Alejandro Dolina espera al final de la escalera. Su imagen icónica es inconfundible. Así como lo es su sonrisa y su timbre de voz. Es que Dolina ya tiene un sitio de privilegio dentro del campo cultural argentino. Y se trata de ese tipo de cultura popular a la que accedió montado en una máquina atemporal llamada La venganza será terrible, el programa de radio que ya lleva más de tres décadas en el aire y forma parte del inconsciente colectivo de varias generaciones. Sin embargo, todos lo saben, lo que él hace en la radio, y justamente por eso es conocido, excede los cercos del género puro y duro del dial para contaminarlo con la improvisación teatral, el espectáculo musical, una suerte de tertulia eterna y exquisita, la ocurrencia imprevisible, la pedagogía y divulgación de temas varios tanto científicos como históricos o literarios, entre otras cosas. Esta imposibilidad de etiquetarlo con precisión le permitió a Dolina atravesar el paso de los almanaques y llegar a un presente con una vigencia notable.
Saluda con energía. Esa misma energía que le permitió buscar y construir su propio espacio en distintos terrenos como la televisión (Bar del Infierno, Recordando el show de Alejandro Molina, entre otros), el cine (Las puertitas del Sr. López –hizo de Dios-, El día que Maradona conoció a Gardel), el teatro (El barrio del Ángel Gris, Teatro de medianoche), la opereta (Lo que me costó el amor de Laura) y la música (Radiocine, Tangos del Bar del Infierno). Ahora bien, a pesar de este recorrido único, su relación con la novela tuvo que esperar un tiempo para hacerse presente y florecer. A pesar de contar con varios best sellers como Las crónicas del Ángel Gris y El libro del fantasma, Alejandro Dolina se tomó su tiempo para escribir una novela y recién en el 2012 publicó Cartas marcadas. Un texto que buscaba confrontar con ese Dolina más reconocible para ingresar en una trama donde se podía encontrar intensidades diversas en relación a la sangre, el sexo y la brutalidad. Entonces, con Cartas marcadas Alejandro Dolina ampliaba su campo de batalla e intervención con un credo ético: la supervivencia del artista se da a partir de la traición de las expectativas de un público cautivo.
En ese sentido, la aparición de Notas al pie (Planeta), segunda y flamante novela, nos muestra –nuevamente- que Dolina ofrece sus ambiciones literarias a partir de la construcción de un dispositivo literario donde la ingeniería, la arquitectura y montaje del texto entran en conflicto con el argumento para arribar a una experiencia de lectura atractiva y seductora. La historia es así: el escritor Sergei Vidal Morozov fallece y deja una serie de historias que deben ser publicadas. Un trabajo que le encargan a Franco de Robertis, discípulo de Morozov. Lo que empieza siendo una típica publicación de cuentos póstumos con comentarios al pie termina siendo un texto intervenido que deviene en la usurpación enloquecida de un espacio textual. Nuevamente, no es la estrella de la radio nocturna quien escribe esta novela, es una voz totalmente distinta. No es traidor el que avisa.
Dolina ofrece la mesa del living de su hogar para poder dialogar.
—¿Hay algo de experiencias colectivas en Notas al pie?
—En todos los libros, por la forma en que yo trabajo, hay un poco de experiencia colectiva. Luego, yo manejo los hilos. Me ayudan, principalmente, mis hijos que son artistas. Alejandro es músico, Martín también es músico pero él ha colaborado mucho conmigo en la novela Cartas marcadas. Nos sentábamos juntos a trabajar en serio. Estaba previsto como algo en colaboración y en la editorial prefirieron que apareciera yo solo en la tapa. Trabajó especialmente en la aportación de estructuras. Él estudió cine y tiene una mente muy cinematográfica, aportó recursos del cine. Y en esta novela también ocurre lo mismo: está mi amigo y compañero Nico Tolcachier que me aportaba datos históricos sobre libros intervenidos. Además, conversamos muchísimo acerca de esta situación de un doble o triple autor de la obra. Es decir, el tipo que escribe los cuentos, el tipo que hace las notas de los cuentos y atrás el autor que también de algún modo está contando su historia. Y después, otros amigos que también me han traído algún consejo o alguna refutación. Aún así, como todo libro, sale demasiado pronto, le hubieran faltado miles de correcciones más. Pero en algún momento hay que dejar de corregir y publicar.
—¿Qué sucede en esos periodos de tiempo entre un texto y otro? Más allá que sean largos o cortos según se mire.
—Yo creo que hay unos procedimientos mentales muy distintos en el tipo que escribe que en el tipo que hace la radio. La radio es un ejercicio de ocurrencias súbitas, recuerdo instantáneos de cosas que ya se me ocurrieron antes o que se le ocurrieron antes a otro tipo y casi que la única gracia que tiene el ejercicio radial es esa inmediatez. Es plantear un problema y resolverlo inmediatamente, no siempre de la mejor forma. En la novela funcionan procedimientos mentales tan diferentes que es como si pertenecieran a otro señor. Ahí hay primero una lentitud de las ocurrencias porque ya no es lícito apropiarse de las ocurrencias de otro. En principio, todo el libro escrito por mí me parece inviable. Empiezo a trabajar y escribo dos páginas en dos días y digo “esto no se puede si yo aspiro a escribir un libro de 500 páginas, no lo voy a terminar nunca”. Además, esos dos días fueron entre 20 que no trabajé, que no hice nada. Cada vez que saco la cuenta pienso que no me va alcanzar la vida. Después está la metodología de trabajo que tiene mucho de retroceso, avanzar y darse cuenta que ese camino no es muy bueno, o es bueno pero hay que corregirlo, escribirlo distinto. Tanto me pasa que mientras voy escribiendo el libro me voy olvidando de las decisiones que tomé. A veces tengo que volver a leer el libro para ver si en realidad puse o escribí determinada escena o si la borré o si la cambié. Me cuesta mucho. Yo no creo que tampoco se trate de inventar una historia ingeniosa.
—Vos dictás el texto. ¿Eso influye en esta prosa que nos llega?
—Sí, influye y es pensado para eso. Solía decirlo en forma de chiste hasta que me di cuenta que era verdad: cuanta más dificultad física implica la escritura el estilo se vuelve más mezquino. A mí me gusta mucho escribir a mano. Pero había cosas que no escribía porque me dolía la mano, me cansaba. Entonces dejaba de contar algunas cosas y seguía adelante. También me empezó a gustar el dictado porque hay otra persona adelante. En el que toma el dictado uno personifica al que lo va a leer y tiene un pudor que quizás no tiene si está solo; y el pudor es necesario.
—¿Tenías ganas de generar estas tensiones entre los géneros que presenta la novela? Incluso pensando en un genero, digamos, marginal como el de la nota al pie metiéndose en el texto central.
—La nota al pie ya tiene una existencia de siglos, pero a mí me pareció también que esa era una enseñanza que yo de algún modo extraje del teatro contemporáneo que es que hay que romper un poco el texto y el plan, hay que conspirar un poco contra el plan clásico. Uno mismo debe ponerse en un entredicho y armar esa indecisión respecto del género. ¿Qué es esto? ¿Un libro de cuentos? ¿Un libro de notas eruditas? ¿Una novela? ¿El soliloquio de un loco? ¿O es un ejercicio de estilo en donde muchas veces las cosas parecen no tener mucho sentido? Por lo menos hay una perturbación profesional del relato. A mí me gusta romper un poquito, que no esté tan claro el asunto. Me parece casi una necesidad de la escritura contemporánea.
—La novela también puede ser vista como un duelo entre maestro y el alumno y a ver si se pueden superar.
—Algo hay y no está muy expresado. Pero lo que es evidente de Roberti es que ama a Morozov, lo quiere pero al mismo tiempo lo odia, lo calumnia, lo envidia. Así somos nosotros con nuestros maestros, con nuestros padres. Nunca está dicho en estos términos pero aparece, cuenta cosas para hablar mal de Morozov. Sin embargo, las cuenta de una manera que hay fascinación.
—Hay muchos debates entre lo que plantea el texto principal y lo que corrige y advierte la nota al pie. Como si fuera una búsqueda de cierta verdad.
—Sí, claro. Lo que es cierto, lo que sé, lo que opino, lo que no opino, lo que creo que opino y al final no opino, bueno, eso es extraordinario. Hay una mezcla que nunca se confiesa, muchas veces uno no está seguro, no ya de lo que opina, sino de lo que siente.
—¿Cómo fuiste regulando la locura progresiva de las notas al pie?
—Eso se fue dando sin que yo me diera cuenta que había una o dos voces, por lo menos, que estaba manejando. Eso me ayudó incluso a compilar el libro y después a refinar esa aparente diferencia o diferencias reales que hay entre el principio y el final del libro pero ya estaban ocurriendo sin que yo las planeara.
—¿Cómo se arma eso?
—Yo ponía papeles en un cuaderno cuyas hojas arrancaba a menudo para ponerlas en el lugar que aparentemente les correspondía y hasta el último día estuve haciendo ese trabajo; y así lo di por terminado al libro. En cierta ocasión a mis hijos le dije “esto me parece que puede ser”; “estás loco”, me dijeron. Yo no lo había revisado muy bien y me habían quedado cosas que van adelante y otras atrás. Ponele, personajes que ya habían muerto y aparecían vivos después. Estaba mal hecho el montaje y, bueno, vamos a empezar de nuevo. Eso me obligó a escribir nuevos capítulos.
—¿Es liberador o complejo crear tu propio universo literario?
—Yo no soy un erudito pero de tanto andar entre malandras, decía Gardel, termina uno por hacerse baquiano. Digamos que a lo largo de mi vida he juntado muchas figuritas, la mayoría de ellas inservibles y a veces en los libros aparecen. Pero no es que yo sea ni un lector organizado ni que haya cursado muchos estudios. Tengo estudios terciarios incompletos, pero tuve que seguir estudiando un poco por la radio y se fue gestando una erudición de pizzería. Y si uno la gestiona con un mínimo de elegancia puede llegar a parecer que uno es un hombre de cierta sabiduría. Pero no es mi caso.
—¿Sos muy autocritico con lo que escribís?
—A mí no me gusta mucho en general lo que escribo. Yo leo mucho mejor de lo que escribo y eso es fatal. Me digo: “esto no está mal pero yo he leído cosas que estaban mucho mejor”. Decir que uno es autocritico también es una forma de soberbia. No sé si soy muy autocritico. Por la cantidad de cosas que deshecho debo ser más autocritico que complaciente.
—¿Sentís que con tu literatura y tus ficciones tenés que correrte del que sos en la radio?
—Hay que correrse de la radio, sí. Ese peligro no lo corro porque es evidente que éste parece otro tipo, lo cual me asusta un poco desde el punto de vista psicológico. Hay que correrse también del humorismo, de hacer de un recurso una profesión. Es demasiado, como si se especializaran solo en un recurso. “Escribiré siempre con ese recurso”, decía Sor Juana Inés, y lo decía acerca del amor. El amor es como la sal: dañan su falta y su sobra. Y el humor también, si no hay humor uno siente que todo es árido, pero si a cada rato el tipo va a poner un chiste, se hace pesado.
—Ocupás un lugar relevante en la cultura argentina. ¿Te interesa un espacio en la literatura argentina?
—Me interesa pero es evidente que no lo he logrado. Yo lo hago con mucho cuidado y quiero que el libro se venda mucho y que sea bien considerado. En algunos casos lo logro, en otros no. Esto es evidente para mí. Hay algún sector de los buenos lectores que hay en la Argentina que no toman en consideración estos libros. No sé por qué será. No es que lo toman en mala consideración, que los consideran mal, no, no los consideran, no forma parte de sus intereses. Me gustaría que esos tipos se interesaran. Yo que puedo hacer más que escribir el libro, algunos también me han tomado en consideración más de lo que yo esperaba. Cuando uno se cruza con alguien que ha leído el libro y lo ha leído bien y ha perdido un poco de su tiempo, uno siente que no está solo. Eso es un puente que se ha establecido, pero son puentes que duran poco.
—¿Qué se aprende en la escritura de un libro así?
—Es necesario aprender, no es que uno aprenda, como dicen por ahí, de los niños. Uno aprende de los libros y de los que saben y durante la escritura de un libro yo leo más que nunca. Como lo que he leído del libro intervenido y entonces uno sale un poco más sabio. No tanto escribiendo el libro, sino revisando las bibliotecas que hay que revisar para escribir. Uno tiene que ver los libros parecidos que se han escrito, eso te esclarece algún punto oscuro desde los argumentos. Creo que para descubrir las estructuras, a qué lógica obedece, qué queremos hacer, qué objeto queremos diseñar es importante leer. Se puede, incluso, encontrar inspiración en la ciencia, y yo últimamente estoy leyendo mucha divulgación. Encuentro ahí estructuras novedosas que ayudan en el concepto general del libro. La estructura de este libro no es del todo usual.
—En un momento del libro tu personaje habla de “saberlo todo”, de “la vejez” y del “olvido”. ¿Cómo te llevas con estos tres conceptos?
—Uno quiere saberlo todo, claro, esa es la primera frustración intelectual que uno siente cuando es chico y se da cuenta que hay tanto por saber y hay tanto que nadie sabe que no alcanzan las eternidades para saciar esa sed que uno tiene. Esas eran preguntas a mi madre docente que tal vez también padecía esa angustia que yo empecé a padecer en esos años. El deseo de ser todos, de vivir todas las vidas, de vivir para siempre. La vejez es un prolegómeno de la muerte, el verdadero enemigo. La vejez tiene lo suyo y lo dice uno que, por suerte, no ha abandonado ninguno de los hábitos de la juventud solamente porque tiene la suerte de que la salud lo acompaña. Pero a la vuelta de la esquina aparecen los achaques, aparece la disminución de todas las actividades que uno amó y que uno ama. La vejez tiene que ver con la decrepitud, con el pésimo funcionamiento, siendo la antesala de la muerte. Algunos aman el olvido y se puede concebir desde un punto de vista filosófico. Que uno prefiera el olvido al perdón o resulte más cómodo, quizás, que el olvido sea la única manera de egresar de algunas obsesiones, de algunas tristezas, de algunas locuras. Hay ciertos males del espíritu que solo tienen una puerta de salida que es el olvido. En ese sentido, yo puedo entender que haya mucha gente que haga un elogio del olvido. El olvido es un socio de la muerte. Decir que uno muere realmente cuando muera la última persona que lo ha conocido nos está diciendo que la muerte es el olvido, no solo socio. El olvido es la muerte o, mejor, que la muerte es el olvido. Yo que estoy en el gremio de los que odian la muerte también odio el olvido y la vejez con todas sus consecuencias.
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