“Lo primero que hay que entender es que aquí, en Chivilcoy, no hay mucho para hacer. O pones una fábrica de cerveza artesanal o vendes sanguchitos de miga o escribes. Porque esta es una ciudad sonámbula: territorio perfecto para escribir”. El que habla es Enrique Balbo Falivene, también conocido como Loncho. Nació en Chivilcoy, vivió muchísimos años en España y desde hace un tiempo regresó a su ciudad. En su voz se mezclan los dialectos a ambos lados del Océano Atlántico. Junto al dibujante Marcelo Mosquieira y al editor Federico Capobianco —director de la revista Polvo— crearon un cómic que, a un mes de haber salido a la venta, ya está agotado. El viaje de Rolo, publicado por la Editorial Municipal Chivilcoy, tiene a un niño inquieto como protagonista que lee historietas y busca a su papá, misteriosamente desaparecido. Su vida transcurre en un tiempo incierto porque pasajes mágicos lo llevan a conocer distintos momentos históricos de Chivilcoy —lugar donde residen los tres autores— zigzagueando entre mitines políticos, asesinatos, visitas ilustres, partidos de fútbol y bohemias artísticas.
Pero, ¿por qué el cómic? “Porque tiene una virtud y un misterio —continúa Balbo—, que es muy difícil de concebir el guion, entonces tienes que imaginar secuencias, acciones, movimientos, tienes que pensar en el cine, el teatro, la prosa, la poesía. El texto no puede invadir el dibujo y viceversa. El secreto está en que es muy fácil de leer. Yo creo que ese es el secreto: llega a todos lados. Puedes ver a un niño y a un abuelo leyendo el mismo cómic, algo increíble que en otros soportes no consigues. Tú no puedes llevar a tu nieto al cine a ver una película de Otto Preminger o de Hitchcock. Y si vas al cine con el niño a ver el Hombre Araña dando saltitos por los edificios te aburres como una seta. Pero en el cómic eso se puede hacer, es sustancial, importantísimo”. Las imágenes las aporta Marcelo Mosqueira, que publicó en revistas como Cerdos & Peces, fue portadista en la Fierro, expuso obras en Capital y publicó libros como Sereno y Somnolencia. “Trabajar en blanco y negro para mí es un disfrute. Estoy acostumbrado a leer historietas así. Muchos de los que admiro, Breccia, Mandrafina, son maestros del blanco y negro”, cuenta.
El puntapié inicial del libro fue el asesinato del poeta chivilcoyano Carlos Ortiz en 1910. “Hernán Ronsino había editado su obra completa para la Biblioteca Nacional y paralelamente yo estaba leyendo una investigación local, hasta ese momento no editada, de José Dángelo sobre Vicente Loveira, el intendente de la época que mandó a balear el lugar donde Ortiz recibió los disparos de casualidad. Se lo comenté a Enrique y nos agarró un interés particular por conocer más sobre qué había pasado después, y hacer algo con eso”, cuenta Capobianco, abocado a la investigación histórica en El viaje de Rolo. “Si bien Chivilcoy no es un lugar donde pase demasiado, hay hechos o personajes puntuales que nada tienen que ver con la centralidad de la historia oficial (la política), que conforman la identidad de la ciudad. De ahí surgió la idea de volver a contarlas. El proceso de investigación local tiene pocos caminos: si forma parte de la historia no queda alternativa que recurrir a la investigación formal de archivos, prensa o bibliografía sobre el tema. Pero el cómic incluye historias que solo por la transmisión oral se pueden conocer”, agrega.
Tenía cuarenta años Carlos Ortiz la noche en que recibió el disparo. Estaban en el Club Social, frente a la plaza principal de Chivilcoy en un banquete dedicado a Alejandro Mathus, director de la Escuela Normal y opositor al intendente, Vicente Loveira, caudillo conservador. Desde el Ministerio de Educación lo mandaban a Mendoza; por eso sus compañeros le organizaron una despedida. Ortiz estaba junto a la ventana cuando dos hombres dispararon. ”El asesinato de Carlos Ortiz es sumamente fascinante —cuenta Capobianco— porque detrás hay una maquinaria política increíble. Si bien su muerte fue colateral, fue baleado en un mitin opositor al intendente de la época donde se estaba despidiendo a una persona que el mismo intendente había echado de la ciudad. Lo fascinante es el contexto político de un gobernante haciendo y deshaciendo a gusto sin consecuencia alguna y que sea un poeta baleado de pura casualidad -porque justo salió a la ventana cuando los sicarios tiraron para asustar- lo que haya marcado el inicio del fin de su carrera política”.
Rolo ve todo. Aparece en la escena por una misteriosa gruta que estuvo en la plaza principal hasta que en 1930 la quitaron, también misteriosamente. Luego acompaña a la multitud en la procesión. Caballos tiran de un carruaje con el féretro. Gauchos y obreros, hombres y mujeres, despiden a su poeta. En otro capítulo, Rolo conoce a Stephen Robert Koek Koek, pintor y poeta nacido en Londres en 1887 que perteneció a una dinastía de artistas holandeses de catorce generaciones. “Venía de Europa, viaja a Estados Unidos, baja toda Sudamérica hasta que llega a Buenos Aires y una familia de acá lo manda a buscar, lo contrata, para que pinte para ellos”, cuenta Mosqueira, y agrega: “Hay muy pocas fotos de Koek Koek. Se han contado muchas cosas, es como ocurre con la historia: cada uno que lo narra hace su propia versión. Yo vi una muestra que trajeron acá cuando se cumplían años del fallecimiento. Ahí me entero que hacía poquito habían encontrado su tumba. Se fue de acá a Santiago del Estero y muere ahí. Que haya transitado estas calles parece de ficción. Con este libro pude vivir la fantasía de viajar a ese momento”.
Uno de los personajes más ilustres que tuvo Chivilcoy fue Julio Cortázar. Llegó en agosto de 1939 a los 24 años y tomó las cátedras de Historia, Geografía e Instrucción Cívica de la Escuela Normal. Venía de dar clases en Azul y Bolívar. Se alojó en la pensión de la familia Varzilio y se introdujo en la cultura chivilcoyana: participó de las tertulias intelectuales en la Agrupación Artística, dio conferencias, disertaciones, y publicó artículos, relatos y poemas en diarios y revistas locales. Estuvo cinco años y en julio de 1944 se fue a Mendoza —mismo destino que Mathus— donde tenía designado un puesto en la Universidad Nacional de Cuyo. Rolo se cruza con Cortázar por medio de su gata Olga. El escritor la ve y la empieza a acariciar. Conversan, el amor por los gatos los une, y comienzan a brotar personajes de la época, como Francisco Musitani, nacido en Calabria, Italia, en 1888. ”Él se hacía sus trajes, se vestía de blanco, le gustaba el color verde, pintó la bicicleta de verde, también su casa que se llamaba La Verdepura, se vestía de mujer para hacer publicidad”, cuenta Balbo.
“A mí ésto después me fue generando preguntas —continúa Balbo sobre Musitani— porque nadie hace esto de la noche a la mañana. Yo creo que allí hay algo para escarbar. Cortázar lo utiliza en La vuelta al día en ochenta mundos, en un capítulo que se llama ‘Los piantados y los idos’. Lo trata de loco pero lo hace servir a sus intereses. Yo creo que de loco no tenía nada. He hablado con gente que me ha dicho que era un señor inteligente, culto, educado. Ahí hay algo. A mí esto me saca la pulsión de investigar a ver qué pensamientos tenía este señor”. Otra personaje local es el futbolista Carlos Alberto “Tanque” Giuliano, que hoy tiene 67 años. Nació en Chivilcoy y ahí vive:. Debutó con la camiseta de 22 de Octubre y pasó por Villarino, Colón, Gimnasia, Varela y Pellegrini. En el cómic, Rolo y sus amigos van a verlo en el clásico de la ciudad: Colón-Varela. Para Mosqueira su figura representa más que un personaje: “Mi papá lo dirigió. Un día me vino a visitar y me trajo un cuadro que está mi papá dirigiendo a Villarino y lo sacó campeón en el año 85. Y hablamos un montón con el Tanque. Eso también fue muy lindo”.
La búsqueda de Rolo, sus viajes, son para encontrar a su papá. Alguien le dice que hay una pala mágica, que si la encuentra su padre aparecerá. La historia de la pala es un clásico de Chivilcoy. Hacia 1840 existía el antiguo partido de Guardia de Luján, un conglomerado de campos silvestres donde los vecinos vivían solitarias y lentas rutinas. Al no tener una iglesia cerca para orar le enviaron una solicitud al entonces gobernador Juan Manuel de Rosas para que fundara un nuevo partido. Así nació un Chivilcoy inmenso y primitivo donde aún dormían futuras ciudades como Chacabuco y 25 de mayo. La leyenda cuenta que al obtener el permiso, los vecinos salieron a recorrer la zona para determinar la fundación. Valentín Coria, cansado de las vueltas, comenzó a correr con la pala en la mano. Alguien lo interceptó, éste tropezó y clavó la simbólica pala en un surco de tierra. Eso ocurrió el 22 de octubre de 1854 y ahí mismo se construyó luego el monumento a los fundadores, la escultura Clío, un robusto y viril hombre musculoso, en cuero, apoyando una pala en vertical al suelo y mirando al horizonte que se monta por la Avenida Villarino.
El viaje de Rolo es un espiral narrativo y ambicioso lleno de referencias literarias —desde El Eternauta a Tintín—, un escenario infinito lleno de personajes extravagantes, la esquina de imaginarios adultos e infantiles por igual. “Es un libro testimonial de historias de Chivilcoy”, define Mosqueira, y cuenta que “Loncho tenía la idea desde hacía unos años, y quería hacerla en capítulos independientes. Entonces un día se le ocurre Rolo y ahí le encontramos la vuelta: viajes mágicos al pasado. Al tener esa forma de narrar, medio fantástica, nos permitió tener varias licencias para inventar cosas que no conocimos, que no encontramos registros”. “Ahora que lo pienso —reflexiona Capobianco— creo que nunca imaginé un lector. Si bien lo hicimos para que se lea nunca figuré por quién. Es interesante cuando recibimos comentarios de lecturas de desconocidos o que se agota en las librerías sin saber quién lo compró. Ese movimiento por fuera de nuestro conocimiento y nuestras intenciones es lo me gusta que ocurra y siga ocurriendo, es la verdadera legitimación que el cómic merece porque es resultado de su propio mérito”.
“Cuando escribes no tienes a nadie en mente —dice Balbo—, escribes porque tienes que escribir. Hay mucha gente que escribe, que dice: ‘bueno, he terminado, ésto ya está, voy a pensar en otra cosa, se acabó, no sé qué’. Yo creo en lo contrario: cuando escribes y publicas es el principio de algo, no es el final. Es como coger una botella, meter un texto dentro, le pones un corcho y lo echas al mar. No sabes quién la va a recoger. De hecho ahora mismo debe haber millones de niños en todo el mundo leyendo, por ejemplo, Moby Dick, que es de 1850, y esos niños se pueden estar imaginando que son el Capitán Ahab o que van navegando en el Pequod o leyendo El Conde de Montecristo, una historia del XIX. Por eso creo que los textos son el principio de muchas cosas cuando están publicados. Lo que me gustaría que ocurriera con el libro ya ocurrió: el otro día fui a la Escuela Normal y vi en el recreo a tres chiquitos leyendo el cómic. Esto quiere decir que lo han llevado ellos al colegio, lo han compartido con los compañeros, no se lo han impuesto los maestros. Esto a mí me llena el corazón”.
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