Batato Barea: 30 años sin el arte instantáneo y la poesía del clown travesti literario

Fue una de las figuras principales del under en los 80 y llevó al extremo la simbiosis entre el arte y la vida. Sus obras junto a Alejandro Urdapilleta y Humberto Tortonese explotaron de diversión y desenfado. Murió el 6 de diciembre de 1991: tenía 30 años

(Gianni Mestichelli)

Uno de los vestidos de Batato Batea que se exhibía en un museo lleva botones de todos los colores, o casi todos, cosidos sobre flores rojas y celestes. Es una pieza delicada y a la vez tradicional, de barrio, símil solera cuya tela color mármol sirve de superficie para el despliegue colorido del nácar de los botoncitos. Superficie costumbrista para la explosión cromática y brillante.

Algo de eso hay en el intenso y breve paso de Batato, Walter Barea, por la escena artística porteña. Brilló a pesar suyo. Renovó sin quererlo. Su impulso fue la disconformidad despojada, sin consignas grandilocuentes. Y al caminar por los escenarios argentinos siempre prefería la “banquina”, como un lugar inestable y seguro al mismo tiempo. El teatro argentino debería haber temblado con su aparición sigilosa, no fue así. Pero 30 años después de su muerte, que se cumplen este 6 de diciembre, seguimos reverberando sus performances.

La vida y la obra

Batato nació en Junín en 1961 y desde muy pequeño se movió bajo el influjo involuntario de su hermano Ariel, el menor de los Barea, que le dejó una marca con su muerte, un suicidio en su temprana adolescencia.

Batato Barea, en un retrato de la gran artista argentina Marcia Schvartz

A partir de entonces la vida de Walter cambió. Aquél chico, el más callado, cuidadoso y de bajo perfil que en silencio se deslumbraba al ver a Ariel ataviado con los vestidos de una prima, uñas pintadas, rouge y tacos; aquél niño que luego fue Batato, fue absorbido por la tragedia de Ariel, que se mató un domingo después del almuerzo mientras Batato cumplía el servicio militar. Era el 1 de noviembre de 1981.

Los hermanos Barea se habían mudado a Buenos Aires para respirar. Así fue a finales de los 70, mientras los padres se quedaron en San Miguel. En la ciudad bonaerense la madre, rebautizada por el propio Batato como “Nené Bache”, manejaba junto a su marido dos negocios, uno de ellos era un Salón de Fiestas de aroma kitsch donde los hermanos se mezclaban con las brillantinas, los globos y las guirnaldas. Quizás de ahí sacó el niño Walter su afición por el uso de todo tipo de materiales para armar su vestuario, la mayoría desechos de los negocios de tela del barrio de Once. Aunque también lo hacía porque no tenía plata. “Su estilo era despojado - cuenta a Infobae el escritor y artista Fernando Noy- nacido de lo ciruja que era porque le encantaba revolver en la basura. Detestaba las mariconadas como el uso de mucha purpurina, pluma y lentejuelas”.

En Buenos Aires, Ariel se inclinó por la peluquería hasta que llegó a armar su pequeño salón al que llamó “Peinados Yoli”, un homenaje a la peluquería de barrio aunque se había formado en Llongueras. Batato, mientras tanto, deambulaba entre varias ocupaciones al paso: vendedor de fiambres, cadete, verdulero, carnicero o masajista. A una le da la impresión de que esa constelación de labores, finalmente le sirvieron porque reivindicaba todo como un gran collage vital. En Batato no había diferencia entre el arte y la vida. Simplemente no le salía así.

(Gentileza: Vasari)

Participó en diversas presentaciones artísticas desde el 82. Pero cuando conoció a Cristina Moreira, maestra de clown y actores, y entró al mundo del payaso, Batato se deslumbró. Empezó a conocer al cuerpo, su cuerpo, no como una mediación con la escena sino como el puente que derribaría la famosa cuarta pared. Batato advirtió a partir de esas clases con Moreira que la escena tradicional no era lo suyo. De ese grupo de estudio nació “El clú del claun”, un grupo que actuó hasta entrados los 90, en la Argentina y el exterior. Poco después vino “Los peinados Yoli”, junto a Tino Tinto, Patricia Gatti y Mario Filgueiras. En ese momento Batato se hacía llamar “Billy Boedo” y por las noches salía a trabajar de taxi boy. Se incorporaron luego a este grupo de incipiente travestismo, canciones y baile de tono experimental, la actriz Divina Gloria y Ronnie Arias.

Algunas imágenes lo pintan como un ser humano decidido, serenamente firme, obcecado, valiente. Un primo lo recuerda cabalgando sin montura y con un pantalón de lamé, en un testimonio que figura en el célebre libro de Fernando Noy, su amigo, Te lo juro por Batato. El joven Walter vestía jogging ajustado siendo muy joven, una prenda poco frecuente en aquella época en la que convenció a Pepe Cibrián( h ) para que lo incorporara como asistente de dirección en la puesta de Calígula. O cuando llegó a Ruth Benzacar con vestido y la espalda al descubierto. Ese joven alto y fuerte enseguida llamó la atención de María Elena Walsh, que estaba en la inauguración de la galería de arte. Tiempo después la gran poeta argentina hablaría de él como “un santo”, en diálogo con Noy.

Siempre andaba con cuadernos, donde registraba todo tipo de cosas. En sus primeros años en la movida artística porteña los llevaba a todos lados pero casi nunca mostraba los escritos. Todo su trabajo quedó documentado en un diario de trabajo, desde 1979 hasta 1991, como destaca la investigadora Guillermina Bevacqua. “Anotaba metódicamente todas las películas que veía, con una ficha técnica diríamos, era una manera de registrar su vida”, recuerda Peter Pank, uno de los directores de La peli de Batato que se puede ver en YouTube.

Trailer de "La peli de Batato"

Era triste y cordial como un legítimo argentino, si le robamos las palabras a Raúl González Tuñón. De ahí su propia identidad, la que él siempre reivindicaba: payaso. “Yo recuerdo acompañar a Batato por las calles del Abasto y donde había un terreno baldío con basura, él entraba -cuenta la actriz y cantante Karina K- juntaba unas telas de voile de cortina y una pantalla de velador y se las llevaba a su casa. A las semanas lo veía en la tapa de la revista Viva, Batato, rodeado de modelos top, sentado como en un trono y con esa misma pantalla de lámpara que encontró en el baldío, colocada invertida en su cabeza y ataviado con parte de esas sucias cortinas del basural. Ese espíritu eran los 80′s, en un país que asomaba en su nueva democracia, los primeros pasos de una identidad de género que tanto supo reivindicar Batato, con su arte, su discurso y su poética”.

Fue una de las figuras principales de algunos de los templos del underground (o “engrudo” como le decían Batato, Urdapilleta, Noy y otros a las nuevas corrientes artísticas), el Parakultural, también Cemento. Y pronto aparecería en la tele, en los programas de humor de Antonio Gasalla o en “A la cama con Moria”, donde en medio de mohínes compartidos dijo que nunca había estado con mujeres pero “lo haría con Moria, Juana Molina, María Elena Walsh y Hebe de Bonafini”.

Batato, en el programa de Antonio Gasalla, en 1988

Sus tríos junto a Alejandro Urdapilleta y Humberto Tortonese explotaron de diversión, desenfado, poesía, performances, humor, espíritu payasesco. En fin, fue algo nuevo. Algo que se estaba esperando, sin embargo. Hicieron Involucrados, después Las Coperas y muchos más. Eran intervenciones breves y a veces la gracia -como recordó Urdapilleta alguna vez- “era que la obra durara cinco minutos”. Batato inventaba escenas, como una vez en la que el planteo era que él sufría una enfermedad por la que podía subir al escenario pero no podía bajar. ”Y ahí se quedaba un rato largo”, recrea María José Gabin, una de las chicas del mítico grupo “Gambas al Ajillo” que actuaba también en el Parakultural. “El suyo era un humor desconcertante. No era un humor que te matabas de risa. Era él como ser-arte. Él era muy genuino”. O una suerte de performance donde la gente observaba cómo él mismo se miraba en una televisión desvencijada. Contó “Urda”: “una vez dijimos hagamos una obra mala, pesada, como las que odiábamos. Se llamaba La caída de la pluma. La inventamos sobre poemas de Alejandra Pizarnik. Era aburridísima y a la gente le encantaba. Era una búsqueda de libertad y ejercer la libertad era divertirse”.

Las poetas aparecieron pronto. La ya mencionada Pizarnik, Marosa di Giorgio, Susana Thénon, Irene Gruss, Olga Orozco, Alfonsina Storni, Juana de Ibarbourou. Batato era un gran lector de poesía y las fue incorporando a sus actuaciones, junto a Tortonese y Urdapilleta. Noy comentó durante un acto en el museo MALBA este año que “se llegaba a un lugar donde la poesía no era simplemente un texto. La poesía era un instante, una realidad. La poesía no estaba en el libro. La poesía había huido desde ese lugar irreverente de estas tres mujeres a la propia carnalidad de cada uno de los que estaban en la platea”. La crónica de Infobae alude al ciclo “La historia como rumor” con curaduría de la escritora Laura Ramos.

Batato en el centro, a la izquierda de la imagen, Humberto Tortonese y a la derecha, Alejandro Urdapilleta

Nuevamente su amigo Urdapilleta, también fallecido muy joven en 2013, lo enunció con sus propias palabras, “era una persona en serio y era un payaso”, una frase que se puede escuchar en La peli de Batato. Peter Pank nos cuenta que lo conoció en Cemento. “Hacía una performance. Se cubría con una tela y te adivinaba la suerte. Cuando terminaba te daba una tarjetita que decía “soy Batato”, con un poema de Pizarnik y su teléfono”.

Me pregunto y pregunto por qué sigue presente la estampida de los 80. Un conjunto de expresiones disímiles, contradictorias, explosivas, que se diseminaron por aquella Buenos Aires aún a caballo entre las performáticas sesentistas, la dictadura y estos nuevos jinetes ochentosos que evitaban el bar La Paz y preferían el borde como lugar de exposición. El pastiche, la superposición de estilos, el repentismo y un sinfín de ridiculeces convivían en el escenario. Fue tan fuerte aquel llamado “under” que quedan aún no sólo los jirones. Queda la obra. Quedan los archivos, las memorabilias, los Museos que invocan aquél hacer que parecía perecedero. Y cuando digo “obra”, pienso que los hacedores de entonces nunca se hubieran referido a su quehacer con este término. El arte se vivía en el cuerpo y esa década fue el estallido primero. Estos artistas se preguntaban, como el Eclesiastés, cómo seguir viviendo ya que nada en la vida es seguro salvo la muerte. Un axioma que se hizo carne desgarrada durante la dictadura, sin cuya existencia, quizás, el movimiento under de los 80 no hubiera sido como fue.

Karina K lo recuerda. “Yo lo viví como una belle epoque, una necesidad de resetear la cultura, después de tanta oscuridad e injusticia en mano de los militares.Todas las artes post dictadura representaron una necesidad de visibilidad y discurso poético y a la vez transgresor. Los jóvenes de ese entonces necesitamos del encuentro y la alianza para proyectar las ideas y materializarlas con los mínimos recursos pero con la más absoluta riqueza en la creatividad. El under era eso, con lo mínimo dar lo máximo”.

“Lo de que no le gustaran los actores y el mundo del teatro en general, era también resultado de una época, dice Guillermo Angelelli, su compañero en el Clú del Claun. Estaba Teatro Abierto, el teatro oficial, el comercial. El teatro independiente empieza a cobrar fuerza a partir de los 80. La referencia que teníamos desde lo actoral estaba un poco cargada de solemnidad. Mucho estaba puesto en la palabra y poco en el cuerpo, en la acción. Fue todo un momento, como el desarrollo de la danza - teatro. El teatro se empieza a abrir a otros lenguajes”.

Batato Barea (Telam)

“Yo marco un hilo, 60 -70 -80 como parte de un final de siglo “analógico”. Ya los 90 es otra cosa”. María José Gabin analiza para Infobae que “era algo entre el happening, la post vanguardia, el Di Tella de los 60, la performance, las instalaciones, el teatro más politizado de los 70 y el varieté moderno de los 80. Está totalmente vinculado. Lo nuestro era político pero en otro sentido. Más socio político. No era partidario. Hay una presencia muy fuerte del humor, la ruptura de la cuarta pared es radical. Nosotros salimos de los sótanos de la dictadura y entramos en el sótano del Parakultural. Era contrahegemónico”.

Nosotros salimos de los sótanos de la dictadura y entramos en el sótano del Parakultural (María José Gabin)

No había trayectoria para Batato, ni escenario, ni obra. Lo que llamamos arte comúnmente, Batato lo ponía en el cuerpo como herramienta con un otro y con un todo exterior, y lo llamaba “vida”. “Éramos homosexuales, bailarines, vistosos, locos”, comentó alguna vez el ya fallecido Tino Tinto, integrante de “Los Peinados Yoli”.

En el 85, el dúo Urda-Batato incursionó en un programa atípico en las medianoches de Canal 7, Noche de Brujas, conducido por la periodista Alicia Barrios. “Eran disparatados, transgresores, se vestían raro”. Cuenta Barrios que el subdirector del canal en ese momento le transmitió un supuesto enojo de Raúl Alfonsín, el presidente de la Nación en ese momento, por la osadía que tenían. Y los cómicos fueron borrados de un plumazo. “Nos cagábamos de risa con sus intervenciones. Lo pasábamos muy bien, pero yo vivía con el filo de que me levantaran el programa en algún momento. Siempre había un directivo del canal merodeando en el estudio en el que grabábamos”.

Batato ensayaba muchas de sus presentaciones en el PH en el que vivía, el que le había comprado su madre, en la calle Tucumán, pleno barrio de Abasto. Aún existía el Mercado de Abasto como tal, luego cerrado, y no el shopping que supimos conseguir los porteños. El barrio conservaba su tamiz de compadritos y algún cuchillero. Pero en los 80 se había apagado el bullicio del enorme mercado de frutas y verduras para que poco a poco llegaran los artistas.

Clown travesti literario

El PH era el último departamentito de una casa chorizo. Dos ambientes. Una escalera a la terraza. Poco espacio para la cocina y el baño. Una cama como sillón-sofá. Una tele antigua en una mesita década del 70, el radio grabador, muchas revistas, libros, una lámpara con pañuelos como pantalla y mucha tela, tules y adminículos de todo tipo que se convertían luego en vestuario. Vestuario con ropa de mujer arriba y abajo del escenario.

“Nos íbamos de gira, un vuelo a Colombia”, cuenta Angelelli. Y él llegó al aeropuerto de Ezeiza con una valija que le había hecho Nené, la madre. Le había puesto una plataforma de madera en la parte de abajo, con rueditas. Y una correa. Él con un pantalón palazzo negro, una blusa plateada sin mangas, pelo suelto y maquillado. Era la primera vez que lo veíamos vestido de mujer. En el avión se tuvo que sentar en medio de un grupo de rugbiers porque nos tocó separados. De a poco se iba cambiando o sacando el maquillaje. Se iba al baño y se recogía el pelo porque tenía vergüenza. En otro viaje usó una túnica transparente y una tanga abajo. En pleno festival de teatro latinoamericano eso era inusual. Todo el mundo lo terminaba amando. Era esa cosa de la honestidad. La gente empatizaba por admiración”.

Para muchos, esta transformación de Batato llega al momento deseado cuando se pone las tetas. Fernando Noy lo cuenta de una manera amorosa. “Él tenía una amiga que era la Pochocha, una travesti del barrio. Estaba con Walter (Batato) y llegó la Pochocha con dos chongos divinos. Él vio cómo los chongos le miraban las tetas. Cuando se van, Batato me dijo ´yo quiero eso. Esa mirada de deseo sobre mí´. Yo quedé preocupado porque sabía que esto iba a acelerar su final. Lo hizo para atraer a los hombres y lo gracioso es que después usaba poleras, porque tenía vergüenza”.

No hay coincidencias sobre si usó prótesis, siliconas o aceite industrial. “Una noche decidí ponerme las tetas. Lo decidí en un minuto”, dice Batato en La peli de Batato. “Sin pensar demasiado. Me costó mucho, una vez hecho me dio angustia. Me veo en el espejo y digo ´claro, es raro´. Lo bueno que los tipos te dicen piropos. Los tipos lo primero que ven son las tetas”. Para Urdapilleta “ponerse las tetas era una ideología, la ideología de romperse a sí mismo”.

“A través de su personaje en escena se descubrió él mismo. Él fue su propio producto performático, reflexiona Angelelli. Era una aventura salir con él a la vida”.

Para María José Gabin “cuando se puso las prótesis fue como el extremo de su autopercepción. Pero era Barato con prótesis. No era una travesti. Era una cosa un poco andrógina”.

Sergio De Loor y Batato Barea (Alejandra-Tomei)

Con tetas o sin ellas, Batato era el payaso. Incluso sin la nariz roja del clown, que se sacó como un acto de desprendimiento. Estaba desnudo sobre el escenario. Era él mismo, no un personaje. Lo vi una noche en el Parakultural, oscuro y húmedo sótano adorable, bailando canciones de Marilina Ross. Brazos extendidos. Dando vueltas sobre sí mismo, como una danza sufí. Sandalias con taco y en un movimiento como un deslizarse terminó con su cuerpo enfático de muchachón sobre la platea improvisada. Y se llevó a un espectador al escenario para seguir bailando, bailando, bailando.

Montevideo y el final

El testimonio más vívido de sus días finales, enfermo de sida, lo dio el fallecido Tino Tinto, en la película de Peter Pank y Goyo Anchou. “Viajamos a Montevideo para presentar La Carancha en un festival de teatro. La primera imagen que recuerdo fue fantasmal. En realidad había viajado porque quería conocer a Marosa di Giorgio, la poeta uruguaya. La función fue tremenda, inclusive en un momento trastabilló. Después fuimos a caminar por la costa, él me decía ´mañana va a ser un buen día, va a haber sol´. Cuando volvimos al hotel empezó a delirar. Me decía ´una se droga con palabras y la otra se droga con poesía´. Cuando lo internaron lo fui a ver. Tenía una camiseta de cuello redondo con botones y los tenía desprendidos. Me pidió que se los abrochara porque se le veían las tetas. Esa cosa de pudor, como de niño. Al otro día se murió a las 10″.

Batato había dejado indicaciones para su velorio. Lo vistieron con una túnica verde, nueva. Lo maquillaron, lo arreglaron. “El velorio fue en la calle Córdoba. Sergio Avello, un artista plástico, le hizo una cruz de globos celestes. Batato montó también su velorio. Era como una regie. Él sabía que se iba a morir”, recuerda Fernando Noy. Así viajaron, con el cajón en una camioneta, hasta Junín, donde está enterrado con toda su familia. Agrega Noy: “La Gran Markova me dijo una vez, ´Sabés qué tiene como plus?: esa inocencia, de pajuerana, de paisana´. Él realmente era una chica de provincia”.

Batato con Urdapilleta

“Fue una pérdida enorme, dice María José Gabin. Batato era un clown posmoderno. Yo no lo encasillaría en el mundo del clown tradicional. Su ser era arte. Ahí se rompe la división entre vida y arte”.

Algo que sí se encontró entre sus papeles fue un poema. Según su madre, escrito poco antes de su muerte. “No puede ser / No puedes ser / Fue corto el tiempo para dejar lo que quise / Sólo dejé lo que pude. (…) vida, vos que me negaste estar vivo / no podrás negarme mi herencia /que es mi cuerpo / me lo llevo con la muerte / ya es bastante lo que dejo”.

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