En 2016 Internet dejó de ser un vehículo de luz para transformarse definitivamente en un vehículo de oscuridad. Fue por entonces cuando las principales empresas de redes sociales comenzaron a reconocer hasta qué punto estaban mal equipadas para manejar las inmensas y nuevas responsabilidades por la preservación de la democracia y la sociedad civil que habían caído sin querer en sus manos. Fue también por entonces cuando la suerte de “guerra híbrida” que se libraba en gran medida a través de Internet ingresó en la conciencia pública como una nueva realidad y un problema creciente. Las agencias de espionaje ruso ya se habían infiltrado de lleno en la actividad aparentemente lúdica de crear memes oscuros y siniestros. Parte de la intervención rusa en las elecciones estadounidenses incluyó la difusión de anuncios que ensanchaban el espectro político a través de Facebook: algunos apoyaban a Black Lives Matter contra la brutalidad policial; otros apoyaban a “Blue Lives Matter” defendiendo la valentía de los agentes policiales que se habían interpuesto entre las víctimas y el peligro que las acechaba. Algunos apoyaban las medidas enérgicas contra la inmigración ilegal, mientras que otros promovían los derechos de la comunidad LGBT, incluido un meme que invitaba a los usuarios de redes sociales a colorear una versión musculosa de Bernie Sanders en la playa.
¿En qué consistió exactamente la estrategia? La operación rusa se llevó a cabo con el propósito de sembrar la discordia y debilitar el sistema político de Estados Unidos, y sus agentes entendieron que el apoyo a las causas de izquierda en simultaneidad con el apoyo a Trump era la mejor manera de lograr el objetivo. Los rusos no querían el triunfo de los republicanos como un fin en sí mismo; querían el triunfo del caos, y no cabe duda de que lo lograron. A diferencia de los votantes estadounidenses confundidos, entendieron que Trump no era un republicano en el verdadero sentido de esta pertenencia política, sino más bien un agente del caos.
Y así fue como los agentes de la inteligencia rusa contrataron a jóvenes universitarios rusos a fin de que trabajaran para la causa cosechando “me gusta” desde una oficina de troles establecida en San Petersburgo. Y, más temprano que
tarde, los troles rusos ya estaban incitando a los estadounidenses de Twitter y de Facebook a debatir, compartir y promover contenidos sobre todo tipo de cuestiones distractoras, propensas a encontrar un eco fácil entre las masas de esas redes. Al menos una usuaria de las redes sociales, que interactuaba bajo el nombre de Jenna Abrams, salió a la luz como falsa identidad de uno o varios troles rusos. Antes de ser expuesta, había conseguido exasperar a muchos estadounidenses con su debate sobre el significado de la bandera confederada; sobre Rachel Dolezal, la estadounidense blanca que quedó expuesta luego de hacerse pasar por afroamericana durante algunos años; y sobre el manspreading, la recientemente fraguada transgresión de los hombres que no mantienen las piernas tan cerradas como deberían en el transporte público.
Hacia 2015, la presión social que generaban en gran medida las redes sociales había logrado que la ciudad de Nueva York catalogara como delito digno de arresto la acción de sentarse en un medio de transporte con las piernas demasiado separadas y, ese mismo año, el Proyecto para la Organización de la Reforma Policial informó que al menos dos hombres latinos no identificados, con otras órdenes judiciales pendientes, habían sido arrestados bajo el pretexto de sentarse con las piernas abiertas, después de la medianoche, en un vagón del metro que a todas luces iba bastante vacío. Esta aplicación del peso de la ley en nombre de una norma social emergente fue problemática en grado sumo. Sin embargo, en las redes sociales es más o menos imposible expresar el reconocimiento de algo que aparenta ser un dilema objetivo; por ejemplo, el hecho de que pueda haber un conflicto entre el imperativo de eliminar el patriarcado tal como se manifiesta en las microagresiones de los ciudadanos varones, por un lado, y el imperativo de combatir la persecución policial de comunidades marginadas, por el otro. Reconocer las complejidades de la realidad es imposible porque los algoritmos de las redes sociales encauzan nuestras opiniones en opciones binariamente opuestas en lugar de inducirnos a reflexionar y a dudar, o a expresar nuestra aprobación, nuestro “me gusta”, con ciertas reservas. Y así, la izquierda con sede en las redes sociales se alineó decisivamente a favor de eliminar el manspreading de la faz de la Tierra, haciendo todo lo que estuviera en sus manos por negar de plano cualquier posible lado negativo de su campaña.
Una sociedad que emplea su tiempo en hablar del manspreading no puede estar avanzando viento en popa. El papel de Jenna Abrams en mantener vigente esta conversación particular formó parte de una iniciativa más amplia en aras de asegurar que el discurso público no prosperara, al menos durante el tiempo suficiente como para instalar en la presidencia de Estados Unidos a una persona que es en sí misma la personificación de esta enfermedad, a una persona cuyos discursos orales suenan, tanto en estilo como en gramática y sintaxis, más o menos como un eco de sus intervenciones textuales en las redes sociales. La operación de inteligencia no requería ingeniosas maniobras entre bastidores, ni el tipo de inteligencia sofisticada que solemos atribuir a las agencias de espionaje. A fin de cumplir con su parte en el objetivo de instalar a una celebridad de las redes sociales en la presidencia de Estados Unidos, los operativos de inteligencia extranjera solo necesitaban empaparse del espíritu reinante en las redes sociales, dominar su jerga en inglés, adquirir fluidez en la creación de memes y, en general, adoptar y promover las normas de un discurso que ya había triunfado en las redes sociales de Estados Unidos. Los agentes de la inteligencia rusa no inventaron el manspreading; sin embargo sabían cómo aprovechar el invento estadounidense para corroer aún más el discurso público.
La inteligencia rusa tampoco pergeñó la nueva economía de los “me gusta”, pero ello no le impidió incentivar el trabajo de sus troles mediante la medición de su éxito en esta nueva cuasimoneda. Esta economía se pergeñó en Estados Unidos. Sin embargo, en contraste con los intentos que hicieron los economistas y otros actores estadounidenses de los años noventa por exportar su experticia económica a un sistema que no deseaba recibirla, la búsqueda de “me gusta”, aunque obviamente aún se encuentra en sus etapas iniciales, parece ocupar una posición ideal para la conquista del mundo.
Es especialmente adecuada para aquellos regímenes cuyo objetivo consiste en promover el caos, precisamente porque allí donde se buscan los “me gusta” es casi indudable que ya se ha abandonado la meta de la tolerancia y la comprensión. En el discurso de Internet, “el lenguaje mesurado se castiga con la ausencia de cliqueos; los algoritmos invisibles de Facebook y Google nos dirigen a contenidos con los que estamos de acuerdo, mientras que las voces inconformistas mantienen silencio por temor a quedar expuestas, a recibir ataques de troles o a perder amistades y seguidores”.
Ciertos baluartes del viejo mundo pueden creer que estos castigos implican asuntos de relativamente escasa gravedad. Sin embargo, lejos de ello, en la realidad emergente, lo que gusta o se cliquea o se ataca ha pasado a ocupar de repente el corazón de la política y la economía.
Internet está destruyendo todo. Tras su advenimiento, todo lo que antes formaba parte del mundo conocido, puede fácilmente aparecer como una ruina de la noche a la mañana. Internet ha destruido —o está en proceso de destruir— objetos que conocíamos desde hacía mucho tiempo: televisores, periódicos, instrumentos musicales, relojes, libros. También está destruyendo instituciones: las tiendas, las universidades, los bancos, los cines, la democracia. Por el lado positivo, algunos estudios indican que Internet también está bajando los índices del embarazo adolescente, al menos en el Reino Unido. El fuego parece ser la comparación histórica más apropiada que puede brindarnos la historia previa de la tecnología: cuando nuestros ancestros homínidos aprendieron a usarlo, al menos hace cuatrocientos mil años, iniciaron una inmensa seguidilla de cambios. El fuego aportó la cocción y la calefacción, pero también incontables muertes y una inconmensurable destrucción del medioambiente. El fuego nos convirtió en lo que somos, así como Internet está en curso de convertirnos en lo que seremos.
Si las transformaciones actuales nos parecen injustas o excesivas, se debe a que son un salto repentino en la misma dirección hacia la que ya nos deslizábamos: un cambio que no fue precedido por una previa decisión colectiva, en una era en la que hacía no mucho tiempo habíamos llegado a creer que todas las grandes transformaciones debían ser producto de una deliberación racional colectiva, seguida de un voto, seguido a su vez de la supervisión ciudadana. El hecho de que jamás se haya planteado la necesidad de usar dicho procedimiento para determinar la incorporación de Internet a nuestra vida es en sí mismo un claro indicio de cuánto más poderosa es esta nueva herramienta en comparación con la democracia liberal. Internet se lleva por delante a la democracia liberal, tal como el fuego seguramente arrasó con los mitos y las prácticas de los grupos homínidos que hasta entonces se las habían arreglado para vivir sin él.
Esto también nos ayuda a explicar por qué, aunque Internet aún se anunciaba hace apenas una década como el heraldo de una nueva y no muy lejana utopía democrática liberal, ha podido revelarse como todo lo contrario en el transcurso de tan pocos años. Su destructividad ha consistido principalmente en amplificar los mismos poderes que desde hacía tiempo se habían interpretado como la piedra angular de la democracia liberal, en especial la libertad de expresión. Hoy hay miles de millones de personas que gozan de una suerte de libertad de expresión, en el sentido de poder decir más o menos lo que se les antoje, en general a cambio de unos cuantos “me gusta”.
Pero esas personas han adquirido este poder bajo una forma nueva y mutada, sin nexo alguno con cualquier parámetro de verdad obviamente vinculante, o con cualquier expectativa de que se use para una comunicación sincera. Más aún, la nueva libre expresión es libre solo en el sentido de que parece fluir directamente del deseo del hablante (o del escritor, o del tuitero). Sin embargo, una vez que sale al ruedo, es canalizada por algoritmos secretos (que no derivan de una decisión colectiva ni están sujetos a la supervisión pública) hacia sendas que prácticamente impiden por completo su capacidad para brindar más luz, humana o divina, a quien quiera que sea en relación con el tema de interés. En tal sentido, solo sirve para reforzar la solidaridad grupal en el seno de una comunidad digital, o bien para acosar y atacar a las personas ajenas al grupo, en general por medio de argumentos ad hominem, así como en total ignorancia de las reglas que tanto nos costó establecer a lo largo de los últimos milenios con el fin de evitar las falacias del razonamiento y la comunicación.
El discurso de Internet se siente libre en la medida en que complace al individuo que lo publica, pero siempre se canaliza más o menos hacia la búsqueda de aprobación (“me gusta”) o hacia el troleo. Esta pseudolibertad permite que los líderes autoritarios simulen al menos un interés rudimentario en proteger los valores centrales de la democracia liberal. Mientras los ciudadanos individuales sigan creyendo que la ciudadanía democrática alcanza su plena realización en el marco de una interminable discusión digital sobre el manspreading, habrán ganado los autócratas.
Tampoco se da el caso de que todo sea pacífico y estable en el interior de una burbuja, es decir, en el interior de una comunidad imaginaria que ha emergido como resultado de un algoritmo. Las burbujas son frágiles, y siempre nos hacen tragar jabón. Ello ocurre en particular cuando algunos miembros de la comunidad se empeñan constantemente en lavar la boca de quienes no promueven un discurso lo suficientemente puro: una dinámica que parece intrínseca al actual debate de la izquierda en Internet, a lo que hoy se conoce como cultura de la cancelación. Tal como lo expresa el crítico Mark Fisher, esta cultura está impulsada por “el deseo sacerdotal de excomulgar y condenar, el pedante deseo académico de ser el primero en detectar un error, así como el deseo hipster de pertenecer al grupo en boga”. En consecuencia, para volver a la cuestión del manspreading, no se trata solo de que tanta gente se agote en discutir con troles rusos que se disfrazan de conservadores estadounidenses para defender el derecho de los hombres a sentarse con las piernas tan separadas como lo deseen en aras de satisfacer una necesidad anatómica. Estas personas también se agotan a sí mismas hasta el punto de empeñarse en condenar hasta el intento más vacilante de reconocer que las legítimas expresiones de deseos a veces se excluyen mutuamente.
Cuando alguien se atreve a expresar en línea una opinión que no coincide con la ortodoxia, los representantes de la comunidad ortodoxa en cuestión no tardan en abalanzarse sobre él o sobre ella para dejarle en claro que no forma parte del grupo. Este castigo provoca efectos nada desdeñables en el mundo real. No es la Revolución Cultural, pero no por ello su espíritu deja de ser fundamentalmente maoísta. El hecho de que el maoísmo pueda prosperar a un nivel subestatal, con consecuencias políticas reales incluso en un mundo gobernado por el populismo de derecha, es una lección significativa que ni el propio Mao podría haber augurado. (…)
Podríamos trazar una analogía entre la temprana historia de Internet que vivimos hoy y el momento en el que un entero campamento de homínidos, luego de haber usado una rama encendida por un rayo para calentarse durante la noche, sucumbió al fuego hasta no dejar más que cenizas. El calor fue agradable al principio, hasta que no lo fue más. Luego de la tragedia ocurrida en esa primera noche, es lógico que los seres humanos no tuvieran la menor idea de todo lo que acarrearía el futuro, de toda la violencia y la innovación, de toda la calidez y la muerte. La gran diferencia radica en el hecho de que, entre el dominio del fuego y el ascenso de Internet, los seres humanos desarrollaron la aspiración a una forma de decisión colectiva basada en la razón, y que Internet parece desempeñar un papel central en la rápida decadencia de esa aspiración, aun cuando hasta hace muy poco tiempo encarnara la esperanza de fortalecer y desarrollar las instituciones democráticas en lugar de debilitarlas.
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