Deleuze define la filosofía como creación de conceptos y, como vimos, se lanza a la tarea de manera exuberante. Desde sus páginas, los conceptos nos abruman con borbotones de ebullición constante. Retomando la imagen del malabarista con sus clavas, debemos empezar sobriamente, con un concepto, lanzándolo al aire, viendo cómo cae, de qué curvas es capaz, qué potencia tolera en relación con nuestra capacidad de atraparlo y volverlo a lanzar. Obviamente, empezamos sin llamas, sin cuchillas afiladas. Todo esto, sin dejar de tener presente que en realidad los conceptos son multiplicidades, manadas, y que sin las llamaradas que amenazan con calcinarnos pierden su cualidad más esencial. Revisemos un poco la valija, la caja de herramientas. Elijamos un concepto-clave para empezar: el rizoma (un concepto que Deleuze toma de la botánica –son tallos subterráneos que crecen indefinidamente–, pero que usará para concebir lo que ocurre en nuestra cabeza cuando pensamos, cuando logramos al fin pensar).
Empecemos por la “definición negativa”: lo que el rizoma no es. El rizoma no es un árbol. Hay árboles en la naturaleza, en la literatura (el libro árbol, con su introducción, nudo y desenlace) y, sobre todo, en nuestra cabeza. El árbol se define por su tronco sólidamente unido a la tierra por raíces bien definidas. A partir de allí, se ramifica en caminos determinados, a partir de disyunciones claras y precisas, regidas por el “plan” de ese tronco-raíz. Lo ideal (lo más simple, lo más pulcro) es que cada encrucijada se divida en dos: un sistema de opciones binarias, simples en sí mismas, que garanticen el camino recto. Pero el diagrama puede ser más complejo sin perder su esencia, su carácter segmentario. Lo uno se hace dos, pero también tres, o cuatro. En todo caso, se trata del primado de lo Uno, la raíz al cual todas las bifurcaciones se remiten.
El árbol es la imagen más rudimentaria del pensamiento. La búsqueda de conducirnos paso a paso, desde un fundamento que no cuestionamos (raíz-tronco) hacia sus caminos más previsibles, sus conclusiones esperables. Son caminos que el cerebro se acostumbra a recorrer, y no cuestiona. Es como el viejo flipper, donde la pelota metálica saltaba y rebotaba, recorría rampas, tiraba banderitas y ansiaba alcanzar el multi-ball donde se encontraba con dos, tres, cuatro pelotas más, soñaba con el jackpot; y sin embargo eran siempre los mismos caminos, ya determinados, y solo se trataba de aprender a recorrerlos en el orden correcto. En filosofía se lo llama el método geométrico: definiciones, proposiciones, corolarios. Todo lindo y ordenado. No se introducen términos que no se hayan definido antes. No se cruzan caminos. Se va desde los primeros principios indudables hacia sus consecuencias necesarias, tratando de alcanzar el plano total del mundo, del universo, y más allá.
Podemos decir que alguien tiene un árbol plantado en la cabeza cuando no acepta otro esquema. Por ejemplo, cuando exige a un individuo que defina su sexualidad (¿sos hombre o mujer?, ¿una tercera cosa?, ¿o debo agregar una cuarta?, ¿o una quinta solo para vos?, algún género debés tener… ¿sos adulto o sos niño? ¡ya no estás para esas cosas! ¿la pastafrola es de membrillo o de batata?). O cuando se exige que una vida siga la senda: estudio-trabajo-familia-vejez-muerte. Ningún desvío, ninguna vacilación. Esto puede ser bueno para algunos (los que se se sienten a gusto con la norma, los que calzan en su guante), pero de un terrible sufrimiento para otros. Y nada está dicho de antemano. Un día nos levantamos y la rutina se hace insostenible. Todo se ha quebrado y necesitamos variar, y necesitamos una sociedad, una pareja, unos padres, un destino, una metafísica que se responda a ese grito de lo real. No más árboles, por el amor de Dios.
¿Se trata simplemente de demoler esas estructuras a golpes de martillo? Cuidado ahora. Una de las lecciones que nos da Deleuze es que en filosofía hay que evitar a toda costa la precipitación. Es lo que le reprocha, por ejemplo, a grandes figuras como Descartes y Heidegger. El apresuramiento es enemigo del pensamiento. Es justamente lo que hace que caigamos en los caminos de siempre, en las rutinas del pensar, por ir demasiado rápido. Además, las definiciones negativas (“el rizoma no es un árbol”) son particularmente engañosas, porque nos tientan a saltar de golpe al otro lado. Como si alcanzara con talar el árbol, suprimir la raíz para tener un rizoma. Y sin embargo Deleuze y Guattari distinguen una segunda figura del libro que no es ya el árbol-raíz, pero tampoco rizoma: la radícula (y así, de pronto, los dos términos se hacen tres). Se trata simplemente de destruir la raíz principal, se trata de gritar “¡viva lo múltiple!”. Pero no alcanza con destruir la unidad para tener la multiplicidad. Lo múltiple hay que hacerlo, hay que tramarlo, hay que hacerlo funcionar. Si solo cortamos la raíz, la unidad seguirá operando como miembro fantasma, interiorizada, reprimida, añorada. Matar al tirano para reencontrarlo en el fondo de nosotros mismos. No alcanza con suprimir la raíz para tener un rizoma.
El rizoma no es ni el árbol-raíz ni el resultado del filoso corte de lo que lo sostenía pegado a la tierra, la radícula. El rizoma tiene un forma específica de determinación (no es lo indeterminado): se constituye por conexiones heterogéneas, es decir, no deja de unir, enlazar, entramar elementos que no tienen nada en común, ni siquiera su contradicción (el murciélago y el hombre, la avispa y la orquídea, el paraguas y la máquina de coser, la filosofía y la metalurgia, la tercera persona y la posición subjetiva, dy y dx, dinero y fuerza de trabajo, pan y varas de lienzo, la teta de la madre y la boca del bebé, la piedra y la boca de un personaje de Beckett). Así, el rizoma combina un proceso de desterritorialización (cuando un elemento entra en relación con algo heterogéneo que lo lleva más allá de sí mismo) y reterritorialización (cuando la relación entre los elementos adquiere cierta estabilidad precaria que funciona como una tierra efímera donde esta alianza desarrolla su existencia). Como el tipo de raíz del cual toma su inspiración botánica (ese tipo de raíces que brotan, por ejemplo, de una papa abandonada en la humedad, o la que caracteriza al jengibre), los rizomas se esparcen siguiendo caminos imprevisibles. No hay un “tronco” o raíz principal. Cualquier punto puede conectarse con cualquier otro. Por eso Deleuze y Guattari señalan que la determinación básica del rizoma es la conexión y heterogeneidad: los elementos deben conectarse, sin cesar, y hacerlo con aquello con lo que no tienen nada en común salvo la ausencia de todo lazo.
Tal es, nos dice Deleuze, el mundo de la multiplicidad. No es una palabra muy sofisticada ni rimbombante, y sin embargo es técnica y compleja: remite al matemático alemán Georg Friedrich Bernhard Riemann, que proveyó una de las bases teóricas de la teoría de la relatividad; la multiplicidad implica la compleja teoría de la topología, de espacios de más de tres dimensiones que cambian de naturaleza al moverse, que realizan movimientos imposibles, como la hormiga que pasa de un lado al otro de una cinta de Moebius sin dejar de andar en línea recta. Hay que detenerse un instante en este salto entre las conexiones heterogéneas y la multiplicidad, que Deleuze da por natural y contiene en realidad una de las claves de su pensamiento. En el modo de conexión yace la determinación característica de la multiplicidad. No se trata de una característica de los elementos sino del modo de su relación. El problema, de un lado a otro de la obra deleuziana, será siempre la lógica de las relaciones, que precede y constituye a los elementos.
A lo largo de los años, Deleuze afirma, describe, explora y expande el ámbito de la multiplicidad, de las conexiones heterogéneas, del fluir y variar. Pero no se limita a eso: además, muestra de qué manera surgen de esa multiplicidad las identidades, las fijezas, las regularidades que también pueblan nuestra existencia cotidiana (este “también” es fundamental, porque es erróneo creer que nuestra experiencia está constituida solo por identidades, cuando está plagada de diferencias que –y esa es la cuestión– tendemos a desconocer). Allí está la revuelta filosófica: no se trata de reemplazar el árbol por el rizoma, sino en invertir la relación de fundamentación; los árboles no dan cuenta, no pueden dar cuenta de los rizomas (no entienden de desvíos, no entienden de conexiones heterogéneas, no entienden de contagios), y sin embargo los rizomas pueden dar perfectamente cuenta de los árboles. De esta perspectiva deriva una importante consecuencia práctica: no hay un imperativo rizomático en Deleuze (los rizomas son buenos, los árboles son malos). Si algo es bueno o malo, dependerá de una evaluación sumamente compleja, que dependerá de quienes somos (que no es, claro está, una esencia fija, sino más bien en quiénes estamos deviniendo, cuál es nuestra forma de vida, nuestra capacidad de ser afectados) y de las circunstancias. A veces rizoma, a veces árbol. Justamente, no está Dios arriba en los cielos para partir las aguas del bien y del mal. Cuestiones especialmente espinosas en filosofía política: no siempre hacer fluir es liberador, no siempre moldear o modular es esclavizante; no todo control es despótico y, al mismo tiempo, no todo fluir es destituyente; no toda creatividad atenta contra las instituciones, ni toda institución atenta contra la creatividad.
Ese es el doble objetivo de la obra de Deleuze: hacer visibles los rizomas que el bosque de la imagen del pensamiento oculta y mostrar cómo de ellos surgen los árboles. Ese doble objetivo es el gran obstáculo para abordar sus libros. La construcción es claramente rizomática, incluso en los más convencionales (como Diferencia y repetición, o sus “monografías” sobre Nietzsche, Spinoza, Bergson o Hume). No hay una única línea argumental, y existen múltiples conexiones de un punto a otro de cada libro. Los términos técnicos se introducen sin haber sido definidos; aparecen antes de su trabajo sistemático, generando un sistema de remisiones abierto. Pero no es solo un rizoma, no es un fluir constante entre términos sin sentido fijo. En medio del rizoma, van surgiendo árboles conceptuales; entre las líneas de fuga se producen singulares arquitecturas. En medio de la multiplicidad, a través del deslizarse por las superficies, en los juegos de la experiencia sensible, se dibuja una ontología, una metafísica. En realidad, una multiplicidad de ontologías, coherente con una metafísica de la multiplicidad.
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