Ocurre que muchas veces mientras habla un funcionario en un evento público que alguien interrumpe de un modo inesperado. Generalmente interpela a viva voz a las autoridades presentes, plantea una protesta o una denuncia. Cuando eso pasa todos se ponen en alerta. Mientras el presidente del Festival Internacional de Cine de Mar del Plata, Fernando Juan Lima, presentaba la película de cierre del evento, Madres paralelas de Pedro Almodóvar, en un palco aledaño al escenario una mujer se puso de pie y habló a viva voz, interrumpiéndolo. La primera reacción de Lima, y de quienes estábamos ahí, fue de incertidumbre. La sala del teatro Auditorium es muy grande, de esas que ya casi ni existen, así que las palabras de la mujer que se dirigía a las autoridades apenas se escuchaban en el resto de la sala. La mayoría se preguntaba cuál sería el reclamo, porque nadie dudaba de que se trataba de un reclamo.
Lejos de ser una protesta o denuncia, Clarisa, tal es el nombre de la mujer que se paró e interrumpió la presentación, se convirtió en uno de los momentos más luminosos y emotivos de todo el festival. Ella quería contarle a Lima, y todos los allí presentes, que junto a ella estaba una mujer que había estado en la primera edición de este festival en el año 1954 y que, con sus 90 años, sigue viniendo desde Bella Vista para ver películas. En ese momento la platea completa estalló en un largo aplauso para ella.
Elena Basez, nació el 30 de mayo de 1931 en el barrio de Saavedra en el seno de una familia de origen eslavo. Es viuda desde hace muchos años y, según ella misma comentó a Infobae Cultura, es independiente desde niña. “Vine ese primer festival, en 1954, estaba Perón con Gina Lollobrigida y hubo muchísimas películas. Y así sucesivamente seguí viniendo, hasta que cortaron el festival. Yo siempre venía sola, porque fui muy independiente desde niña. Siempre fui al cine aunque nadie me acompañara. Venía a Mar del Plata un mes entero, me alquilaba un departamentito y aprovechaba para comprarme ropa y zapatos y paseaba. No me quería acompañar nadie porque decían que era muy aburrido, a mí me gustaba ver muchas películas. Llevaba un paquete de galletitas en la cartera y ni almorzaba para no parar de ir al cine. Veía hasta cinco películas por día”.
Con sus 90 años vino nuevamente para aprovechar el festival durante los 10 días. Ha visto entre dos y tres películas diarias, todas las que se proyectaban en la sala del teatro Auditorium. La que más le gustó fue la georgiana ¿Qué es lo que vemos cuando miramos al cielo?. “En una época con mis amigas veníamos a Mar del Plata y en marzo nos íbamos a Pantalla Pinamar, otro festival que nos gustaba mucho”. Lamentablemente el cine interrumpió la breve charla y nosotros no podíamos más que entenderla. Estaba por comenzar una nueva función y Elena, que acababa de ver Madres paralelas, tenía que volver a entrar al cine para ver la siguiente función. Y allí fue vital, amable y alegre. Lo mejor de la cinefilia es eso, un amor que no termina y que no necesita ni vociferar ni hacerse ver.
Madres paralelas: memoria histórica, identidades y deseos
La primera vez que entrevisté a la gran escritora española Almudena Grandes, me dijo una frase que jamás olvidé: “El mío es el único país del mundo en el que ha habido una guerra entre unos fascistas y unos demócratas y todavía no está claro quiénes son los buenos”. La muerte siempre es impertinente y cuando que se va alguien que tiene la palabra justa, nos deja desorientados.
Comenzar a escribir sobre la última película de Pedro Almodóvar, que habla de memoria histórica en España tras el franquismo, en las mismas horas en que nos enteramos de la muerte de la escritora madrileña, me obliga a pensar en un diálogo imaginario entre las obras de ambos. Este azar me repite por enésima vez que la memoria es una construcción colectiva, un encuentro de historias, palabras, imágenes y peleas, que tejen una trama entre sí en algún lugar, más allá incluso de la imaginación de quienes las producen.
La frase de Almudena Grandes ilumina el momento crucial de la película de Almodóvar. En la cocina de Janis (Penélope Cruz) ella le cuenta a su amiga Ana (Milena Smit) que después de muchos años de lucha excavarán el lugar donde suponen que su bisabuelo y muchos hombres de su pueblo fueron enterrados, luego de haber sido detenidos ilegalmente por la dictadura encabezada por Franco. La joven Ana dirá que hay que mirar el futuro, como le explicó su padre. En esa escena comienza la segunda parte de la película. Janis le contesta que ella tiene que conocer la historia y la verdad. Porque sin verdad no hay historia, sin historia no hay memoria y sin memoria no hay identidad. Sin verdad y sin memoria da lo mismo un fascista que un demócrata.
Janis y Ana se conocieron en la maternidad, cuando ellas fueron a parir. Solteras ambas, con padres inexistentes o ausentes, la una cerca de los cuarenta, la otra apenas mayor de edad. Janis deseando a la hija, Ana no sabiendo que hará con ella.
Janis es bisnieta de un republicano asesinado, junto otros hombres de su pueblo, por una comisión militar. Fueron enterrados en un descampado en las afueras. En 2016 los jueces se negaban a promover la excavación del terreno extramuros, y el presidente Rajoy reducía a cero el presupuesto destinado a conocer la verdad histórica. Pidiendo ayuda para intentar avanzar en la búsqueda de manera particular, Janis conoció a Arturo, antropólogo forense que es el padre de su hija.
Madres paralelas habla de muchas madres en paralelo. Janis y Ana, que tienen dos hijas y llegan a sentir el amor por ambas y cuidarlas como propias. De sus madres, dejadas o violentadas, deseantes y deseadas, que resolvieron sus maternidades como pudieron. Y de la madre de la madre de Janis, que la crió y le traspasó el mandato de encontrar a su padre, el bisabuelo desaparecido, fotógrafo como Janis. Las madres, acá en todo el mundo, son las que luchan para conocer la verdad y recuperar la identidad, que se lega por generaciones. Ellas portan la verdad y ellas la buscan.
En esa traza de paralelas, también las identidades también se construyen en paralelo: la identidad genética, la identidad colectiva, la identidad de género. El quién soy es un quién somos. Se reconfigura a partir de verdades que se van descubriendo a lo largo de la película.
Almodóvar, como muy pocos aún, logra encontrar una relación profunda entre la identidad genética de cualquier persona y la memoria histórica. Porque cuando un personaje entiende que hay una verdad en ese informe de laboratorio que habla de un 99,999999% de probabilidad de que una persona sea madre de otra, comprende que saber la verdad sobre la identidad de un cuerpo en una fosa común es también una verdad propia.
Cada línea de diálogo, cada situación, cada decisión plástica está articulada con el resto de los elementos de la película. El tiempo es manejado con absoluta inteligencia, no hay urgencias, pero hay instantes en los que todo cambia. Porque la identidad y la búsqueda de la verdad es un proceso largo, pero todo se devela en un segundo. Ese segundo que cataliza años y décadas de silencios y mentiras. La historia, dirá Almodovar tomando una frase de Eduardo Galeano, siempre sale a la luz. “Por mucho que se la intente silenciar, la historia humana se niega a callarse la boca”, reza la cita que cierra la película.
El cineasta manchego no renuncia en absoluto a su propia tradición como realizador. Utiliza una paleta de colores donde cada uno adquiere un significado y en cada tiempo el rojo gana un lugar dominante. ¿Hay acaso una construcción de los legados en el uso de ese rojo potente?
Tampoco renuncia a la teatralidad y a las actuaciones cercanas al registro melodramático. Ni a sus actrices favoritas, ni a sus pasos de comedia, ni a las puertas que se abren y se cierran y siempre lo hacen por algo. No renuncia a la intimidad amorosa, ni a los miedos de los personajes. Almodóvar sabe que no hay héroes hechos de una sola pieza.
Mujeres paralelas cierra de una manera notable. Cuando todo parecía estar concluido, el último plano de la película, el mejor último plano que vi en mi vida, es absolutamente performático. La recreación de una imagen de la muerte pone en el presente continuo el delito de la desaparición y la supresión de la identidad. Esa imagen final es, de la mano genial de Almodóvar, un arma cargada de futuro.
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