El enfrentamiento entre dos hombres que deriva en un asesinato desata un destino de venganza en un escenario rural y desolado sobre el que Mariana Travacio construye su primera novela, Como si existiese el perdón que, con un lenguaje cuidadosamente trabajado, configura una obra de delicada violencia poética. En ese árido territorio atravesado de fatalidad se trazan los destinos de El Tano, Manoel y José Loprete, uno de los nueve hermanos de una familia de antiguos terratenientes que llega a la casa del Tano preguntando por una mujer y, cuando el Tano intenta disuadirlo de la búsqueda, Loprete lo enfrenta con un cuchillo y éste, al responder el ataque, lo hiere de muerte, ante la presencia de Manoel y de Juancho.
El asesinato deriva en una venganza y en la huida de El Tano y Manoel, quienes buscarán refugio y ayuda para resistir la persecución iniciada por los Loprete, y en ese movimiento, la voz de Manoel irá dando cuenta de su propio destino e historia y del desenlace de la vida de los demás. Autora de los libros de cuentos Cotidiano y Cenizas del carnaval, Travacio, que nació en Rosario, rastrea en este diálogo el origen de la novela editada por Tusquets, en tierra brasileña —donde pasó su infancia— en una escena observada desde la más absoluta casualidad: un velatorio celebrado en un templo con hombres descalzos sobre un piso de tierra.
—Esta es tu primera novela, ¿cómo fue el proceso de escritura y qué desafíos te planteó?
—Creo que el mayor desafío del proceso de escritura fue seguirle la cadencia a la voz de Manoel: una voz que había aparecido sobre el papel, de un modo bastante intempestivo, una noche de verano, en mi país de crianza. Esa noche había ido a una especie de kermesse itinerante, en la plaza central de un pueblo aledaño al que me cobijaba ese verano. Me distraje, en un momento, y aparecí en unas calles laterales, de veredas angostas, y me encontré, de frente, con un grupo de hombres que cantaban. Tenían unas voces de ensueño, tan claras y tan sobrecogedoras que me obligaron a detenerme en ellos. Giré la cabeza y me di cuenta de que cantaban a las puertas de un templo. El templo no era más que una habitación. El piso era de tierra. Estaban velando a alguien. Eso vi, esa noche. Un cajón, en el centro del templo, y unos hombres arrodillados, descalzos, sobre ese piso de tierra. Eso fue todo. Y esa noche, cuando volví a la casa que alquilaba ese verano, escribí el primer capítulo de esta novela. Pensé que había empezado un cuento, pero no pude seguirlo. Me pasé más de dos años abriendo y cerrando ese archivo que había escrito en Brasil. Lo abría, lo releía, y lo volvía a cerrar, convencida de que ese texto había sido un mero desvarío de una noche de verano. No podía seguirle la cadencia, no le encontraba ningún sentido. Y esto se mantuvo así, invariable, hasta una mañana de abril, cuando terminaba de corregir un cuento, y me acordé de ese archivo, y fue abrirlo y ya no poder dejarlo: seguir de largo, todo el año, de la mano de esa voz, sobre la cadencia de esa voz. Había algo, ahí, en esa gramática, que me costaba seguir y que, al mismo tiempo, me atraía. Ese fue el mayor desafío: seguir esa voz, su ritmo, esa música. De hecho, la única fórmula que encontré para poder seguirle el rastro fue la relectura: cada vez que me sentaba a escribir un nuevo fragmento, me obligaba a releer todo lo que tenía escrito. Lo releía en voz alta. Al principio no era mucho. Pero cuando iba llegando al final de la novela, tenía que releerla toda para agregarle un nuevo capítulo o, a veces, un solo párrafo. Cuando la terminé, podía recitarla de memoria.
—La novela tiene una impronta muy cercana al poema Martín Fierro. Son dos personajes que huyen luego de matar accidentalmente a un hombre. En este caso son perseguidos por familiares de la víctima, los Loprete. ¿Cómo surgió esta temática?
—Nunca sé bien qué voy a escribir. Escribo a tientas. Me gusta esa dimensión de descubrimiento en el acto de escritura: dejarme llevar por las voces que aparecen sobre el papel e ir descubriendo, junto con ellas, la historia a narrar. Es como si la gramática de esas voces construyeran sus propios mundos y a uno no le quedara más remedio que seguirles el rastro. Borges decía que saber cómo habla un personaje es saber quién es; que descubrir una entonación, una voz, una sintaxis peculiar, es haber descubierto un destino. Y podrá sonar curioso, pero así funciona. La voz te marca lo que ese personaje puede y no puede hacer. Tu trabajo se limita a dejarlo hacer lo que tiene que hacer.
—La venganza es un aspecto central en la historia, es lo que mueve a los personajes de uno y otro bando. Por otra parte, el paisaje en que transcurre remite a la soledad, la inmensidad, y a los enfrentamientos de unitarios y federales que lleva a pensar en un mal enquistado en la historia argentina. ¿Qué podés decir al respecto?
—Mientras escribía pensaba más en los territorios de Rulfo, o en los del nordeste de Brasil, quizás por mi propia cercanía personal -literaria e histórica- con esos espacios, pero es evidente que toda escritura es una reescritura. Creo que escribimos con todo el acervo que nos compone: con todo aquello que hemos leído, con lo que hemos escuchado, con lo que hemos visto, con lo que hemos vivido. Supongo que nadie escribe sobre aquello que desconoce.
—En la novela está presente la historia de los terratenientes poderosos que se manejan con impunidad. ¿Creés que abordar esta cuestión relacionada con los propietarios de la tierra tiene ecos con hechos que continúan sucediendo en Argentina?
—Desde que el hombre empezó a asentarse y dejó a un lado el nomadismo, el asunto de la posesión de la tierra se volvió un asunto eterno. Me traés a la memoria a Denevi, con esta pregunta, cuando dice: “El caballero (todos lo sabemos) vuelve de una guerra, la de los Siete Años, la de los Treinta Años, la de las Dos Rosas, la de los Tres Enriques, una guerra dinástica o religiosa o quizá galana, en el Palatinado, en los Países Bajos, en Bohemia, no importa dónde, tampoco importa cuándo, todas las guerras son fragmentos de una única guerra”.
—En el caso de los Loprete, se observa el tópico de la familia de ricos “castigada” por la locura de los hijos, la descendencia, con esta idea de que nadie se salva de la desgracia, ni siquiera los ricos o poderosos.
—Sí, es una bella lectura. En ese mundo de los Loprete, tal vez enloquecer sea una forma de salvarse. La locura me ha conmovido siempre. Ese hábito social de andar clasificando conductas, marcando rumbos, señalando desvíos: ese hábito de andar separando al sano del insano, de mandar al insano a la nave de los locos. No quiero spoilear, pero, de hecho, lo que ocurre con los locos en la novela marca un poco ese desprecio, ese expulsión del que no es igual a mí, del que no responde a la lógica del clan.
—El escenario de la persecución es por un lado desértico, pero también aparecen las lagunas, por lo que a mí se me representó la película de Lucrecia Martel, Zama.
—Sí, la novela recorre ambos territorios. La sequía del pueblo Manoel y las tierras de agua de los Loprete. Me interesaba trabajar ese contraste, en un plano simbólico, en la novela.
—La historia está escrita desde un lenguaje muy poético, es como una violencia poética, diría. En ese sentido, ¿cómo fue trabajar lo trágico desde lo poético?
—“Es como una violencia poética”, decís, y me parece una hermosa definición y un tremendo halago. Me hacés acordar a un querido profesor que siempre decía que la literatura existe porque la realidad es inhabitable. Yo creo que la literatura es un asunto de lenguaje. No nos queda más remedio que trabajar con las palabras. En el caso de este texto, como te contaba al principio, lo que más me costó fue seguirle la voz a Manoel. Porque seguirle la voz era, también, una manera de seguirle la mirada: su particular manera de mirar el mundo. A medida que escribía tenía la sensación de que Manoel iba nombrando el mundo por primera vez, como si lo fuera descubriendo, con la mirada perpleja, a cada paso que daba. Me gusta pensar que son los ojos de Manoel sobre su mundo los que han contado esta historia.
Fuente: Télam
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