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ALMORZANDO CON MANUEL BELGRANO
La estampida del cañón retumbó en la plaza para anunciar el momento solemne. Amanecía el 28 de junio de 1806 cuando en una ceremonia de estricto rigor, la bandera inglesa fue izada en el fuerte de Buenos Aires. De esta manera, daba comienzo la ocupación formal de la capital del vasto territorio adjudicado al virreinato del Río de la Plata.
Durante seis semanas, la ciudad fue anexada a la corona de Inglaterra. La estadía fue breve, pero dejó honda huella en las costumbres locales. Por ejemplo, el brindis. Los porteños lo adoptaron de inmediato. Ese gesto originó una necesidad que hasta entonces no se había tenido en cuenta: que todos los mayores tuvieran su propio vaso o copa. A nadie extrañaba, antes de las invasiones, que un matrimonio bebiera del mismo vaso. Pero a partir de las formas británicas, fue abandonándose la vieja práctica, para dar lugar al uso individual de los elementos de la vajilla.
En el transcurso de esas semanas, los invasores también se abrieron al conocimiento de lo novedoso. No solo descubrieron las comidas y los sabores del virreinato, sino también las costumbres criollas y españolas.
El oficial británico Alexander Gillespie fue invitado a un almuerzo en casa de un capitán de Ingenieros. Para los ingleses, cualquier actividad social era bienvenida, ya que parte de su estrategia consistía en ganar amigos en la ce rrada sociedad de Buenos Aires. El joven oficial concurrió al almuerzo, donde le fue presentado Manuel Belgrano, quien hablaba muy bien inglés.
De la comida participaron el anfitrión, su esposa, Gillespie y Belgrano. Se ubicaron en una mesa larga, sin amontonarse. Al contrario, todos a distancia prudencial de los otros.
El servicio, realizado por parientes, se encargó de presentar los “veinticuatromanjares”, de acuerdo con la contabilidad del invitado extranjero. La narración de Gillespie nos permite saber qué consumieron: “primero sopa y caldo, y sucesivamente patos, pavos, y todas las cosas que se producían en el país, con una gran fuente de pescado al final”.
En siguientes páginas, el invitado inglés especificó algo más acerca de las sopas, “que tiene un almodrote con pedacitos de cerdo, carne, porotos y numerosas legumbres”, mientras que otra se presenta con “huevos, pan y espinaca con tiras de carne”. Lo que nos permite inferir que eran guisos. También menciona “carne asada en tiras” y nosotros agregamos que no se trataba de asado de tira, aún inexistente en aquel tiempo, sino cortes sin hueso. En cuanto al pescado del final, aclaró que era habitual que fuera servido “nadando en aceite, perfumado con ajo”. Destacó, como un dato simpático, el chocolate caliente y los bollitos dulces para el final de la reunión.
Retomando, el comensal había enumerado, aunque sin suficiente profundidad, la secuencia de un típico almuerzo de la época, que se dividía en los siguientes bloques.
1) Bocados: es probable que, aunque no figure en las menciones, hayan consumido aceitunas, queso, algún escabeche o pescaditos, como era costumbre.
2) Entradas: sopa y guisos.
3) Entremés: carnes livianas (ciertas preparaciones de pescados y aves).
4) Principal: carnes rojas.
5) Nuevo entremés: pescado.
6) Postre: chocolate o café, con bollos o tortitas.
Respecto del pescado, diremos que era un necesario plato intermedio entre una comida fuerte y el postre, es decir, una escala que permitía bajar el nivel de la acción gástrica en forma paulatina. El de esta mesa podía ser una merluza que se asaba para luego enfriarla y darle un baño de aceite freído con ajos. Si habláramos de un abadejo, podríamos recurrir al Nuevo arte de cocina sacado de la experiencia económica, recetario madrileño escrito por el fraile franciscano Juan de Altamiras en 1758, y copiar sus recomendaciones:
Abadejo
Lo pondrás a cocer; cuando haya dado un hervor, espúmalo y quítale aquella agua; tendrás pan tostado en remojo en agua y vinagre, luego lo escurrirás, lo picarás en el mortero con unos ajos, varias especias y un buen puñado de perejil; el aceite que llevará este abadejo ha de ser con ajos fritos; desatarás la salsa con agua fría, mézclalo todo sobre el abadejo, lo pondrás a que dé un hervor y lo sazonarás con sal.
Ya volveremos a la mesa porteña, pero antes nos trasladamos a Montevideo, para conocer otro encuentro gastronómico. Figura en el Diario de un soldado del 71º Regimiento de Glasgow. De su autor, solo se sabe su nombre de pila: Thomas. Junto con un compañero, concurrieron a un almuerzo en el convento de los franciscanos de Montevideo. Se extendió entre las cuatro y las siete de la tarde, y así lo evocó el cronista:
Se sirvieron por lo menos treinta comidas distintas, o más bien diferentes platos, que hacían su aparición de a uno por vez. A la entrada de cada uno de ellos, un grito de regocijo recorría la mesa. Aunque ya definitivamente atiborrados a la tercera fuente, mi amigo y yo nos sentimos obligados a comer, o al menos a degustar, cada uno de los platos. De nada valían nuestras excusas y ni por asomo querían escuchar alguna protesta. Me siento, sin embargo, obligado a reconocer que la repostería era excelente (…).
Entre la variedad de otros platos exquisitos, un inmenso cerdo a las brasas que había sido completamente deshuesado y especias y otros compuestos aromáticos, cuya naturaleza no pude, por no ser un sibarita, ser capaz de adivinar.
El segundo lugar de excelencia lo ocupaba un armadillo o mamón con armadura, estimado por los comensales como plato de gran lujo; y otro, llamado carne con cuero, o sea costillas de carne asadas con el cuero y los pelos del animal, que según algunos sobrepasa en delicadeza a todas las otras invenciones humanas.
Los monjes tenían vinos de diferentes clases, a los que hacían sin duda justicia. Después que se quitó el mantel, lo que no ocurrió hasta cerca de las siete, el espíritu de estos santos hombres comenzó a elevarse y sus ojos a brillar al brioso paso de la botella. En el recinto que comunicaba con el comedor apareció un músico que nos obsequió con varias canciones que acompañaba con su guitarra, haciendo dúo con un miembro de la congregación que tenía muy buena voz. Toda la fraternidad reunida a la mesa se sumó escandalosamente al coro. Para agasajar a los huéspedes se tocó la melodía “Dios salve al rey”.
El vino y la música también estuvieron presentes en la mesa de Buenos Aires. Contó Gillespie:
Los vinos de San Juan y Mendoza se hicieron circular libremente —luego contaría que las mujeres solo bebían agua—, y mientras gozábamos de nuestros cigarros, la dueña de casa, con otras dos damas que entraron, nos entretuvieron con algunas simpáticas tonadas inglesas y españolas en la guitarra, acompañadas por las voces femeninas. Comimos a las dos y la reunión se deshizo para tomar la siesta a las cuatro en punto.
El horario no era una excepción. Los ingleses tenían la costumbre de almorzar más temprano, pero las familias acomodadas de Buenos Aires lo hacían más hacia la tarde. A las cinco se retomaban las actividades, luego de la siesta.
Especulamos que el anfitrión pudo haber sido el ingeniero Pedro Antonio Cerviño, casado con Bárbara de Barquin y de estrecha amistad con Belgrano. Aquel encuentro tuvo lugar en los primeros días de la invasión, ya que luego el futuro creador de la Bandera optó por alejarse furtivamente de Buenos Aires para no verse obligado a jurar fidelidad a la corona inglesa.
Sin desmerecer a los otros comensales, podemos afirmar que este fue uno de los almuerzos de Belgrano, improvisado traductor de un oficial inglés y de otro español, en 1806.
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