(…) Esa noche, la luna llena asomó sobre el campamento, desnudando sus rincones y descubriendo criaturas agazapadas en las sombras. Erik salió de la tienda vestido sólo con sus pantalones. Hacía calor, un calor pegajoso propio de la época. La primavera se prolongaba en el fragor de las cascadas y embargaba el aire de perfumes. El sonido del agua era sedante, depuraba los pensamientos. En otro momento Erik se habría sentido arrullado para dormir en paz, pero lo inquietaba el rumor de su corazón, que le impedía pensar en otra cosa que no fuese la falta de una mujer. “Es hora de visitar a la maga del pantano”, se dijo. Otros la llamaban “bruja”, pero como no le constaba que practicase malas artes, prefería considerar su oficio pura magia del amor. Al menos, ese efecto producía en él.
Se calzó las botas, tomó una camisa limpia y, ajustándose el cinto con el revólver y el cuchillo, emprendió el camino hacia ese lugar recóndito que pocos conocían. Mientras se adentraba en la selva, el lúgubre canto del urutaú acompañó sus pasos. Y los ojos del ave relumbraron bajo el destello lunar con extraño fulgor. Se mantuvieron así, abiertos y extáticos, hasta que Erik desapareció en las sombras.
……………….
El “pantano” era en realidad un ojo de agua encerrado entre piedras tapizadas de líquenes y helechos. Enclavado entre altos árboles que lo ocultaban de los rayos del sol, aquel charco sumido en la penumbra era un misterio. Nadie sabía de dónde provenían sus aguas verdosas. Una cascada pequeña le daba vida y, siguiendo ese rumor apagado, Erik llegó hasta el escondite de la maga. La choza, redonda como la de los antiguos guaraníes, apenas se divisaba en el apretado follaje, salvo por el resplandor de una fogata que titilaba al ras del suelo.
—Te dije que no encendieras fuego.
Anahí levantó la vista hacia el hombre que resplandecía como tótem. En los ojos oscuros bailaba una chispa que ella supo interpretar. Su kuimba’é la deseaba. Se le acercó descalza, con el talle cimbreante, vestida con una falda de rayas azules y una blusa de generoso escote. En su aliento perduraba el aroma del cigarro que había estado fumando. Por eso el fuego. Erik permaneció rígido al principio, entre el enojo y la pasión, hasta que ésta ganó la partida y la atrajo con fervor hacia su cuerpo ardoroso. Anahí se pegaba a él como una hoja húmeda, restregándose con deleite, anticipándose a sus caprichos. Aquel hombre que había llegado a su tierra era lo que ella pedía a la luz de la luna en las noches de mágico arco iris. Un avá de verdad, que la poseyera completa y también la respetara, algo que jamás le había sido concedido. Tomó una mano de Erik y la llevó bajo la falda hasta su centro caliente, que lo esperaba. Él la frotó con suavidad, clavándole los ojos de ese modo certero que le arrebataba los secretos. Y Anahí guardaba muchos. Sucesos de la gente del lugar, nombres que buscaba la policía, detalles de infidelidades, bebés abandonados luego de un parto apresurado, todo cuanto ocurría llegaba a sus oídos, de todo parecía haber sido testigo, como si la selva misma le contara las infidencias que los humanos pretendían ocultar en su corazón húmedo.
—Vamos adentro —propuso con voz temblorosa.
—No. Acá afuera. Ahora.
Era la voz de la urgencia, y Anahí vibró de placer al escucharla. Le permitió desnudarla a la luz del fuego y tumbarla sobre la tierra. Lo dejó acariciarla entera, conteniendo el aire cuando la mano fuerte presionaba sus puntos sensibles. Erik dibujaba sus curvas morenas con precisión de arquitecto, contemplando sus reacciones con avaricia. Si ella sonreía, él lo hacía también, sabedor de lo que sentía. Si ella fruncía el entrecejo, besaba sus labios para borrar cualquier mal pensamiento. Anahí hubiera querido multiplicarse para brindarle más placer aún. En la noche tibia, ocultos de la luna por la magia del pantano, unieron sus cuerpos, perdidos en sus propias ansias. Erik la poseyó con movimientos sinuosos que enterraban a su presa bajo su peso. Ella aceptaba todo cuanto el hombre le daba, devolviendo beso por beso, caricia por caricia, la pasión desbordada. Extenuados, permanecieron uno sobre el otro, con la respiración pesada y el corazón adormecido. Cuando Erik giró sobre su espalda y la dejó al descubierto, ella se envolvió en la falda deshecha y se acurrucó en el brazo masculino. Era un gesto que practicaba con él nada más, y que a su vez sólo él le permitía, entre todos los hombres a los que daba satisfacción. A Erik Andrade no parecía importarle la reputación de Anahí. En los momentos que compartían, sólo ellos dos contaban.
—¿Querés? —dijo ella, ofreciéndole el resto del cigarro que había fumado un rato antes.
A pesar de su reprimenda por el fuego encendido, Erik abrió los labios y aspiró el humo, reteniéndolo unos segundos para soltarlo en un suspiro.
—¿Te anda pasando…? —indagó Anahí.
—Nada. Problemas, los de siempre.
—Vino alguien.
Erik la contempló con interés.
—¿Quién?
—Decime vos. ¿O me equivoco? Sabés que soy bruja.
—Bruja no —respondió Erik sonriendo. Maga, tal vez.
Anahí soltó una risa cantarina como la pequeña cascada que corría a pocos pasos. En eso también era único ese hombre. Él la consideraba diferente, una especie de encantadora de almas, alguien capaz de ser buena.
—Pero sí, adivinaste. Vino gente nueva al Diamante. Quieren renovar los servicios y contrataron artistas. Está por verse qué conflictos causará eso.
—Hombre preocupado —susurró la mujer mientras con su índice recorría las líneas de la frente de Erik hasta lograr que se suavizaran-. Dejá que las cosas pasen, enojate después.
Él se incorporó sobre un codo y la contempló con una expresión extraña. Retiró de la mejilla femenina un mechón de cabello negro, húmedo de pasión, y miró con gula la boca llena y suave que tanto había besado.
—Ahora estoy frente a una sabia.
El ánimo juguetón les inspiró nuevas caricias, y esa vez decidieron entrar en la choza, donde los esperaba una alfombra tejida con hierbas perfumadas y una manta. Anahí se detuvo para apagar el fuego ante la mirada atenta de Erik y luego se guarecieron del rocío nocturno en la morada sencilla de la maga. La luna, alta en el cielo, dibujó filigranas de plata en la espesura, de la que brotaba un concierto ensordecedor de ranas y grillos. La selva se poblaba de sombras furtivas que acechaban. Algunas cazarían, otras serían presas. La vida y la muerte celebrarían el ritual de cada noche.
Para que unos viviesen, otros deberían morir. (…)
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