Hay un hilo rojo que asoma en los minutos que dan paso a las entrevistas con estas mujeres mexicanas nacidas entre 1982 y 1993. Una hebra imperceptible que sin embargo las une en su solitaria labor. Escribir un libro es ensimismarse para descubrir lo que todos tenemos en común. En el caso del mapa literario de México eso muchas veces se traduce en una pregunta por el pasado, familiar o histórico, y por la proliferación de una violencia que se percibe inagotable. Fernanda Melchor, con su premiada novela Temporada de huracanes (y luego con Páradais), es tal vez el rostro más conocido internacionalmente de esta generación de escritoras que viene revolucionando la narrativa de ficción y no ficción en español.
Infobae Cultura conversó con Clyo Mendoza, Brenda Navarro, Aura García-Junco y Olivia Teroba, cuatro grandes representantes de esta ola singular y arrolladora.
Clyo Mendoza (Furia)
Acaba de llegar a su hogar casi directo desde España, donde fue a presentar Furia, su primera novela, publicada en Argentina por editorial Sigilo. Reclinada en el sillón abraza a su perro Pila, un animal sin pelo que desciende del Imperio Inca. Las historias cuentan que tener a este animal cerca puede curar las alergias y el asma. Una percepción mística que construye al perro, al hombre y a la novela. Furia fue novela y no poema, cuenta su autora, por imponerse el relato largo, una historia interminable de un linaje maldito, el de Vicente Barrera, que va dejando a hombres y mujeres secos como el desierto.
—Al terminar la novela queda una sensación de desconcierto, como la que puede generar vagar por el desierto, ¿pensabas en esto cuando escribías?
—Sí, totalmente, estaba muy decidida a generar una sensación de vértigo, a través de la estructura y el lenguaje, a generar lo mismo que sienten los personajes, seguramente.
—A nivel internacional, se suele asociar el desierto en México con la problemática de los refugiados y la inmigración. ¿Pensás que algo de eso se cuela también en Furia?
—Nadie me lo había mencionado, pero creo que sí. Ahora que lo pienso, crecí con estas historias de familia sque habían cruzado a Estados Unidos y eran dos opciones: cruzar el Río Bravo o cruzar el desierto. Las dos cosas plantean una muerte muy terrible. Crecimos con esas historias de gente que llegaba, o a lo mejor no llegaba. Esa cultura migrante sí es algo que está muy generalizado en México. En todos los lugares de México tenemos gente que ha migrado a los Estados Unidos: el Sueño Americano.
—Las historias de Furia están signadas por la huida y por la violencia hacia los cuerpos, dos cosas que aparecen en la inmigración en México, pero en Europa también o en África.
—La gente nómada es la gente disidente por excelencia. El cuerpo es lo que va a pelear a través del territorio. Los pueblos nómadas han sido siempre muy castigados por el Estado y las leyes. Más que nómadas, tenemos migrantes, y ya no tienen cabida. Es también muy sabido que el poder que ejercen los estadounidenses contra los mexicanos es el que ejercen los mexicanos contra los centroamericanos. Es una cadena de violencia, y creo que también de eso habla mi libro. De las reminiscencias de esas guerras, conflictos, que parece que nunca se van a terminar.
—Parecería que todos los vínculos en Furia están en guerra. ¿Cómo se te ocurrió hacer esta familia de gente maldita?
—Ay, pues, sí, debo aceptar que tiene mucho que ver con esas historias que escuchaba colándome de niña en las cenas familiares, en esos lugares que eran solo de los adultos. Escuché muchas historias de personajes de mi familia que conocí a través de las historias de otras personas, y me di cuenta cuán diferente era cada versión. Las personas tenemos máscaras distintas para cada situación que enfrentamos, pero este hombre (Barrera) tiene máscaras distintas para cada momento de su vida y para cada mujer, y tampoco es que aquí sea algo alucinante. Es muy común la historia del hombre que tiene muchas familias, y que una familia no sabe de la otra. Así que quería hablar un poco de eso, porque me parece que había una historia de dolor en cuanto a ser hombre también, esa guerra impuesta de manera social que se tiene que lidiar. Aquí la Revolución Mexicana era el emblema de lo masculino. Las guerras están muy ligadas al concepto de hombre, de la fuerza, de lo masculino, de la defensa del territorio.
—¿Qué pasa cuando el territorio es el cuerpo de una mujer?
—Creo que una de las cosas por las que empecé a escribir la novela fue porque me di cuenta de que muchas de mis ancestras habían sufrido algún tipo de abuso sexual, o habían sido fruto de un abuso, y de qué forma eso me determinaba, lo que soy, lo que pienso. Como si en la sangre hubiese algo que te alcanza inevitablemente. No sé si no lo habíamos notado en otros momentos de la historia, pero pareciera que la violencia hacia las mujeres es brutal. No conozco a una sola mujer que no haya sufrido algún tipo de abuso o de acercamiento malsano de parte de un hombre, o incluso de otra mujer, porque la educación machista no distingue de géneros tampoco.
—Hay voces muy diferentes en Furia. ¿Cómo las construiste?
—Me metí mucho con las neurodivergencias, los estados alterados, leí mucho de neurociencia, de psicología, de historia de la locura, para entender cuáles eran las singularidades de esas voces y de las voces socialmente adaptadas. Para otro libro leí muchos manuales del ejército, y me sorprendía cómo el ritmo aunaba también el lenguaje del adoctrinamiento. Puede ser hipnótico casi para las personas. Esa cuestión rítmica ayuda a que se afirme en la memoria. Aquí los manuales del ejército eran casi como poemas a la patria que ellos tenían que aprenderse, y eran obligados a aprenderlos porque era parte del ritual diario militar, donde se abandonaban a la voluntad de otro, a una fuerza más grande, al Estado.
—¿En qué neurodivergencia te basaste para construir la voz de Salvador?
—En la esquizofrenia. Conocí a personas neurodivergentes y las he querido mucho. También empecé a leer mucho a Unica Zürn [escritora y pintora alemana, admirada por los surrealistas, que padeció la enfermedad y escribió sobre sus estadías en el hospital psiquiátrico]. Me llamaba la atención cómo podía escribir sobre eso, y además, cómo se había idealizado la locura en el movimiento Surrealista cuando estaba al servicio de la estética, o algo así, y Unica ya no pudo obedecer a ninguna de esas cosas porque la locura es un desbordamiento, ¿no? Era esquizofrenia en su caso, y bueno, quería hablar de eso, por mi admiración por su trabajo también.
—La novela es un indagar en cómo nos construimos, qué hay en nuestro pasado, pero en Furia, es una génesis atravesada por la violencia (la furia). Las historias de esta familia nunca son felices. Me parece que la violencia intrafamiliar y las neurodivergencias siguen siendo temas tabú.
—Sí, las neurodivergencias obligan a la marginación social, al sufrimiento por ese exilio. Yo creo que también el tema de la familia, para que se hable es muy complicado porque toca fibras muy sensibles en cualquier persona. Reconocer que tus antepasados, a los que quisiste mucho, se equivocaron de formas que determinan de ese modo a ti, a otras personas o incluso a tu familia, es como muy fuerte de reconocer. Y cuando la gente se muere, se la idealiza también, es como si cobrara un brillo nuevo y se le perdonara todo, y esa casi amnesia postraumática no sé hasta qué punto sirve, o más bien genera tumores en el árbol genealógico.
—¿Y qué pasa con las ausencias de los que desaparecen?
—Creo que la angustia por los desaparecidos al final nos alcanza a todos, es una especie de vibración, casi, algo que nos va a invadir, tarde o temprano, que está en nuestro subconsciente colectivo. Creo que definitivamente, esa angustia de la pérdida, de no saber dónde está alguien, es la que vive específicamente Salvador. Ese dolor tiene toda la posibilidad de volverse una neurodivergente, para sublimar ese dolor, o para perder la memoria. Por ejemplo, mucha gente que tiene Alzheimer en algún momento tuvo un evento muy traumático en su vida, algo que le hizo en un momento querer olvidar, probablemente. Siento también que la salud tiene que ver con un estado psíquico, pero lo que determina el estado psíquico también puede ser algo social, o político, y creo que eso es algo que me interesa mucho desde que empecé a leer a Unica Zürn, desde que empecé a entender su biografía. Claro que no podía hablar de la Segunda Guerra Mundial, porque yo no viví eso. Quería hablar de algo que me perteneciera a mí, y a mi árbol genealógico.
Brenda Navarro (Casas vacías)
Desde una habitación de hotel, Brenda Navarro se conecta para la entrevista. Tiene poco tiempo porque está de paso en una ciudad que no es Madrid, donde vive actualmente. Le llegan mensajes de la editorial: una reunión inminente y de trabajo. Casas vacías, su primera novela, publicada por la editorial Sexto piso, está dando que hablar.
—Tu novela me dejó sin palabras… ¿buscabas ese efecto?
—No, en realidad no pensaba que iba a tener el impacto que ha tenido. Pero sí es verdad que tenía muy claro cómo iniciaba y cómo terminaba. Y sí quería que terminara con esta sensación de desasosiego: ¿qué fue lo que pasó? ¿Qué me perdí?, esta cosa que creo tenemos todavía en México sobre las desapariciones. Esta sensación colectiva de que estamos desprotegidos, sí era algo que intentaba transmitir con el final que elegí.
—En el libro, el hombre no aparece como una figura desprotegida, aunque también se lo nombra en algún momento como una “casa vacía”.
—Fran está desprotegido por una forma de justicia que le sabe mal, por cómo se vive un feminicidio en España, y Rafael también está desprotegido en el sentido de que es una persona pobre que se busca la vida, no dentro de un Estado de bienestar. Creo que en la novela todos tienen algo de víctimas y de victimarios. Creo que todo el mundo hace cosas buenas y cosas malas en esta novela.
—Entrevistando a Clyo Mendoza también nos preguntamos por la identidad y los árboles genealógicos: ¿por qué somos las que somos y qué les pasó a las que vinieron antes?
—A mí me gusta pensar que tenemos que empezar a encontrar quiénes somos justamente en los silencios. En lo que no nos han contado, preguntarnos por qué no nos las han contado. Creo que Clyo además está muy metida con los movimientos indígenas, pero yo que soy una chica de Ciudad de México, totalmente desarraigada, justamente he ido construyendo mi historia ahora mismo para saber cómo se la voy a contar a mis hijas, que están en un país distinto. Y más allá de ir a abrir heridas con mi madre o abuelas que ya no existen, me he preguntado qué sucesos de mi vida podrían ser importantes para tratar de rememorarlos y entender un poco esas verdades.
—¿Y cuáles son esos sucesos, llegaste a alguna conclusión?
—Yo creo que esto, las ausencias, las desapariciones, y cómo me hacen enfrentar las cosas hoy. Incluso las ausencias de mi vida cotidiana. Creo que las desapariciones son importantes porque aprendemos más de lo que no está que de eso que sí está.
—¿Dónde nos pesa alguien que no está?
—Esa es la pregunta que todavía me hago, todo el tiempo. Creo que es un peso muy grande porque no nos deja vivir en paz. “Los dinosaurios” de Charly García era parte del soundtrack mientras escribía esta novela. Creo que en América Latina hemos entendido que las desapariciones son un peso con el que vamos a tener que cargar, que no vamos a resolver, porque nos lo siguen negando. Sabemos que está ahí, que está sucediendo, y sin embargo, la forma en la que nos lo van a contar no es como está sucediendo. A lo que quiero llegar es que un poco vamos desapareciendo la esencia de las cosas. A lo mejor por eso escribo ficción, porque creo que todo el tiempo estamos ficcionando nuestra propia verdad.
—¿Por qué tomar para hacer la novela el tema de la maternidad y no cualquiera de los otros temas que atraviesan a la figura de la mujer?
—Es que yo nunca pensé que estuviera hablando de las maternidades como eje central. Yo pensaba que la maternidad era una característica más. Nunca las construí pensando “ay, estas maternidades son terribles”. Siempre las construí como mujeres que están a punto de suceder y que no suceden justamente porque todo lo que les han dicho que deberían estar buscando las destruye.
—Parece una maternidad monstruosa por momentos.
—Creo que todo acto humano tiene algo de monstruoso. Cualquier cosa que tenga que ver con la concepción de dar amor trae algo monstruoso. Y en las madres se nota mucho más. No imagino a una madre, y además educada en este sistema occidental en el que tenemos que ser súper amorosas y perfectas, no imagino a ninguna madre decir un día “voy a hacer esto para dañar a mi hijo”. Lo que yo quería demostrar en la novela es que cuando quieres algo, o amas a alguien, o quieres demostrar que amas a alguien, vas a herirlo muchísimo. Y es algo que casi no me preguntan pero que para mí, como lectora de la novela, no como escritora, encaja muy bien en la madre de la segunda voz. Las madres siempre van a dañar aunque crean que lo hagan por el bien. Y eso a mí me interesa mucho: desmitificar que el amor es bueno.
Sobre todo en estas nuevas generaciones que quieren tener relaciones sin dolor, decirles “no, momento, si el dolor es justamente lo que hace crecer una relación”. Hay que aprender a modularlo, dejar de creer que la felicidad tiene que ser sin dolor, porque entonces nos vamos a hacer un daño estructural muy fuerte. Hay que enfrentar el dolor. Y eso tiene que ver también con las desapariciones. “No pasa nada, no pasa nada”, que es lo que nos dicen todos los gobiernos, nos niegan los dolores, imagínate eso llevarlo a las relaciones personales, me asusto mucho la verdad.
—Tus personajes son mujeres que se afirman en lo que quieren, pase lo que pase. Y ellas quieren ser madres a como dé lugar. ¿Cuál es el poder del estatus de madre en nuestra sociedad?
—Esa es una gran pregunta, casi filosófica. Me parece interesante además que lo digas tú porque dependiendo del lugar en donde se me pregunta de la novela entiendo un poco de qué estamos hablando. Yo quería dialogar con las lectoras argentinas. Antes de publicar la novela había hecho algunos talleres de lectura con argentinas, y me encantaba dialogar con ellas porque me decían esto, que me parece súper poderoso: en Argentina se tiene esa visión de que a pesar de todo, estas mujeres están tomando decisiones. Tienen un poder de decidir dentro de su contexto. A lo mejor el gran dilema que tenemos las mujeres que somos madres es que no somos esas madres que nos hemos creído nosotras que queríamos ser, somos las madres, y que nuestras hijas e hijos nos dirán qué clase de madres hemos sido.
—Me parece que también es una novela sobre el poder, el poder femenino, no dónde queremos que esté sino dónde está ahora. Hay un poder que otorga la sociedad a la figura de la madre. Parecería ser como un tótem.
—Sí. Hay algo con lo que concuerdo con la primera voz (hay mucho con lo que no estoy de acuerdo en ambas): cuando ella decide dejar de ser el espectáculo de la madre de un desaparecido, y decide sentarse frente a un sillón y no hacer nada, para mí es una mujer que ha decidido tomar su maternidad para sí misma. No responder a si tenía que llorar, o ir a marchas o hacer lo que sea. Ella en ese momento decidió hacer de su maternidad un estado de depresión constante, pero ha sido su decisión. Y eso me parece muy poderoso. Es casi un statement político: no voy a ser la madre que ustedes quieren que sea.
—¿Y en tu propia experiencia de madre, alguna vez te cuestionaste?
—Yo creo que me lo cuestionan todo el tiempo, y entonces respondo: yo sí tengo muy claro que soy la madre que puedo ser. Soy la madre que les tocó, como a mí me ha tocado con mi madre, con el tiempo he terminado aceptando que es un ser humano distinto a mí. Estoy como muy tranquila en el tema de maternidad porque creo que soy la que soy. Y que se me recriminará, así que ¿qué más da? Seguiré siendo lo que yo quiera ser.
Aura García-Junco (El día que aprendí que no sé amar y Anticitera, artefacto dentado)
Son las 4 pm en México, Aura García-Junco aparece con un vestido negro floreado, labios pintados. Habla con aplomo. Sabe lo que quiere decir y cómo decirlo. Este año fue seleccionada por la Revista Granta como una de las mejores escritoras en lengua española menores de 35 años. El puesto se lo ganó por la novela Anticitera, un libro extraño con alma de artefacto y aires borgeanos. Si Borges hubiera escrito una novela se parecería al experimento de Aura. A pocos días de la entrevista se publicó El día que aprendí que no sé amar (Seix Barral), su nuevo libro, un ensayo de prosa sencilla y animada, menos desconcertante que Anticitera, pero con la misma disposición a romper con lo preestablecido.
—En un momento decís que este libro de ensayo habla de la posibilidad de crear vínculos menos coercitivos.
—Creo que tenemos como cierto círculo de opiniones congruentes entre sí y que aceptamos. Cuando llega alguien con algo que se sale de ahí, solemos dejar de lado la idea de tolerancia que tenemos. Si ejerces aunque sea un poco de poder eres un asco de persona, creo que esas visiones lo único que hacen es que nos solidifiquemos en lugares y asumamos como identidades cosas que no tienen que ser una identidad porque pueden ser cambiantes. Lejos de incentivar que nos relacionemos de maneras menos coercitivas, lo que estamos haciendo es crear identidades inamovibles y eso solo lleva al desamparo. Y lo que yo quería evitar en el libro era eso.
—En un momento decís que nos precarizamos en las aplicaciones de citas. ¿Cómo sería eso?
—Creo que tiene que ver con que al final cuando vemos un montón de fotos, aparentemente sin un cuerpo, empezamos a considerar que la otra persona no tiene sentimientos. Esta concepción de los otros como algo muy lejano creo que es parte de esa precarización. El problema de la mediación entre las personas, como las apps y las redes sociales, es que corremos el riesgo de pensar que lo que hay del otro lado es completamente desechable. Tiene que ver con esto del “mercado del amor”, un término de Eva Illouz, que hace que parezca que todos estamos permanentemente disponibles, que por lo tanto todos somos como un producto del capitalismo, permanentemente desechable.
—En Anticitera tomás personajes de la antigua Grecia pasando por el Medioevo y el Renacimiento. ¿Qué nos aporta hoy revisitar a los clásicos y sus historias?
— Ese libro para mí sí es una apuesta a la ficción, pero también me gusta pensar que por la manera en la que está contado es una apuesta crítica a cierta tradición cultural, porque no estoy al final replicando las mismas estructuras de la literatura clásica o de la literatura del siglo XIX. Dentro de la propia estructura del libro hay una forma de pensar lo que está atrás desde ahora, y quebrarlo. Yo tuve una serie de cuestionamientos, que no se tienen que reflejar de manera directa en el libro, pero tenían que ver con la manera en que cada persona recibe una narrativa; creo que eso es súper contemporáneo. Tenemos como un prisma de voces alrededor de cada evento que demuestra muchas veces que lo menos importante es el acontecimiento en sí mismo. Quizás sea la idea intelectualizada de lo que hay detrás de Anticitera y creo que eso sí es muy de ahora. Si bien para mí la fragmentación viene un poco de que acababa de terminar la carrera de Letras Clásicas, y ahí la fragmentación sí que está presente quieras o no.
—En “Mar de piedra”, el texto que publicaste en la antología de Revista Granta, abordás el tema de los desaparecidos a través de un elemento fantástico: estatuas que se materializan cuando alguien no es encontrado.
—Para mí la metáfora de las estatuas era el punto inicial. Necesitaba una manera oblicua para hablar de algo que me estaba afectando mucho emocionalmente: que había tantos desaparecidos alrededor, en México, y tantos feminicidios. Y al mismo tiempo a mí la literatura realista no es algo que me salga del corazón. Cuando se trata de un proyecto de grandes proporciones en la ficción me gusta la idea de trabajar con metáforas porque creo que estamos tan inmersos en estas imágenes tan brutales que ya ni siquiera son elocuentes. Algunas sí lo son, pero es la brutalidad por la brutalidad. Y eso es algo que a mí no me dan muchas ganas de reproducir. Es una indagación de qué pasa cuando alguien desaparece, qué sucede a su alrededor, y cómo un desaparecido, de alguna forma, es algo que está ahí y que no está. Por eso las estatuas. Me pareció una buena forma de representarlo. Y en el caso de la novela, las estatuas paralizan una parte importante de la Ciudad de México.
—¿Cómo viviste lo de Granta?
—Ha sido todo tan raro. Al principio me daba mucha felicidad sentir que alguien había leído Anticitera porque fue lo que leyeron los jurados, y que alguien hubiera decidido que un libro tan raro valiera la pena para estar en una antología de este tipo. Me pareció muy incentivador porque cuando yo lo terminé de escribir dije “¿quién va a querer leer esto?”. Para mí Granta fue como una especie de palmada en la espalda de decir este libro tiene mucho valor en este sentido. Intento verlo como un halago, un reconocimiento, algo que me ha servido un montón para tener más visibilidad, para bien y para mal, y que al final está permitiéndome seguir escribiendo, que es lo que yo quiero hacer.
Olivia Teroba (Un lugar seguro)
No hay posibilidad de contactarla, no al menos fácilmente para concretar una charla. Olivia Teroba, que acaba de publicar el libro de ensayos Un lugar seguro por la editorial Las Afueras, está en Casa Wabi haciendo una residencia en Puerto Escondido. El aislamiento solo es virtual: la residencia incluye intercambios con las comunidades nativas de la costa oaxaqueña, así como la reflexión que inspira la sencillez de la vida en el campo. Se las arregla para contestar entonces algunas preguntas por mail.
—En tu libro hablás de distintas formas de construir un espacio seguro: ¿qué tiene que tener un lugar (real o metafórico) para ser seguro?
—Estar basado en el cuidado propio y la búsqueda del bienestar común. Suena muy sencillo, pero en la sociedad capitalista que habitamos es muy fácil descuidarse. Por ejemplo, dándole prioridad a la productividad sobre la salud, las relaciones emocionales y el ocio. En la vida tan acelerada que llevamos, nos falta paciencia para comprender el momento que vivimos, a las personas que nos rodean, el lugar que físicamente habitamos. Es todo un proceso, que implica conocerse y reconocer a les otres.
—Cuando hablás de la estafa de hombres hacia mujeres en Tlaxcala, decís que de eso no se habla, pero vos lo estás escribiendo. ¿Por qué te animaste?
—Recuerdo muy bien cuando terminé un fragmento de uno de los ensayos con “pero de eso no hablamos en mi ciudad de origen”. Me pareció muy importante recalcar que en Tlaxcala existe el hábito de la secrecía, de pretender que todo está bien aunque en el Estado exista una alerta por violencia de género y una zona de trata de personas que funciona con total impunidad desde hace más de veinte años; además de que hay al menos dos feminicidios al mes. Son temas incómodos de tratar, además de que los discursos oficiales y las políticas públicas suelen omitirlos. Yo llevo diez años sin vivir ahí de fijo, pero me considero tlaxcalteca: ahí crecí y ahí vive mi familia. Es por eso que me animé a hablar de estas situaciones. Nombrar es importante: cuando pones el problema en palabras puedes empezar a pensar en maneras de resolverlo.
—La tarea de escribir, decís que a ratos la sentís impostergable y otros, te cuesta. Decís que es una “evasión” de una exigencia de productividad. Sin embargo, terminás produciendo algo: el libro. ¿Puede ser “productiva” la literatura?, en general, ¿y en México?
—Esa pregunta me la hago todo el tiempo. Pienso que lo que surge a partir de la literatura va más allá de la ganancia monetaria que podría generar su producto, que es el libro. Una persona que escribe siempre se está alimentando de lo que escriben otres: el intertexto implica una reciprocidad que va más allá de la lógica de la ganancia. Me refiero al diálogo que genera la escritura. Les lectores se “apropian” de lo que leen, pero también lo transforman. En ese sentido, la literatura se vuelve un discurrir de conocimientos compartidos. Creo que en México este diálogo es cada vez más rico. Últimamente, las editoriales y librerías independientes y los círculos de lectura han animado esta conversación.
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