A las 7.48 de la mañana del domingo 7 de diciembre de 1941, 353 aparatos de la aviación naval japonesa provenientes de seis portaviones atacaron sin previo aviso Pearl Harbor, la base de la flota norteamericana del Pacífico en las islas Hawai. En el curso de las siete horas siguientes las fuerzas aeronavales japonesas lanzaron ataques coordinados contra bases norteamericanas, británicas y holandesas en Filipinas, Indonesia, Malasia y Singapur. Todas las posesiones occidentales cayeron, en algunos casos sin siquiera ofrecer resistencia.
El ataque a Pearl Harbor duró 90 minutos. De los ocho acorazados, principal objetivo de los japoneses, junto con los portaaviones (que no estaban en la base en el momento del ataque), cuatro fueron hundidos, aunque todos excepto uno fueron posteriormente reparados y regresados al servicio activo. Otros diez buques de menor tamaño resultaron hundidos o averiados. Los japoneses también atacaron la base aérea de Hickam, destruyendo cerca de 200 aviones norteamericanos. En total la acción nipona dejó un saldo de 2400 muertos del lado norteamericano, la mitad de ellos marineros que perecieron cuando explotó el depósito de municiones del acorazado Arizona, y más de 1000 heridos. Japón perdió 64 hombres y 29 aviones.
El presidente Franklin D. Roosevelt recibió la noticia mientras ordenaba su álbum de estampillas. Elegido por tercera vez consecutiva en 1940, hacía nueve años que estaba en el poder. Al día siguiente se dirigió a las dos cámaras del congreso con un discurso que pasaría a la historia: “Ayer, 7 de diciembre de 1941, una fecha que vivirá en la infamia, los Estados Unidos de América fueron súbita y deliberadamente atacados por fuerzas aéreas y navales del Imperio de Japón…”
¿Sabían los Estados Unidos que el imperio japonés atacaría sus bases en el Pacífico? Las investigaciones más serias demuestran que sí, pero el secreto con que Tokio mantuvo los planes hasta el último minuto impidieron a Washington saber dónde y cuándo tendría lugar el golpe. Todas las estaciones militares norteamericanas de Extremo Oriente fueron puestas en alerta luego de que el gobierno norteamericano se convenciera de que Tokio no estaba interesada en la solución diplomática del conflicto que los enfrentaba —la invasión japonesa de China. Pearl Harbor era un objetivo improbable, distante 4000 millas de Japón, lo cual implicaba que los atacantes debían movilizar una flota numerosa a mar abierto, durante varios días y sin ser detectados.
Planificado por el almirante Isoruku Yamamoto, jefe de la flota combinada del imperio japonés, el ataque fue una de las operaciones más complejas y arriesgadas de la historia militar. Su éxito fue también fruto de la sorpresa de una acción considerada desleal, ya que el ataque se llevó a cabo antes de que Tokio anunciara oficialmente la ruptura de las negociaciones con Washington. Sin embargo, el virtuosismo de los estrategas, la sincronización de marinos y pilotos, y las imágenes de los buques norteamericanos envueltos en llamas y hundiéndose en la bahía de Pearl, apenas lograron ocultar lo que el ataque no logró. Las bombas no alcanzaron instalaciones esenciales como depósitos de combustible, talleres y diques secos; peor aun, ninguno de los tres portaviones norteamericanos se encontraba en la base, algo que los japoneses pagarían caro ya que estas naves jugarían un papel fundamental en las batallas del Mar del Coral y Midway, que a mediados de 1942 frenaron el avance imperial y cambiaron el curso de la guerra.
Pearl Harbor fue, junto con la conquista de las posesiones occidentales en el pacífico sudoriental, el punto culminante de medio siglo de expansión japonesa en Extremo Oriente. Su impacto simbólico fue inmenso, no sólo en Japón. Las derrotas infligidas a Estados Unidos (Filipinas), Holanda (Indonesia) y Gran Bretaña (Singapur, Malasia), confirmó a ojos de muchos nacionalistas de las colonias que Occidente no era invencible y que, como Japón, los pueblos de Asia podían sacudirse el yugo del hombre blanco, lo cual contribuyó a reforzar la percepción del desarrollo histórico del imperio japonés como una síntesis exitosa de tradición y modernidad.
En los Estados Unidos el ataque alimentó una histeria colectiva que, cebándose en los prejuicios raciales en boga, exacerbó la opinión contra la amenaza “amarilla” y condujo al internamiento de miles de inmigrantes japoneses y sus familias. Al mismo tiempo puso en marcha una movilización económica y militar sin precedentes que produjo transformaciones profundas en la sociedad, dando el último empujón a la reactivación que sentó las bases de la prosperidad de la posguerra. Así, junto con la decisión de Hitler de declararle la guerra a los Estados Unidos el día después del ataque, Pearl Harbor eliminó los últimos obstáculos para que Washington pusiera sus enormes recursos al servicio de una concepción global de la guerra que serviría de base a la Pax Americana posterior a 1945.
Una de las escenas finales del clásico cinematográfico Tora, Tora, Tora (1970) recrea el momento en que el Estado Mayor imperial recibe las noticias del ataque. Todos los oficiales estallan de júbilo al escuchar el éxito de la operación, todos excepto Yamamoto. Con voz compungida y expresión sombría el almirante interrumpe a sus eufóricos subordinados con una severa advertencia: “me temo que todo lo que hemos hecho es despertar a un gigante dormido”.
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