Es politóloga, periodista, cineasta, ensayista, militante feminista y lesbiana. La francesa Caroline Fourest (1975) parece ir a contramano de lo que nos pasa a la mayoría de los humanos en tiempos de polarización y radicalización de extremos: se atreve a pensar y también a discutir en terrenos pantanosos vinculados a los derechos de las minorías, un espacio en el que se siente segura porque se reconoce parte de la izquierda igualitaria que luchó por años para convocar a una mesa más amplia en la que pudieran caber todos, sin distinción. Una pelea tenaz por los derechos de los diferentes colectivos imaginando un presente y un futuro en el que no hubiera ni preeminencia del patriarcado ni de la raza blanca como tampoco de la sexualidad tradicional o binaria.
Fourest entiende que en el camino algo falló y que la búsqueda de esa izquierda libertaria e irreverente, en su caso encarnada por los influyentes periodistas, ilustradores y humoristas de la revista Charlie Hebdo -uno de sus espacios favoritos para escribir y opinar- hoy se ve atropellada por una nueva clase de movimiento antirracista representado por una izquierda radical, identitaria y solemne que privilegia el origen y la identidad por encima del humanismo y la igualdad. En su libro Generación ofendida, publicado por Del Zorzal y que se lee de un tirón mientras se subraya alguna frase en cada página, Fourest, encendida militante en contra del integrismo islámico que terminó con la vida de sus amigos y colegas en el cruento atentado del 7 de enero de 2015, elige dar de lleno la discusión contra lo que llama la “tiranía de la ofensa” -en la que suelen prenderse con facilidad los millenials- y desarticular los argumentos de aquellos que viven víctimas de una indignación y victimización permanente que, según dice, “tiende a acallar otras voces y no precisamente la de los dominantes”.
“Mientras la izquierda deserte el combate por la libertad por miedo a que suba el racismo, le hará el juego a la derecha identitaria y entonces el racismo aumentará”, asegura Fouret, quien gentilmente accedió a responder un cuestionario de Infobae Cultura vía email. En esta misma entrevista, la intelectual francesa sigue defendiendo el derecho a cuestionar todo, incluso las religiones (”La religión no es una identidad, es una idea. Criticarla es sano para la democracia”), se resiste a pensar que por pertenecer a una minoría ciertas violencias son mayores que la misma violencia ejercida sobre personas blancas (”pareciera que hoy es `más grave’ ser violada según el color de piel. Es grave para todas las mujeres”) e insiste en regresar al punto de partida en el cual la izquierda igualitaria y el feminismo consiguieron derribar prejuicios y violencias de todo tipo y adquirir derechos porque hoy el pensamiento dominante es de “policía del pensamiento”, un conjunto de ideas que termina, según Fouret, atentando contra el propio objetivo por “un discurso que se dedicó a echar culpa por ser blancos en lugar de convencerlos de volverse sus aliados contra el racismo anti-negros”.
Estas son algunas de las frases centrales del libro, que propone una disección de las ideas que hay detrás de los argumentos de cancelación y apropiación cultural, que para muchos es incendiario y para otros, revelador:
Antaño, la censura venía de la derecha conservadora y moralista. Ahora, brota de la izquierda. O, mejor dicho, de cierta izquierda, moralista e identitaria, que abandona el espíritu libertario y se la pasa lanzando anatemas o edictos contra intelectuales, actrices, cantantes, obras de teatro o películas. ¡Si al menos se alzara contra los verdaderos peligros, la extrema derecha y el repunte del deseo de dominación cultural! Pero no. Polemiza por nada, vocifera y se enfurece contra celebridades, obras y artistas.
(...)
Ayer, los minoritarios peleaban juntos contra las desigualdades y la dominación patriarcal. Hoy, pelean por saber si el feminismo es “blanco” o “negro”. La lucha de “razas” ha suplantado la lucha de clases. “¿Desde dónde hablas, camarada?”. Esta frase, que se enunciaba para hacer sentir culpable al otro en función de la clase social, ha mutado en control de identidad: “¡Dime cuál es tu origen y te diré si puedes hablar!”.
Lejos de impugnarlas, la izquierda identitaria valida las categorías que priorizan el componente étnico, propias de la derecha supremacista, y se encierra en ellas. En lugar de buscar un carácter mixto y mestizo, fracciona nuestras vidas y nuestros debates entre “racializados” y “no racializados”, enfrenta a las identidades unas contra otras, termina colocando a las minorías en competencia. En lugar de inspirar un nuevo imaginario, renovado y más diverso, censura. El resultado es visible: un campo intelectual y cultural en ruinas. Que beneficia a los nostálgicos de la dominación.
(...)
Los radicales a menudo son seres que no tienen la paciencia o la fuerza necesaria para cambiar a los demás. Antes que admitirlo, lo cual sería conmovedor, prefieren creerse más subversivos. (...) El separatismo nunca lleva a ninguna parte. Puede servir de terapia personal, con el objeto de reconstruirse y soportar mejor la adversidad. No es una política y jamás lo será. (...) El combate por la diversidad a veces llega a servir para ocultar la renuncia al combate más ambicioso por la igualdad.
(...)
Las sociedades del honor alimentaban el heroísmo, a costa de un virilismo guerrero. Las sociedades contemporáneas han colocado el estatus de víctima en lo alto del podio. Por buenos motivos. Invertir la relación de fuerzas, derrocar las dominaciones, tener en cuenta a los más débiles. El exceso comienza cuando la victimización tiende a acallar otras voces y no precisamente la de los dominantes.
Las víctimas de violación, hostigamiento, genocidio, racismo, homofobia o transfobia merecen nuestra atención, que las escuchemos y saquemos las conclusiones del caso para desterrar los mecanismos que trituran nuestros vínculos. Muy distinto es que los oportunistas se aprovechen de la compasión para abrir una oficina de quejas permanente, donde se indignan por todo y por nada, sin ver las cosas con perspectiva, simplemente para tener un kiosco y existir en los medios. Las más de las veces con el fin de destronar a un contrincante.
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— El centro de su libro tiene que ver con lo que llama “la tiranía de la ofensa” y la apropiación cultural que, según un escritor citado en su libro, sería algo así como “una versión secularizada de la blasfemia”. ¿Cuándo y por qué se decidió a escribir un libro como Generación ofendida?
— Precisamente, después de escribir un libro dedicado a defender el derecho a la blasfemia, mis amigos de Charlie Hebdo, donde fui periodista durante el asunto de las caricaturas de Mahoma, acababan de ser asesinados. Dedicamos más de quince años a explicarle a la juventud la diferencia entre reírse de la religión y de los fanáticos (lo cual remite a la libertad de expresión, legítima y necesaria) e incitar al odio hacia los musulmanes (que remite al racismo). A muchos millenials les cuesta identificar estos matices. Asimismo, están convencidos de que un guiño a otras culturas –como cuando Katie Perry se hace rastas o cuando Pharell Wiliiam posa en una foto con un peinado amerindio- es un drama, es apropiarse de la cultura del otro, algo que consideran un hecho racista y por lo cual merecen ser linchados en la plaza pública. Todo esto daña a la libertad de creación y a la misma diversidad.
—¿Por qué cree que son justamente los más jóvenes los más sensibles a las “ofensas” que usted trata en su trabajo y los más dispuestos al trabajo de inquisición cultural?
—Esto no concierne únicamente a los más jóvenes porque se trata de una visión que tienen los profesores que están en los cuarenta y que enseñan en las universidades estadounidenses más importantes (por lo general en el seno de los “estudios poscoloniales”). Pero esta nueva visión del antirracismo, muy comunitarista y esencialista, prende sobre todo y espontáneamente entre los más jóvenes, más fáciles de influenciar o de culpabilizar que la gente más grande. Para esta generación que creció con las redes sociales, todo discurso que “ofende” a una comunidad tiene que ser censurado o ser perseguido por una manada hasta que sea retirado o hasta que el autor se haya disculpado. Si no, será “cancelado” como ellos suelen decir. Se irritan por cuestiones bastante insignificantes y despliegan una energía vengativa bastante desproporcionada con relación al “pecado” reprochado. Nos reencontramos con el espíritu inquisidor que favorece el hábito de participar de manadas y con una influencia estadounidense puritana que aflora bajo la máscara del antirracismo.
—¿Advierte un cambio general de cosmovisión acerca de la libertad de expresión y libertad de creación? ¿A qué lo adjudica? ¿El multiculturalismo fue una ilusión pasajera?
—Lo multicultural es una realidad, la de nuestras vidas mezcladas, globalizadas, interconectadas. Pero existen varias maneras de arbitrar esta interconexión cultural. El multiculturalismo a lo anglosajón busca un pacto que consiste en respetar a cada uno, a condición de que esté estático en una parte de su identidad. Es el discurso de la tolerancia, de la inclusión, lleno de buenas intenciones, pero muy simplista en realidad. ¿Qué hacemos cuando integristas surgidos de una minoría (islamistas o judíos ultraortodoxos) quieren quemar homosexuales o matar a dibujantes ateos? ¿Lo toleramos? El universalismo en el que creo busca educar para que cada uno pueda afirmar, autoenunciar su propia identidad, sin congelarla y, sobre todo, sin censurar al otro porque piensa distinto. Esto supone luchar a la vez por la igualdad, contra el racismo y los discursos de odio hacia las identidades. Pero también por la libertad de expresión, si hay que criticar una idea como la religión. La religión no es una identidad, es una idea. Criticarla es sano para la democracia y mantener en vida a la secularización es lo que nos permite vivir juntos a integristas y modernistas.
—¿Cuál es su opinión acerca de la llamada interseccionalidad? ¿Cree que en la pelea por los derechos de las mujeres hay derechos que están por encima de otros? En su libro, en cierto momento dice que “ha llegado a pasar que los antirracistas ordenen a las feministas cerrar la boca” en nombre de la interseccionalidad...
—Creo, evidentemente, en la articulación entre las luchas antirracistas y feministas. Incluso creé para eso una revista, hace ya treinta años. Pero la interseccionalidad, tal como la había teorizado Kimberlé Crenshaw, naufragó. Hoy ya no se trata solamente de reconocer que se puede ser víctima en un grupo y verdugo en otro. En razón de la potencia universitaria de los estudios poscoloniales y de la centralidad de la cuestión negra en Estados Unidos, militantes antirracistas le piden al feminismo que no denuncie el sexismo si existe el riesgo de halagar al racismo. Nos encontramos entonces, por ejemplo, con jóvenes feministas interseccionales convencidas de que el MLF (Mouvement des liberation des femmes/ Movimiento de liberación de las mujeres) era un movimiento blanco y burgués que no se ocupó nunca de otras discriminaciones. Eso es falso, era internacionalista y muchas grandes feministas habían participado del movimiento de los derechos civiles. Las jóvenes interseccionales desertaron, por ejemplo, de las luchas contra el velo en el cuerpo de las mujeres o las ablaciones genitales. Es incluso peor: acusan de racistas a los que luchan contra las tradiciones misóginas y apoyan a los integristas o a los tradicionalistas. Tuve que escuchar a una joven estudiante de “estudios feministas” inscripta en una gran universidad explicarme que ser violada es más grave para una mujer negra que para una mujer blanca. Cuando peleé, hace treinta años, porque hubiera estudios feministas en las universidades, era para fortalecer la inteligencia frente a los mecanismos de dominación, no al revés. La realidad es que es más fácil huir de un marido violento o golpeador si se tiene autonomía financiera y un cierto confort material que permitan recuperarse y curarse. Pero no: pareciera que hoy es “más grave” ser violada según el color de piel. Es grave para todas las mujeres.
—En algún momento escribe que “el combate por la diversidad a veces llega a servir para ocultar la renuncia al combate más ambicioso por la igualdad”. Uno de los puntos más interesantes de su reflexión tiene que ver con la idea de que lo identitario y el supuesto cuidado por el respeto de esa identidad hoy aparece con más fuerza que la búsqueda de igualdad. ¿A qué lo atribuye?
—Lo identitario no es lo igualitario. Si exigís “un lugar en la mesa” en nombre de tu identidad, estás en realidad reclamando un lugar para vos sola o para “los tuyos”, generalmente pidiendo el lugar de otro. Es lo que hacen las feministas llamadas “racializadas” cuando invitan a callarse a otras feministas, sólo porque estas no están “racializadas”. Pretenden simplemente reemplazarlas, incluso cuando acaban de llegar y no llevaron adelante ningún combate que permitiera hacer retroceder la dominación masculina. El procedimiento igualitario es más generoso. Luchamos porque la mesa sea más grande y que haya lugar para todos. Y no nos fue tan mal, si constatamos los progresos del feminismo y del antirracismo en las democracias avanzadas. Mi miedo es que, en lugar de continuar este esfuerzo, jóvenes oportunistas aprovechen el hecho de que el antirracismo y el feminismo se hayan convertido por fin en ideas compartidas – e incluso desde #MeToo en instrumentos de poder- para instrumentalizarlo para fines más personales que colectivos. Es lo que ocurrió en Estados Unidos con Trump. Trump sedujo a las clases medias blancas, excluidas del discurso Woke, tan elitista. Un discurso que se dedicó a echar culpa por ser blancos en lugar de convencerlos de volverse sus aliados contra el racismo anti-negros. No se ganan aliados rebajando a la gente por sólo hecho de ser blanca. Hay que aterrorizar a los racistas y a los violadores, no a los hombres ni a los blancos.
—Hay una frase muy fuerte, cuando dice “No es el ‘arte degenerado’ de los nazis, sino un arte censurado en nombre de la genética”. Me gustaría preguntarle por esa idea.
—La cultura de la cancelación de cierta izquierda Woke (N. de la R.: así se denomina a la gente que supuestamente despertó y está consciente y vigilante de aquello que está mal en términos de la defensa de las minorías)llegó hasta a desprogramar exposiciones y obras de teatro antirracistas por el hecho de haber sido imaginadas por artistas blancos. Una pintora estadounidense, Dana Shultz, quiso sensibilizar frente al racismo contra los negros, pintando un cuadro en homenaje a la famosa foto de 1955 que mostraba un ataúd abierto sobre la cara de un joven negro de 14 años matado a palos por racistas. Su madre había querido que el ataúd quedara abierto para mostrar al mundo lo que el racismo podía hacer. Esta pintora, antirracista, pintó un cuadro, Open Casket, para reavivar esta memoria y continuar con lo que aquella madre había querido mostrar. Pero artistas negros protestaron y lograron que se retirara la obra… simplemente porque Dana Shultz es blanca. Es insensato y racista, en realidad. Lo mismo ocurrió cuando un editor holandés renunció a hacer traducir a Amanda Gorman, la joven poeta negra que recitó sus versos en la asunción de Joe Biden. Ella misma había aprobado a una joven traductora no binaria holandesa. Pero jóvenes identitarios salidos de ninguna parte protestaron porque esta joven feminista no binaria no tenía el mismo color de piel que Amanda Gorman. ¡Es escalofriante esta visión del mundo!
—Hay trabajos muy interesantes que analizan en simultáneo los cambios de los liderazgos políticos y el cambio de era en materia cultural en el mundo, en tiempos de gran polarización. ¿La libertad hoy es una bandera de la derecha?
—Es la impresión que puede dar gracias a una izquierda identitaria y sectaria que le hace este regalo. Y, sin dudas, la razón por la cual las derechas, ellas mismas muy identitarias, empiezan a subir en todas partes. Las izquierdas libertarias, aferradas a la vez a la igualdad y a la libertad, tienen que hacerse escuchar nuevamente. En Francia tenemos la suerte de tener una izquierda Charlie que pagó el precio que pagó para defender a esta libertad, pero a la que le falta representación política, por el momento. Mientras la izquierda deserte el combate por la libertad por miedo a que suba el racismo, le hará el juego a la derecha identitaria y entonces el racismo aumentará. Es un círculo infernal que hay que tener el coraje de desarticular.
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