiones, las caídas, pasándoles por encima con un gran salto, hacia la luz, hacia el público, hacia mamá que siempre me estaba mirando desde la primera fila, con esa sonrisa.

Si apenas hace instantes hubiera podido detener el tiempo, parar esta caída, deshacer esta parábola mortal, podría haber pensado seriamente qué hicimos mal para terminar así, estrellados contra este espejo de plata, bajo la luz suave de este atardecer de primavera. Pero ahora sólo tengo imágenes: nosotros saliendo al escenario esta mañana, en el Coliseo, saludando al público, dejándonos tocar por la gente en el hall del teatro, lejos del encierro de los camarines. Vos, José, el que ganó el Premio Internacional de París, el que asombró a Nureyev, estuviste otra vez radiante con tu Niño Brujo, brillante como yo con mi Odette, mientras tu mujer y los chicos te miraban sin pestañear desde la platea. Y por la tarde al Aeroparque, otra vez en este pequeño avioncito bimotor, para brillar en Trelew, en Comodoro Rivadavia, fuera del Colón, fuera del círculo, como vos querías. Hace minutos nomás nos subimos a esta avioneta, y encima con todo este equipaje. Salimos a las siete, puntuales, y vos José te sentaste en el asiento del copiloto y hablaste de fútbol, de tu bendito Chacarita, otra vez. “En un rato hago unos mates”, prometiste.

Fue lo último que te escuché decir. Después te diste vuelta y me miraste con esa cara de pánico, tan poco escénica, tan desencajada, y nos fuimos hundiendo poco a poco, como en cámara lenta, en un salto congelado en el que no terminábamos nunca de caer.

II-

Soy mecánico de oficio y pescador en los ratos libres. Todos los domingos, si el tiempo está bien, voy a pescar a la dársena que está detrás de Segba. Habrían pasado pocos minutos de las siete de la tarde y pensaba quedarme un rato más. En una de esas me incliné hacia atrás, tomando envión para tirar la línea, y en ese momento vi la avioneta. La vi y me quedé helado, con la caña a medio camino. No fue cuando empezó a dar la curva que me llamó la atención, fue unos segundos después. Porque muchos aviones que salen de Aeroparque y enfilan hacia el sur hacen esa curva cerrada, pero éste llegó hasta la mitad y después fue como si intentara volver. Eso fue lo que vi. Primero se escuchó un ruido raro, después unas explosiones, y al final, yo no lo podía creer, vi cómo el avión se iba de trompa al agua, en medio del humo; se estrelló contra el río, rebotó y volvió a caer. Muy profundo no debía ser el lugar, porque la cola quedó como asomando un tanto así. Se nota que los de Prefectura ya sabían que la avioneta estaba en problemas, porque a los pocos minutos vi pasar una lancha de salvamento, El Dorado se llamaba; luego un helicóptero y como media hora después el guardacosta Toll. Eso fue lo que vi ese domingo, y le juro que no se me va a olvidar mientras viva.

III-

“Norma, no seas solamente una mujer, pensá que sos un cisne, que estás enamorada”, me decía el director. Y creo que lo logré, mostrarme enamorada, un cisne enamorado. El vio en mí alguna cosa, y eso me dio valor, me sacó el miedo del pecho, y me ayudó a crecer, a transformarme en la Odette de “El lago de los cisnes” que siempre quise ser. Aunque a veces no la pasaba nada bien, me obsesionaba con los detalles, con las cosas que no salían a la perfección, con la presión abrumadora de mamá. Antes de un estreno me encerraba en el camarín y me volvía a sentir ínfima, miserable, poquita cosa. Pero cuando comenzaba la función, el miedo abría sus fauces y me dejaba salir, y esa angustia se desvanecía. Me olvidaba de todo. Era cisne y mujer enamorada. No veía ni sentía ni escuchaba más que mi propia música, mi danza, que era la danza de los otros, y todo salía bien así, naturalmente.

De pronto todos gritan. ¿Qué dicen? Que parece que el avión no se sacude más, que por ahí ya tocamos fondo, que si alguien nos vio nos van a venir a rescatar. Lo primero que sentí en mi cuerpo fueron las fuertes vibraciones de la estructura de metal. Después siguieron unas explosiones y comenzamos a perder altura. A los pocos segundos tuve la sensación de que no podía respirar, mi pecho estaba rígido, mis piernas no respondían. Sólo jadeando conseguía tragar un poco de aire. Cerré fuerte los ojos, clavé las uñas en el asiento, y comencé a repetir como un rezo “tengo que ser fuerte, ya va a pasar”. Como cuando salía al escenario las primeras veces, y el público era una inmensa manada de lobos que me clavaban los ojos para devorarme. Hasta que empecé a creer en mí, hasta que descubrí que tenía condiciones para la danza, que tenía talento, que contaba con algo más que el sueño de bailar, de salir del encierro de aquellas tardes de barrio que no me dejaban respirar.

IV-

Cuando comenzaron a sacar los cuerpos del agua fue un momento difícil. Y eso que yo ya tenía unos años de oficial en la Prefectura y había visto de todo ¿Si recuerdo ese día? El 10 de octubre de 1971 era domingo y había entrado a la guardia a las seis de la tarde. Un rato después sonó la alarma de rescate. Recuerdo que cuando salimos en el buque guardacosta ya era de noche. Primero el helicóptero ubicó la máquina y uno de los pilotos avisó que estaba a unos 1.500 metros de la costa, en línea recta a la calle Salguero, en dirección a la isla Martín García. Nos avisó que sobresalía más o menos la cuarta parte del timón de cola. Y dijo que creía que no había sobrevivientes porque el avión había caído de trompa. Fue una noticia terrible para todos. En un principio pensamos que podría haber planeado y acuatizado, y que algunos pasajeros aún podrían estar con vida. Pero no fue así.

Durante toda la noche del domingo y la madrugada del lunes trabajamos para arrimar la avioneta a la costa. No fue fácil. Teníamos que evitar que la corriente se la llevara a una parte más profunda del río y se complicara el rescate de los cuerpos que todavía estaban ahí, encerrados. Recién a eso de las ocho de la mañana terminamos la operación. La grúa levantó la máquina: estaba partida al medio y sus alas colgaban a los costados del fuselaje. Parecía un pájaro muerto. Nos quedamos mirando, cansados. Ya había una multitud de curiosos, familiares, amigos, la gente del Colón, los compañeros del elenco que no habían viajado.

Se tardó media hora, una eternidad, en sacar los diez cadáveres, que quedaron en fila en el muelle. Me acuerdo de una de las chicas, con una minifalda y botas de cuero hasta las rodillas. Y también me acuerdo de la idea estúpida que se me cruzó por la cabeza en ese momento, que esa no era ropa para morir.

Los cuerpos estaban casi intactos, salvo algunos golpes, que según el perito se los causaron cuando luchaban por salir de la avioneta. Pero murieron todos ahogados y recién al mediodía los restos fueron llevados hasta las puertas del Colón, donde los esperaban miles de personas.

¿Si se aclararon los motivos del accidente? Lo recuerdo perfectamente, porque yo redacté el informe. Cincuenta días después de la tragedia, se conocieron las causas. La pericia decía que el combustible utilizado “no era apto”, y que uno de los dos motores tenía “deficiencias de mantenimiento”. Además, la avioneta llevaba más de 500 kilos de exceso de equipaje. El otro motor le podría haber permitido regresar al aeropuerto, pero que esa sobrecarga dificultó la maniobra. Además, se cree que al entrar en pánico los bailarines se soltaron el cinturón y fueron todos juntos hacia la cola de la avioneta, empeorando el problema del peso.

Claro que hubo polémica en ese momento sobre la responsabilidad de la compañía que patrocinaba las funciones en las provincias. Se cuestionó si la avioneta estaba en condiciones, si no iba sobrecargada, si la desgracia no había sido culpa de los organizadores para bajar los costos del traslado, si no podrían haber mandado el vestuario por separado o, lo más fácil, si no podrían haberles sacado a los bailarines los pasajes en un vuelo de línea. Pero la discusión no pasó de unas cuantas notas en los diarios. La tristeza de las familias y los amigos fue tan aplastante que los dejó sin fuerzas para averiguar qué había pasado.

V-

Ahora no puedo dejar de pensar en mamá. De ver en estos minutos eternos su cara, que se fue marchitando por la falta de luz. De tanto que me llevó y me fue a buscar al Colón debe haber sido, de tanta oscuridad subterránea que se esfumaba como por arte de magia cuando me veía bailar. O cuando hojeaba las notas sobre mis actuaciones que aparecían en los diarios y en las revistas, delante de papá. “Viste que ibas a llegar –me decía- vos que te enojabas conmigo por tanta exigencia”.

Si nos morimos todos acá, encerrados, al menos ella no se va a enterar. Y si existe un cielo, ¿existe?, me va a ver llegar con mi traje de Odette, correr hacia sus brazos, tomarla de la mano otra vez. ¿Sabrá cuánto tiempo la lloré? No sólo su muerte, sino la forma en que se fue, o mejor dicho la forma en que esperó para irse. Fue durante la última visita de Nureyev al país. Ella ya estaba muy enferma y yo tenía la pierna izquierda lastimada. Ni se me había ocurrido que podía bailar, hasta que él, el mismo Nureyev, me llamó por teléfono para darme ánimos y pedirme que no dejara de ensayar. Después me terminé de decidir cuando el médico de mamá me dijo que para ella sería un gran dolor que yo no bailara. Apenas estuve bien, bailé con él en las últimas tres funciones que dio en Buenos Aires. Aunque sin ella en la platea. Murió poco después, con la misión cumplida.

VI-

¿Si recuerdo ese día? Como si fuera ayer. Soy periodista de Espectáculos desde hace años, y Norma y José eran para mí las dos personas que cambiaron la relación de la gente con la danza, además de ser artistas de primera, con una perfección técnica que no habíamos visto antes. Ese día, en el Colón se estaba presentando “La pasión según San Mateo”. Al mediodía yo había almorzado con Norma. José no vino, como otras veces que nos juntábamos en El Vesubio, porque para él los domingos eran sagrados: cocinaba pastas para su mujer y los chicos o salían a almorzar. Ese día habían ido a comer a la Costanera, frente al Club de Pescadores. Estaban con ese programa de funciones los fines de semana por la mañana, y con todos esos viajes a ciudades del interior, yendo y viniendo con sus ropas y hasta con parte de la escenografía a cuestas si te descuidabas. Los dos habían pasado los cuarenta pero tenían una vitalidad extraordinaria. Ese domingo maldito, en plena función, a las nueve y media de la noche, se sintió de pronto un murmullo que recorrió los pasillos, subió al escenario, llegó hasta las plateas, y desató gritos contenidos y llantos.

La función debía continuar y continuó. Pero se había confirmado la peor de las versiones. La avioneta que llevaba a los nueve bailarines del Colón se había caído al río minutos después de despegar. Después conocimos más detalles y nos dijeron que los cadáveres aún permanecían bajo el agua. A menos de cuatro metros de profundidad estaban atrapados los cuerpos de Norma Fontenla, José Neglia, de siete bailarines más del elenco estable, y del piloto, un tipo muy experimentado con quien José acostumbraba charlar en los viajes.

Norma amaba la danza más que a nada. Con 41 años, ya tenía más de treinta como bailarina. Había empezado a estudiar a los 8, aunque su papá se oponía. Su mamá no, la apoyaba con todas sus fuerzas, como si en eso se le fuera la vida. Desde los 12 Norma ya se sentía una bailarina “de verdad” y el Colón era su segunda casa. Se definía con tres “s”: sensible, sentimental y sincera, y creía en eso de los signos, “así somos los de Cáncer, un signo de agua” decía. También odiaba las tareas de la casa. “En eso soy una inútil, ni siquiera sé cocinar. Sólo me apasiona la danza, aunque también me gusta leer, ver otras cosas, no quedarme encerrada”, me había dicho hace poco. Ahora eso del encierro me espanta. También me dijo que, de no haber sido bailarina, habría sido actriz.

Desde muy joven ella prometía, pero muchos recién la descubrimos cuando bailó con Nureyev en “Giselle”. Creo que la mayoría de sus admiradores la van a recordar como la Odette de “El lago de los cisnes”, el papel que más le gustaba. Con ese personaje brilló, con Odette empezó a ser Fontenla.

VII-

Odette y yo nos habíamos ido queriendo y juntando. A veces éramos dos, muy cerca, y otras veces, esas noches donde la llama interna pujaba por salir, éramos sólo una; hermanas, amantes, madre-hija, fundidas en una cópula rítmica de la que ella finalmente emergía, abriéndose paso por mi cuerpo alado, que la dejaba salir. ¿Qué dijo el piloto por la radio? ¿Que un motor se plantó, que el otro no aguantaba más, que no soportaba el peso? Todos gritaban, se levantaban, empujaban. Luego vino el choque contra el agua, y un silencio que lo invadió todo. Una cámara lenta que nos enfocaba hacia la muerte.

¿Ya dejamos de hundirnos? Hay humo, ruidos, el olor del miedo. De pronto todo se vuelve marrón. ¿Pero dónde estás ahora, mi hermosa Odette? ¿Dónde estás para llevarme en tus brazos de agua ahora que te necesito? Quiero ser un cisne y salir de acá, volando, nadando, como sea. Quiero irme ahora y ver a mamá otra vez.

Nosotros, que casi volábamos, que desafiábamos la ley de gravedad, nos dejamos caer y ya no hay forma de reaccionar. No hay ningún movimiento posible. Y no me mires así, José, con esa cara de pánico. No es justo morirse así, ahora. Pero ya no siento tanto dolor, estoy por encima de mi cuerpo, voy hacia la luz de esa música que me llama.

Ya no empujes, José, no tengas miedo. Que en este río bailaremos juntos, bajo esta lápida de agua que nos cubre, como el telón de un acto final. Y saldremos a saludar al escenario y nos verán también desde allá lejos, puertas afuera del Colón, como nosotros queríamos. Creo que es Uruguay ese resplandor en la otra orilla. ¿Las ves? ¿Vos también ves aquellas luces?

“El manto de plata”, de Silvana Boschi

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