Mi abuelo Alekséi Tolstói, famoso escritor ruso, ingresó joven en el Instituto Tecnológico de San Petersburgo, en 1901, pensando que iba a convertirse en ingeniero. Nunca llegó a serlo. Una vez le describió así a mi padre lo difícil que era para él concentrarse en clase.
El profesor se para frente al pizarrón y dice a los estudiantes: «Imaginemos un objeto con forma de cigarro que…». Y mi joven abuelo ya entra en trance. Está imaginando algo con forma de cigarro, está viendo un habano. Hay que recortarle la punta antes de encenderlo. El brillo dorado del alicate mordiendo el redondeado extremo del cigarro, el maravilloso aroma del tabaco cubano… De la nada aparece una panzona copa de coñac llena de un líquido ondulante y espeso… Ah, los reflejos dorados, las olas circulares que hace mientras lo entibiamos en nuestra mano… El humo azulado que inhalamos y soltamos, el delicado giro para que caiga la ceniza en el cenicero… El atardecer detrás de las pesadas cortinas… Afuera nieva en las calles de Petersburgo, un trineo cubierto, tirado por un viejo caballo, se desliza veloz y silenciosamente… ¿hacia dónde?
¿Quién va allí dentro? ¿Por qué el apuro? ¿Llega tarde al teatro? ¿A una cita romántica?
La realidad interrumpe el ensueño de mi abuelo. Sillas que se corren ruidosamente, el profesor borra del pizarrón las fórmulas que algún día aplicarán los futuros ingenieros mientras dice: «Caballeros, nos vemos el lunes».
Mi abuelo nunca terminó la carrera; se convirtió en escritor. Se dedicó por entero a su tarea y sus novelas históricas le dieron fama. Algunos colegas que lo trataron en sus últimos años dicen que tenía una imaginación que parecía clarividencia: era capaz de improvisar de la nada los más complicados diálogos, con una asombrosa astucia psicológica condimentada con detalles históricos específicos que los hacían doblemente convincentes. Veía el pasado con absoluta nitidez: cada botón de un uniforme, cada pliegue de un vestido de fiesta.
Yo heredé algo de esa tendencia al ensueño, aunque no en la misma medida. Nunca anhelé convertirme en escritora, no se me cruzaba por la cabeza dedicarme a escribir. Aunque me sumergía alegremente en paisajes imaginarios, no tenía palabras para describirlos. Y entonces, a los treinta y dos años, decidí corregir mi miopía sometiéndome a cirugía en la famosa clínica de ojos del profesor Fiódorov. Era el año 1983, antes de que se usara el láser para esas intervenciones, como es común hoy en día. La operación era una carnicería; las incisiones en la córnea se hacían con bisturí y tardaban tres meses en cicatrizar.
Durante ese prolongado lapso, mientras mis ojos se recuperaban, sólo fui capaz de ver difusamente, a través de un velo de lágrimas tan incesante como una lluvia contra el parabrisas de un auto. Había que esperar hasta el día en que me despertara mágicamente con perfecta visión 20/20 en ambos ojos. Mientras tanto, tenía que estar en completa oscuridad, porque el menor destello de luz me producía un dolor insoportable. La agonía era tan grande durante los primeros días, que ningún analgésico ni somnífero me proporcionaba el menor alivio. Después cedió un poco el dolor, pero aun así los ojos me ardían sin tregua hasta el atardecer, y el respiro temporario de la noche era interrumpido cada vez que dedicaba un vistazo involuntario a las estrellas: cada una era una aguja incandescente en mis pupilas.
Lo único que podía hacer era quedarme en casa con las cortinas cerradas y anteojos negros puestos todo el tiempo, guiándome al tacto en mis escasos movimientos. Mis ojos no se posaron en una sola palabra impresa o manuscrita durante todo aquel suplicio. Sólo la música, invisible en su esencia, me salvó durante aquel castigo existencial. Lo único que quedaba del mundo era música y dolor.
En forma gradual, sin embargo, algo inesperado empezó a suceder en mi mente. Mi ceguera seguía siendo casi total, no me atrevía a sacarme los anteojos ni para espiar el mundo allá afuera, pero el ojo de la mente empezó a ofrecerme imágenes del pasado cada vez más nítidas. No eran visiones oníricas, como las que experimentaba al soñar desde mi infancia, no: venían con palabras, y las palabras mostraban una trama, una continuidad, como si alguien completamente despierto dentro de mi mente, un segundo yo, estuviera convocándolas. Los ramalazos visuales eran inseparables del relato. Cuando las palabras no eran precisas, las imágenes conjuradas se desdibujaban en una niebla; sólo las palabras correctas les devolvían nitidez.
Estaba recordando, estaba viendo, mi infancia. Ahí estaba el vecino que vivía al otro lado de la cerca y que nunca me había interesado en lo más mínimo —yo tenía seis años cuando él tenía sesenta. ¿Por qué él? Nunca habíamos cruzado una palabra, y sin embargo ahí estaba, podía verlo absolutamente: entendía su vida, entendía sus pesares y alegrías; conocía a la perfección su casa, su jardín, su hermosa y ya no tan joven esposa.
Todo eso vino a través de palabras, que le daban cuerpo a las imágenes y revelaban su naturaleza. En forma inesperada e involuntaria veía incluso el subtexto, el significado oculto de esa historia no escrita: la eterna metáfora de la expulsión del paraíso.
Mis vapuleadas pupilas seguían esperando el amanecer mientras el ojo de la mente me internaba más y más en los detalles que iban apareciendo. Ahí venía uno, y otro, y otro más; no se detenían. En cuanto el médico me autorizó a sentarme a la mesa con la lámpara encendida, acomodé la máquina de escribir y tipeé de corrido y casi en trance el primer relato de mi vida. Sabía a la perfección cómo, sabía qué escribir y qué callar, sabía que lo no dicho poseía una fuerza especial, una especie de gravedad por ausencia, similar a una fuerza magnética capaz de atraer y repeler lo que hay a su alrededor, una fuerza que no se ve y sin embargo está ahí. Un mundo hasta entonces invisible y escondido estaba de pronto a mi alcance. Podía acceder a él en cualquier momento, pero su puerta sólo respondía a ciertas llaves: de sonidos, de entonaciones y pausas, de sentimientos.
Un día, por fin, mis ojos sanaron; recuperé súbita y totalmente la visión y resultó ser 20/20 perfecta. ¡Ah, qué dicha! Y entonces descubrí que aquel otro mundo que se me había manifestado en la oscuridad de la convalecencia seguía ahí, igual de accesible. Resultó ser el multifacético reverso de aquello que llamamos realidad: una recámara llena de tesoros, uno de esos mundos etéreos al otro lado del espejo, una misteriosa caja fuerte con respuesta a todos los enigmas, una libreta de direcciones con las coordenadas exactas de aquellos que nunca existieron.
Desconozco su geografía, sus montañas y sus mares; es tan vasto que lo imagino infinito. Quizá no es uno solo sino muchos. Y son impredecibles; pueden hacerse visibles o no. Hay días en que nos niegan el acceso: perdón, hoy estamos cerrados. Los pacientes y los devotos saben que no hay que rendirse; tarde o temprano las puertas se abrirán, se nos franqueará el acceso y no sabremos con qué vamos a encontrarnos hasta que estemos de aquel lado.
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