En 1913 aparece una historieta que llevaba por título una frase neoyorquina muy popular: Mantenerse al día con los Jones. Es la historia de los McGinis, una familia que intentaba lucir más rica de lo que era para estar a la altura de sus vecinos, los Jones, que multiplicaban su fortuna en el mercado inmobiliario, que nunca entraban en escena, nunca aparecían, sólo sus nombres, eran personajes fantasma que marcaban el norte social. La última tira de la historieta de Arthur “Pop” Momand, su creador, se publicó en 1940 en The New York World. Una parodia de la burguesía neoyorquina que, aunque quisiese, aunque se esforzara, aunque fingiera, nunca llegaría a superar la riqueza, la opulencia y la extravagancia de sus vecinos. Los Jones existieron, claro que sí; eran muy conocidos en la Nueva York de entonces. Su hija, la niña elegante de ojos astutos que paseaba por la Quinta Avenida de la mano de su papá, se convirtió en una famosa escritora. Su nombre era Edith Wharton.
Este año la editorial Mil Botellas, con traducción de Mariángel Mauri, publicó un libro titulado Tres cuentos. Efectivamente, son tres relatos de la autora nacida en 1862 que se publicaron un siglo atrás en diferentes volúmenes. Los tres cuentos funcionan como una cata profunda de la enorme producción literaria que Wharton construyó en sus 75 años de vida; son tres postales que amalgaman su estilo narrativo, su mirada sensible sobre los mandatos sociales, su crítica aguda a las costumbres de la época y la necesidad de dibujar con la literatura una llama de preocupación en el lector, como si la literatura no se tratara de una ambiciosa evasión, sino de una modesta observación del dinámico mundo que nos rodea. Son tres relatos narrados en tercera persona que se posan sobre el amor, en primera estancia —el romance, la pasión, la convivencia—, pero la verdadera tensión está entre lo que la sociedad espera de los personajes y lo que los personajes realmente quieren.
El primer cuento, titulado “Los otros dos”, es del libro El descenso del hombre de 1904. Waythorn acaba de casarse con Alice, una “mujer con pasado” —una hija y dos matrimonios previos— en una “sociedad que aún no se ha adaptado a las consecuencias del divorcio”. Un día, las circunstancias lo llevan a trabajar con el segundo marido de su esposa. No nombran el tema por la incomodidad pero se llevan bien, hay respeto mutuo, no es tan grave como lo imaginaba. En simultáneo, el primer marido de su esposa y padre de la niña vende su empresa y se muda a una pensión a Nueva York para estar cerca de su hija. Cada tanto se cruza con Waythorn: hay respeto, incluso candidez. Aparecen los celos —se pregunta “si acaso no era mejor poseer un tercio de una esposa que sabía cómo hacer feliz a un hombre, antes que una esposa entera, privada de la oportunidad de cultivar ese arte”—, pero se disipan. ¿Es posible la paz social entre enemigos arquetípicos?
“Atrofia” es el segundo. Se publicó en 1930 en el libro Cierta gente. Nora Frenway es la protagonista, una mujer que “había llevado una vida tan cuidada, tan convencional de puertas adentro, en un mundo donde las convenciones exteriores se tambalean, que nadie se había enterado jamás de que tenía un amante”. Es interesante el paisaje ambivalente de la época que describe Wharton: “Al abrir el diario a la mañana te enterabas sobre chicas delincuentes, divorcios de estrellas de cine, asaltos en los bailes, asesinatos y suicidios, gente que se fugaba con sus amantes y toda una maraña de impulsos y apetitos desarticulados e inconexos; después volvías la vista sobre tu propia vida cotidiana para confirmar que estabas tan acorralada y confinada, y asediada por los ojos guardianes de tu familia, de amigos escrupulosos, por toda clase de normas arraigadas”. Se entera que su amante está agonizando y en un rapto de rebeldía viaja a darle el último beso.
“Me siento muy sola sin niños”, le dice Alice Lethbury a su esposo. El cuento, el último, se llama “La misión de Jane”. Wharton describe con profunda inteligencia un matrimonio dispar: la mujer “era estúpida, limitada, inflexible”, mientras que el hombre “permanecía imperturbable” en “el banquete de la razón”. Ella era pasional, él inteligente, pero en esa convivencia tranquila, Alice siente el impulso de adoptar a una bebé que fue abandonada en el hospital. Su marido, que solía tener todo bajo control, cae en la cuenta de que, “subestimando las necesidades de su mujer, había creído hasta entonces haberlas cubierto con creces”. Finalmente adoptarán a Jane y esa niña, mientras crece, será una extraña, una especie de insecto exótico que analizan con más desconfianza que fascinación. Con el tiempo el matrimonio irá mutando, se volverá cada vez más distante, pero se unirá a partir de la llegada de Wilsnaley Budd, un muchacho exageradamente cordial que le pide matrimonio a Jane.
En la isla de Manhattan, Nueva York, a metros del Madison Square, vivía el matrimonio de George Frederic Jones y Lucretia Stevens Rhinelander, en el número 14 de la 23rd Street. Un edificio de ladrillos rojizos, una puerta enorme, primer nivel. Edith era la tercera hija, la más joven —Frederic le lleva dieciséis años y Henry doce—, nació el 24 de enero de 1862. La familia era amplia: tíos y primos que compraban mansiones y las remodelaban a las diferentes modas europeas. Cuando la Guerra Civil terminó embarcaron varios al viejo continente. Entre 1866 a 1872 visitaron Francia, Italia, Alemania y España. Para una niña de su edad, esos viajes son fascinaciones que le mostraban un mundo enorme, inabarcable. Aprendió a hablar distintos idiomas pero también sufrió de fiebre tifoidea en la Selva Negra alemana. La gigantesca biblioteca y las institutrices que la educaban le abrieron una puerta prohibida: la crítica social.
Lo primero fue la poesía pero a los once escribió su primera novela. Su primer trabajo fue la traducción de un poema de Heinrich Karl Brugsch a los quince años que no pudo firmar con su nombre porque sus padres sostenían que no era algo que una chica de su escala social debiera hacer. Dos años después publicó un poema también con seudónimo en el New York World y continuó en la senda sinuosa de la literatura. En la biografía de 2008 que escribió Hermione Lee, cuenta que su madre le sacó todas las novelas, que sólo podría leerlas si se casara. Dice también que ella aceptó el trato, que obedeció la orden. Tenía 23 años cuando se casó con Edward “Teddy” Wharton, doce años mayor, de quien tomó su apellido. Hicieron una lujosa fiesta en el Trinity Chapel Complex de Manhattan. Asistió toda la high society neoyorquina. Una bisagra en su carrera incipiente fue La decoración de las casas, un manual de diseño que escribió junto al arquitecto Ogden Codman a sus 25. Luego de eso, sí, se lanzó la novela, a los cuentos, a la ficción y poco a poco fue rompiendo la muralla familiar.
Quizá su gran novela sea La edad de la inocencia. Publicada en 1920 luego de once libros que dibujaron una línea creciente de popularidad, salió en una serie de cuatro partes en la revista Pictorial Review. Cuando el sello Appleton & Company la publicó en formato libro, Wharton se convirtió en la primera mujer en ganar el Premio Pulitzer de Ficción ganándose el título de la Primera Dama de las Letras estadounidense. La historia ocurre décadas atrás, en el seno de la clase alta de Nueva York, en la Edad Dorada, entre el romance y la crítica social. Fue llevada al cine tres veces; la última, en 1993, con la dirección de Martin Scorsese y las actuaciones de Daniel Day-Lewis, Michelle Pfeiffer y Winona Ryder, forma parte de la educación sentimental de una generación entera y del redescubrimiento de Edith Wharton como una autora exquisita que se ganó otro apodo: la llamaban la Henry James mujer.
La propuesta literaria de Edith Wharton puede parecer sociológica. No se trata solo de describir la burguesía neoyorquina, sus opulencias, sus costumbres, su lujoso y a la vez opresivo modo de vida. Hay en su literatura una crítica que da unas cuantas vueltas alrededor del objeto de estudio para no presentarlo en términos malignos. Wharton se posa en los estereotipos, no los esquiva. Describe a “la mujer primitiva” que tiene a la maternidad como “función suprema” pero trasciende la discusión fácil para entender sus comportamientos e introducirse en las contradicciones humanas. Entiende que este tipo de cuestiones están ligadas al “triunfo de la tradición sobre la experiencia”. Mientras, su objetivo y el de sus personajes —y el de sus lectores— es “rasgar esa telaraña asfixiante de lugares comunes”.
Viajó tanto a Europa que se terminó quedando. Su último año de vida fue 1937. Estaba en la casa de Ogden Codman, su amigo, con quien escribió aquel viejo libro de decoración —no tan viejo porque en ese momento trabajaba sobre una reedición—, rodeada de árboles, en la zona rural de Francia, cuando sintió un fuerte dolor en el pecho. Cayó al suelo y allí quedó, recostada en el césped, mirando el cielo límpido, hasta desvanecerse. por completo. Dos meses después, el 11 de agosto, un derrame cerebral la llevó a la muerte. Corrió mucha agua bajo el puente pero, aún así, Edith Wharton sigue encontrando nuevos lectores. Su mirada inteligente y sensible del extraño mundo que siempre simula ser natural e inmodificable no parece oxidarse jamás. La casa en la que vivió ya no tiene el tono rojizo de entonces. El Street View muestra un edificio beige claro, casi crema; en el primer piso un cartel que anuncia su alquiler. En la planta baja hay un Starbucks.
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