
La lectura, sin lugar a dudas, estimula la imaginación, propicia la inquietud por conocer otros mundos e, incluso, inventarlos. Con Mario Méndez, maestro y editor, que, además, escribe fundamentalmente para niños y jóvenes, sucedió eso.
Ha sido publicado en Argentina, México, España, Italia, Bolivia, Paraguay, Uruguay, Puerto Rico y Chile. Entre sus novelas y libros de cuentos se pueden mencionar El monstruo de las frambuesas, El monstruo del arroyo, Cabo Fantasma, premio Fantasía de Narrativa 1998, de Bolivia), Pedro y los lobos, El tesoro subterráneo, Ana y las olas, El viejo de la biblioteca, Noches siniestras en Mar del Plata, El fantasma de Francisca, La niña momia y Gigantes, Destacado de Alija en 2011.
En 1984, recibió el tercer premio en el concurso de cuentos organizado por la Universidad de Mar del Plata y en 1997, obtuvo una mención en el concurso “Amnistía te cuenta tus derechos”, organizado por Amnistía Internacional Argentina.

Participó del libro colectivo Quien soy. Relatos sobre identidad, nietos y reencuentros, que obtuvo el Gran Premio de ALIJA en 2013 y que fue traducido al italiano.
Otros de los libros de su prolífica obra son El vuelo del dragón, editado en Puerto Rico, Brujas en el bosque, La aventura de La Juanita, Dos veranos, Los buscadores del Tuyú, El aprendiz, Vuelta al sur, Nicanor y la luna, El que no salta es un holandés y Las sonrisas perdidas. Algunos de sus cuentos se encuentran reunidos en los libros El partido, Antiguos monstruos y Noticias del amor, entre otros tantos.
Y así le gusta presentarse: “Mi nombre es Mario Méndez, soy maestro, escritor y editor. Nací en Mar del Plata en 1965 y me mudé a Buenos Aires a los 19. En mi nueva ciudad me recibí de maestro, estudié Realización Cinematográfica (en Avellaneda) y Edición (UBA) y me convertí primero en marido de Rosana y luego en el orgulloso papá de Martina y de Violeta”.

“De chico me encantaba que me contaran cuentos, disfrutaba enormemente cuando leía (y lo sigo disfrutando, claro) y, cada tanto, me inventaba mis propios personajes y aventuras. Así, un poco en homenaje a aquellas viejas historias me animé a contar las mías, que se publicaron en unos cuantos libros”.
—¿Cómo se construye la identidad lectora?
—Aunque parezca una perogrullada, se construye leyendo. Descubriendo, texto a texto, libro a libro, o revista a revista, lo que te gusta leer. Yo la construí con cuentos clásicos, con adaptaciones infantiles de clásicos, con los fascículos de Vida Animal, el Gráfico y las revistas de historietas de Patoruzú, Isidoro o El Tony, D’artagnan y Fantasía. Cada uno lo construye a su gusto, con lo que tiene a mano, con lo que le ofrecen. Supongo que es lo mismo que una identidad alimentaria: la hacés con lo que te dieron de comer, hasta que elegís solito, más tarde.
—¿Cree que un libro podría despertar el interés por leer?
—Claro. Es lo que suele ocurrir. El interés no lo va a producir el discurso de que “leer es bueno”, es la lectura lo que seduce. También puede ser de una revista, sobre todo porque pienso que los primeros intereses se construyen desde chico.

—De un hogar sin madre ni padre ni familiares lectores ¿puede surgir un ávido lector?
—Sí. Trabajé durante años con chicos en situación de calle, en hogares de día, centros transitorios, hogares permanentes. La mayoría no leía ávidamente, pero muchos se enganchaban con la lectura.
El docente puede cumplir el papel del que convida lectura, es más, en hogares con padres y madres no lectores, son las maestras y profes los que logran contagiar el gusto por la lectura.
—¿Qué es ser mediador de lectura? ¿Es algo ligado a la educación?
—En general sí, porque ese sitio lo ocupan mayormente los docentes. Pero puede hacer de mediador un amigo, un conocido, alguien que hace de puente, no necesariamente la maestra del grado o el profe.

—¿Recuerda su primer encuentro con libros?
—Tengo todavía en mi casa, medio estropeados, dos libros enormes, bellísimos, de la colección Cuentos Gigantes Sigmar, donde mi mamá anotó “Marito, 4-1-68″, yo tenía dos años recién cumplidos. Son Caperucita Roja y Las ardillitas mellizas. Todavía tienen un sitio de honor en mi biblioteca, después de que los rescaté de la de mis hijas. Según dice mi mamá, ella los leía y yo repetía al poco tiempo todo lo que decían.

Puede ser cierto, porque de Las ardillitas recuerdo hasta los primeros versos, lo mismo que el comienzo clásico de Caperucita.
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