El recuerdo de su vida y la persistencia de su legado en muchas líneas del arte contemporáneo siguen activando lecturas en torno a Andy Warhol (1928-1987), que por estos días es revisitado a partir de una exposición en el Museo de Brooklyn que recorre algunas tensiones que atravesaron al artista, como el choque entre su relación con la religión -era católico bizantino practicante- y su homosexualidad, así como esa fusión entre espiritualidad y exhibicionismo que lo convirtió en ícono de la vida cultural de Nueva York en los años 70 y 80.
Con obras icónicas como su recreación de La última cena de Leonardo Da Vinci y material documental inédito como fotos de una audiencia papal al artista y su manager en 1980 o su partida de bautismo, la muestra titulada Revelación e integrada por un centenar de obras recorre las incomodidades y contradicciones que alimentaron la biografía de Warhol.
Pero lejos de regodearse en los aspectos más popularizados del artista, como su excentricidad, su invención del pop art -el movimiento artístico surgido a mediados del siglo XX que incorporó los temas de la cultura de masas al repertorio de las artes- o sus provocaciones, la exposición se concentra en la contradicciones entre su vida privada y sus desplazamientos públicos, una tensión que se cristaliza en datos no tan divulgados del creador, como que solía ir a misa.
“Si vas a sus diarios, escribe que va a la iglesia en más de 50 ocasiones”, señala José Carlos Díaz, curador de la muestra, integradas por obras procedentes en su mayoría del Museo Warhol de Pittsburgh, que quedarán definitivamente alojadas en el museo neoyorquino.
Hijo de padres que emigraron de un territorio que hoy es Eslovaquia, Andrew Warhola -se cortó el apellido para ocultar el origen inmigrante- creció en un barrio de inmigrantes rusos y devoción religiosa. Esta devoción jamás la abandonó y siempre lo persiguió. Los investigadores de su obra cuentan que buscó desde los años 60 tener una recepción con el Papa. Lo consiguió el 2 de abril de 1980, cuando Juan Pablo II lo recibió en el Vaticano.
La exposición recrea algunos de los demonios del artista, criado en una familia católica originaria de la actual Eslovaquia y que aprendió de su madre, con la que vivió en Nueva York y a cuya compañía volvía, tras noches de excesos en su estudio, The Factory, para rezar cada mañana: Warhol asistía habitualmente en Manhattan a tres parroquias distintas para cumplir con los preceptos de su religión.
La influencia de Julia Warhol, pintora aficionada, se transfiguraría, sublimada, en la serie de madonnas que el creador intentó pintar. La sexualidad de las modelos, dando de mamar a sus hijos, hizo a Warhol abandonar el intento, tras una treintena de bosquejos. Fue un encargo de una agencia de Nueva York, y las madres eran modelos profesionales, con sus propios hijos colgados de los pechos: una visión tan poco virginal que perturbó al artista.
Esta es la primera vez que se examina la influencia religiosa en su obra. “Warhol tanto alardeó como oscureció su religión y sus sexualidad, y estas dualidades se exploran en Revelation, junto con el tira y afloja entre sinceridad y superficialidad, descubrir y esconder, tradicionalismo y vanguardismo”, indicó Carmen Hermo, otra de las curadoras de la muestra.
En la muestra se exhiben, entre otros materiales, carteles que utilizan la tipografía publicitaria de la época, con las leyendas “El cielo y el infierno están solo a un suspiro de distancia” y “666, la marca de la Bestia”. O las bolsas de boxeo ilustradas, en colaboración con el artista Jean-Michel Basquiat, que cuelgan en una de las salas a modo de revulsivo: como forma de enfrentar la tentación. La mayoría de las alrededor de 200 colaboraciones de Basquiat, criado también en el catolicismo, y Warhol fueron destrozadas por la crítica, y estas bolsas de boxeo, un tema recurrente en la pintura del haitiano, fueron las peor paradas.
También se exhibe La carne, una fotografía del propio Warhol, realizada por Richard Avedon en 1969, que muestra su cuerpo cosido a costurones, un año después del intento de asesinato perpetrado por la escritora Valerie Solanas. Es un reflejo de la representación canónica del martirio de San Sebastián, atravesado por las flechas, un motivo que con frecuencia se asocia con la imaginería LGTBQ+.
Fuente: Télam
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