Bigger than Jesus quizá sea la frase más famosa que despertó una ola cancelatoria pronunciada cuando aún no se la reconocía como una cultura. Más populares que Jesús fue lo que dijo John Lennon en una entrevista para el periódico londinense The Evening Standard, en marzo de 1966. Suele pensarse que lo suyo fue un acto de egocentrismo. Y si bien lo fue, porque a fin de cuentas Los Beatles eran la banda más grande del mundo, esa frase no salió de la nada, estaba inmersa en un contexto.
Resultó de una pregunta sobre la crisis que atravesaba la Iglesia, un tema que se debatía en ese momento en Inglaterra, por el que se remarcaba que cada vez menos jóvenes se interesaban en la fe religiosa y se planteaba la necesidad de una modernización para hacerla atractiva a las nuevas generaciones. A lo que Lennon respondió: “El cristianismo se irá, desaparecerá, se encogerá. No necesito discutir sobre esto, tengo razón, ahora somos más populares que Jesús. No sé qué se irá primero, si el rock’n roll o el cristianismo. Jesús estuvo bien, pero sus discípulos fueron groseros y ordinarios. Son ellos quienes, para mí, lo arruinaron”.
Esto fue tomado como una respuesta más a un tema de agenda. Cinco meses más tarde, la frase se replicó en el Newsweek, luego en la revista Detroit y posteriormente en The New York Times Magazine. El problema comenzó con la revista Datebook, una publicación para adolescentes de perfil liberal que abordaba temas como las citas interraciales y la legalización de la marihuana. Los cuatro miembros de la banda fueron entrevistados para hablar de cómo habían dejado sus canciones de corte pop e ingresaban en su etapa más madura, con el disco Revolver.
Y entonces el diablo y la prensa metieron la cola. En la portada Lennon decía: “No sé qué se irá primero, si el rock’n roll o el cristianismo”. Y Paul McCarteny sentenciaba respecto de Estados Unidos: “Es un país pésimo, donde cualquier negro es un negro sucio”. En el interior de la revista, bajo una foto de Lennon en un yate, mirando al otro lado del océano con la mano cubriéndose los ojos, se leía: “John Lennon ve la controversia y navega directamente hacia ella. ¡Así es como le gusta vivir!”. Y todo estalló.
Por entonces era válida la teoría comunicacional de Paul Lazarsfeld. Básicamente, el modelo asumía que las ideas fluían de los medios de comunicación masiva a la opinión de líderes, quienes a su vez las transmitían a su propia audiencia. En este caso, los líderes religiosos. Las palabras de Lennon despertaron protestas y amenazas, sobre todo en el llamado «cinturón bíblico», al sur de los Estados Unidos. El conflicto fue alimentado con la cobertura mediática. Las estaciones de radio dejaron de pasar la música del grupo, hubo piras públicas de sus discos y fotos, cancelaciones de conferencias de prensa y el Ku Klux Klan organizó manifestaciones en sus conciertos. Si bien Lennon se disculpó y explicó que no se comparaba con Cristo, Los Beatles nunca volvieron a tocar en Estados Unidos tras aquella gira.
La cancelación es parte de nuestra forma de expresarnos, lo era incluso antes de Los Beatles. Desde el mundo antiguo, en reinados e imperios, como en Estados modernos, existió en la construcción de cada ideario que necesitó borrar al anterior quitando del camino estatuas, libros y otras manifestaciones artísticas, filósofos, científicos. En tiempos de pandemia, el gesto se replica como una nueva cepa de la censura y toma las características de sus herramientas de circulación: las redes sociales.
Actualmente no solo la sufren ciertos contenidos culturales o los generadores de los mismos, de libros a películas, artistas, intelectuales. También los ciudadanos, las empresas, los vivos y los muertos. Básicamente puede afectar a cualquiera, lo que la convierte en peligrosa y poderosa, pero lo cierto es que tampoco es plenamente efectiva. Para algunos puede ser una manera de eliminar la posibilidad de diálogo, para otros la única forma de establecer pautas hacia el futuro. Y ambas cosas son reales. Porque, a fin de cuentas, la cancelación como fenómeno social no es producto de una sola circunstancia, aunque a veces parezca que sí, no surge del pensamiento único sino de un sinfín de conflictos enraizados que se ponen sobre el tapete, actualmente con las redes como medio.
Las razones que la generan son tan diversas como los objetos o personas que las padecen, y la norma general es que no cuadran, por pensamiento o acción, dentro de las normas de los canceladores. Pero no todo ataque de la manada cancelatoria es cultura de la cancelación. Cuando circundan comentarios sobre alguien que cometió un delito, lo que se hace es poner en evidencia que ciertos comportamientos no pueden seguir siendo permitidos. En este caso, el gesto está más cerca del escrache que de la cancelación, aunque en el caso de un artista, por ejemplo, suele ejecutarse la cancelación sobre su obra.
La pregunta acerca de si se debe separar la obra del artista surge una y otra vez, y para algunos la respuesta es que a ninguno y para otros, a ambos. También están los que enfatizan que hay que separar una cosa de otra. Y es que el marco de lo cancelatorio está atravesado por los conflictos de época que entran en disputa con los del ayer, que son aún conflictos sin respuestas claras y se van acomodando a las necesidades del sistema.
No se puede comprender esta cultura sin considerar algunos de los fenómenos sociales que la hacen posible, como el Woke Culture o el MeToo, que ingresan una y otra vez con diferentes aristas en las operaciones cancelatorias. En este libro vamos a observar los casos más llamativos y la manera en que se articulan, tanto aquellos que surgen desde las redes sociales como los que fueron fogoneados por los medios tradicionales, en pos de una agenda o línea editorial conveniente en la era del clickbait. Porque, como se verá, la desinformación y las fake news también hacen lo suyo.
Como fenómeno contemporáneo la cancelación se pone en práctica en las redes, a través del cyberbullying, del online shaming o del doxxing, y en esto la construcción del yo-digital al alcance de todos resulta crucial. En este sentido es interesante cómo lo que puede ser escandaloso en Estados Unidos no lo es en otras partes del mundo, y cómo los debates sobre si un producto o persona deben ser cancelados solo se mantienen cuando hay puntos socioculturales en común.
Lo cierto es que la cultura de la cancelación siempre fue parte de nuestras vidas, aunque no lo supiéramos. Estaba allí cuando en un pueblo una mujer quedaba embarazada sin estar casada, cuando una estrella de Hollywood caía en desgracia tras algún escándalo. Una característica llamativa de la nueva variante del fenómeno es que cambió de dirección, dejó de ir de arriba hacia abajo, de los centros de legitimación hacia los individuos o sus obras. Ahora se mueve de abajo hacia arriba y puede actuar por precaución cancelatoria, desarmar el conflicto antes de que se genere, lo que puede derivar en casos de autocensura, disculpas públicas o cláusulas morales. Ya no funciona como una decisión tomada por unos pocos para convertirse en un pedido de muchos y lograr que una persona u obra salga de la luz del escenario. Hoy es más bien una horda que toma la calle más importante del pueblo y quiere sangre, pero no necesita quemar el hogar de la persona que se oculta, porque sencillamente no hay un hogar para quemar.
La cultura de la cancelación se presenta no solo como una herramienta de repudio, sino también como un termómetro capitalista que, de ser necesario, acude a ella para desplegar una respuesta acorde a su público cautivo o potencial. No es la herramienta principal sino una de ellas, y no siempre es determinante ni efectiva. J. K. Rowling, cancelada como autora, como persona y como mujer en parte del mundo occidental, es una prueba de esto. Otra de sus características es que, en la cultura de la cancelación, el pasado siempre acecha.
La cancelación no es propiedad de nadie y a su vez nadie está exento de ella, no respeta actualidades, trayectorias ni billeteras, pero siempre tuvo algo que la caracteriza: una moral. Lo que ha ido cambiando con los años es la manera en que se presenta y se exige esa moral. Los cambios sociales, los avances tecnológicos y las conquistas de derechos civiles generan una ruptura con la moral anterior, planteando nuevos paradigmas que, al no centrarse en una moral uniforme e inequívoca, convierten el fenómeno en un campo de batalla dialéctico y económico en constante mutación.
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