Verdad, mentira y ficción: cómo funciona la cabeza de los psicoanalistas que también son narradores

Argentina, cumbre freudiana, tiene una larga tradición de autores que oscilan entre el consultorio y la creación literaria. Infobae Cultura habló con Luis Gusmán, Natalia Zito, Edgardo Kawior, Lala Altshuler y Edgardo Scott

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Luis Gusmán con un cuadro de Freud detrás (Foto: Adrián Escandar)
Luis Gusmán con un cuadro de Freud detrás (Foto: Adrián Escandar)

Como un niño sentado en la tribuna de un circo, el psicoanalista observa atentamente cómo sus pacientes hacen malabares con las palabras. Relatos que van y vienen, atraviesan mares y desiertos, recuerdos borrosos y adornos artificiales. ¿Por qué ese niño, ese terapeuta, no habría de sentarse luego frente a una computadora, frente a una cuaderno, y escribir sus propias historias, con sus propias palabras, haciendo sus propios malabares? Pocas disciplinas están tan ligadas a la literatura como el psicoanálisis. En Argentina, cumbre freudiana, existen muchísimos hombres y mujeres que oscilan entre el consultorio y la máquina de escribir ficción. ¿Qué fue primero: el interés por la escucha, la fascinación por el inconsciente, la posibilidad de encontrar la “cura” a través de las palabras o la posibilidad de imaginar mundos, de abrir puertas fantásticas, de contar el mundo con un racimo de historias? ¿Qué fue primero: la literatura o el psicoanálisis?

Una fascinación inicial

Humo; había mucho humo en las calles argentinas el día que se recibió Natalia Zito. “Nadie se recibe de psicoanalista en la facultad, menos el 20 de diciembre de 2001″, cuenta. Ese mismo día rindió la última materia, metodología psicoanalítica, y desde entonces, poco a poco, la posibilidad se hizo cada vez más grande. “Supongo que por la necesidad de entender (o de leer, pienso ahora) y el amor por las palabras. Después, el camino para hacerse psicoanalista es fruto de los espacios de formación y transmisión que ocurren por fuera de la academia, de todas las academias, no solo la facultad. No recuerdo bien cuándo fue el momento en el que me dije que era psicoanalista. Es decir, el ser siempre es algo fugaz, pero hubo un momento en el que empecé a dejar de necesitar las prótesis que una se da: el ‘Lic.’ por todas partes, el guardapolvo en el hospital, cierta forma de vestir y funcionar, sobre todo la sensación de tener que estar haciendo algo para creerme (y que me crean) que era lo que era. Un tiempo necesario, pero destinado a caer. Vino entonces, otro tiempo en el que empecé a sentir que el psicoanálisis era parte de mí y que era, en realidad, mi manera de leer el mundo”.

Luis Gusmán cumple 42 años como psicoanalista. “Llegué a través de leer a Freud, de analizarme y de German García, y de manera transversal de Oscar Masotta. Yo fui primero escritor y después psicoanalista”, cuenta el autor de El frasquito y Los muertos no mienten. Por su parte, Edgardo Kawior, que acaba de publicar su primera novela, La madre jodida, dice: “Me nombro psicoanalista desde que el primer paciente me ubicó en ese lugar y me supuso un saber. Esto fue en 2018. Llegué al psicoanálisis por varios caminos. Uno de ellos, mi análisis personal, otro fue mi experiencia compartida con Gabriel Rolón. Trabajé con él muchos años haciendo la técnica y los videos de sus propuestas teatrales. Las conversaciones con Gabriel y mi propio análisis me llevaron a la Facultad de Psicología, primero, y a la concurrencia en el Centro de Salud Nro 3 Arturo Ameghino, después. Todo analizante en algún momento tiene la fantasía de ser analista. En mi caso el deseo de analizar tuvo la potencia suficiente como para transformar esa fantasía en realidad”.

Edgardo Kawior (Foto: Alejandra López) y Lala Altschuler
Edgardo Kawior (Foto: Alejandra López) y Lala Altschuler

“El amor al psicoanálisis nace en mí por el azar de un encuentro”, dice Lala Altschuler, psicoanalista nacida en Uzbekistán que llegó a la Argentina en 1951. Su nueva novela se titula Antonez Fontseca. Autobiografía (2194-1492). El recuerdo germinal es este: ­”Tengo 15 años, en el aula magna de la facultad de medicina repleta, escucho a Arminda Aberastury; hace el relato del psicoanálisis de un niño, que padece una fobia grave. Proyecta una diapositiva: el nene había dibujado en sesión a un niño, sobre cuyas piernas pende un hacha amenazadora. Ella le interroga, le propone pensar sus temores fóbicos en relación al hacha que, en pocos instantes más, se construye un nombre que nombra su terror. El niño pudo dibujar lo que de ningún modo podría decir, ni saber. Él se sabía escuchado. Descubro que la ficción dibujada, enigmática, es la ocasión de la construcción de un sentido, de una verdad. El mundo se me abre. ¿Y si las aterradoras pesadillas de mi infancia tuvieran un sentido posible, y si fueran un enigma cuya verdad ignoro? Lo horroroso de las pesadillas devienen búsqueda de una verdad posible ¡Yo que me había propuesto dejar de soñar! Salí de la facultad siendo otra. ¡Seré psicoanalista!”

En Cassette Virgen, libro de cuentos de Edgardo Scott, la reconstrucción de la memoria deviene ficción. Tiene su lógica: en Scott hay un interés psicoanalítico por cómo el recuerdo siempre vuelve al presente transformando esa realidad vivida en un relato. ¿Es inescindible el psicoanálisis de la ficción? “Hace poquito presenté el libro de Nicolás Cerrutti, Deconstruyendo al Joyce de Lacan, y ahí decía que la teoría es ficción. Y el psicoanálisis es a la vez una teoría y una práctica. Y es en esa duplicidad que surge su vitalidad, su fuerza. Hay una relación de la teoría con la práctica que se parece a la relación del arte con la vida”, dice ahora este terapeuta argentino, residente en París, que acaba de publicar un nuevo libro: Contacto. El psicoanálisis, insiste, es su forma de ver el mundo. “La escritura no sólo es un efecto de la lectura, pero también lo es, de manera que el psicoanálisis opera en segundo término. Y tanto a la hora de lo que llamamos montaje narrativo como de la asociación cuando escribo ensayo, sé que está presente. Por supuesto que esto lo reconozco o me lo dicen a posteriori”, explica.

Estructura ficcional

Hay una frase, un aforismo, casi un verso: “Toda verdad tiene una estructura de ficción”. Es de Lacan y admite varias interpretaciones —quizás la mejor cualidad de una frase así— como que toda verdad es en definitiva una fantasía y, como tal, opera como si fuera real. En ese “como si” hay una clave para pensar la literatura misma. ¿Qué es verdad? ¿Qué es mentira? La ficción avanza sobre ese terreno desde una premisa ampliamente consensuada: lo que ocurre, ocurre en el libro, en las páginas, en la cabeza del lector, en una zona imaginaria que se expande y que, por algún motivo inexplicable, penetra de forma implícita en la vida cotidiana. En un consultorio cualquiera, un terapeuta escucha a su paciente que habla y en ese devenir narrativo se introduce en terrenos sentimentalmente pantanosos. ¿Es verdad todo lo que dice? Ahí aparece esa estructura ficcional que se compone básicamente del mayor consenso humano: el lenguaje.

“El hombre es impotente para conocer la realidad. El mundo se nos presenta ajeno, incierto, caótico. Entre las palabras y las cosas (del mundo) media una brecha infranqueable que abre un campo de lo posible que el lenguaje mismo introduce. Pero el lenguaje no alcanza a recubrir el caos del mundo, por tanto el mundo del hombre es una invención o un sueño”, dice Lala Altschuler y recuerda cómo Cesare Pavese nombraba “estas ficciones verdaderas: como el trabajo que realizamos con nuestro núcleo mítico inicial, opera como misterio, palimpsesto que nunca se borrará en el ir y venir de su desciframiento. Es ése núcleo sagrado de la infancia del cual somos hechos. Coincido con Borges que, aun bajo diferentes rostros, escribimos nuestra biografía. En mis novelas, mis cuentos, lo vivido de algún modo encuentra su lugar. Me dejo conducir”.

Natalia Zito
Natalia Zito

Argentina tiene una larga tradición de escritores psicoanalistas que se han preocupado particularmente por la danza enigmática que bailan la verdad y la ficción. “Para mí Luis Gusmán, por muchos motivos, incluso por todos, es la gran referencia e influencia”, sostiene Edgardo Scott y agrega que “el psicoanálisis atraviesa la literatura y la cultura argentina del siglo XX, y ahí están León Rozitchner, Masotta, Ludmer, Germán García, María Moreno, Libertella, Kamenszain, Jorge Jinkis, Alberto Giordano, en fin, una larga y preciosa lista. Es una marca de la cultura argentina. En España o Francia, por ejemplo, saben que los argentinos tenemos esa relación con el psicoanálisis. Es una marca de la cultura argentina”.

El diván y la musa

Un paciente hace malabares con las palabras mientras, detrás del diván, o frente a frente, el terapeuta anota todo. ¿Es el consultorio un laboratorio narrativa que produce “material de ficción”? “No directamente. O no, a secas. Esa es una fantasía de los críticos o lectores de los que escribimos y somos psicoanalistas: que contamos ‘los secretos’ de los pacientes. Debe ser una herencia pre secular: el padre Ladislao que se acuesta con Camila”, responde Scott. “Lo que ocurre en el consultorio es un material de los pacientes”, dice Kawior, y cuenta que “en algunas oportunidades escribí sobre los casos clínicos que me tocó atender, pero pensando en ellos para ser compartidos en el marco de ateneos o publicaciones psicoanalíticas (siempre cuidando la identidad de los pacientes y contando con su consentimiento firmado). Cuando escucho en las sesiones intento leer, quienes escriben son los analizantes, y en algunas oportunidades los invito a escribir a ellos sus propios textos. Hay algo que se termina de constituir cuando la palabra pasa del registro oral al escrito.

Sobre esas historias, dice Gusmán: “Si lo es en términos conscientes creo que siempre las he censurado hasta donde me es posible, quiero decir, que yo sepa. Creo que tengo demasiada imaginación e historias en la cabeza para valerme de eso”. Para Altschuler, hay una interpelación singular: “A veces me convierto en una caza historias, pero eso sucede cuando lo escuchado resuena en mí y en mi propia historia. Entonces me conduce a otra ficción en la que un paciente no podría reconocerse en su singularidad, ya que de allí en más, lo escuchado deviene relato en cuya trama se anudan mis fantasmas”.

Esas historias de consultorio, cuenta Natalia Zito —autora de Agua del mismo caño, Rara y la reciente novela Veintisiete noches—, a veces le disparan ideas “pero más por lo que me escucho decir a mí que por lo que dicen los pacientes, porque eso constituye las ficciones de ellos y es raro que se mezclen con la mía. De hecho, los psicoanalistas estamos entrenados para disociar, para ponernos en pausa en virtud del discurso del paciente. Quizá por eso me pasa algo curioso: la mayoría de las veces que me escucho decir algo que pretendo recordar para escribir, luego lo olvido. Supongo que es parecido al trabajo que hago con las escrituras que acompaño en mis talleres. Cuando alguien lee un cuento, no me hace pensar ‘qué bueno, esto lo voy a usar’, es una especie de material sagrado, una interdicción que me dice que eso no se toca. Porque no olvidemos que después, fuera de lo sagrado, escribir es profanar”.

Edgardo Scott
Edgardo Scott

Dos fuerzas, un solo viento

Ni una cosa ni la otra o las dos juntas o un poco y un poco. Literatura y psicoanálisis pueden parecer carriles que avanzan sin tocarse pero en estos cinco autores forman parte de lo mismo. “En la vida se toca todo. Y la escritura que a mí me atrae —dice Edgardo Scott— es aquella que está adentro de la vida, no aquella que intentaría ‘representarla’. Por otro lado, el psicoanálisis es mi trabajo. Lo es desde hace veinte años. Me acuerdo que una vez hablamos con Alan Pauls que cuando yo me retire, él arranca, porque siempre lo pensó (él) como una buena profesión/actividad para el retiro (sic)”. “Tal vez la escritura y el psicoanálisis sean dos paralelas que se tocan en diversos infinitos”, dice Edgardo Kawior y agrega que “hay algo de lo inconsciente que se materializa cuando es escrito”.

“Vivo del psicoanálisis”, dice Luis Gusmán. “Quiero decir, económicamente, y vivo porque no podría dejar de analizar y no por cuestiones de dinero. Hay un deseo que se juega cada día ahí, sino ¿cómo sostenerlo? Los une la palabra. Mi escritura de ficción y de psicoanálisis no se tocan, como dice Jorge Panessi, casi de manera sospechosa”, y cita una frase de Stéphane Mallarmé: “Aquel que realiza el acto poético se suprime en tanto yo”. “Creo que se parecen más la práctica analítica y la poética”, agrega. Para Lala Altschuler tanto en el psicoanálisis como en la literatura “opera el amor a la lengua y la búsqueda del enigma. Solo que de otra manera. Los traumas infantiles escriben, dibujan, ficcionalizan de modo tal que encuentran un decir posible. Dan lugar a la construcción de la verdad”.

“Hubo distintos momentos —concluye Natalia Zito—. Al comienzo estaban de espaldas, un poco a los empujones. Después, hubo un momento en el que caminaron a la par, mirándose de reojo, cada tanto una sonrisa. Ahora, hace un tiempo que son el mismo viento, dos fuerzas que van hacia el mismo lado, que se dieron cuenta de que en realidad nunca fueron dos. A veces pienso que el psicoanálisis fue mi manera de llegar a la literatura, que tuve que pasar por ahí para ver que del otro lado había vista al mar”.

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