“Un varón devaluado”. Sebastián Cuattromo por Claudia Piñeiro
“Sí, sí, tal cual como usted dice, quedaba cerca. Yo iba caminando desde mi casa, tanto al Colegio Marianista como a San Lorenzo, todo era en el barrio”.
“Yo vivía ahí, ese era mi mundo. Y era muy futbolero, me gustaba más ir a ver al Ciclón que estar en el colegio. Tardaba veinte minutos, media hora, a cualquiera de los dos lugares. Lo hacía con gusto, a los trece años esa distancia no asusta. Asustan otras cosas; al menos a mí, me asustaron otras cosas”.
“Y sí, ir a ver a San Lorenzo me encantaba, como a tantos pibes. Hasta que pasó lo que pasó. No me pregunte, usted sabe. Al poco tiempo, la cancha, igual que la escuela, se convirtió en un lugar hostil. Yo tenía trece años, la misma edad que aquel chico abusado por el director técnico del club del que yo era fanático. Cuando la hinchada cantaba a los gritos ‘Yo te la meto, te la dejo, el Bambino se coge a todos los pendejos’, o ‘Che, Bambino, prestame a tu mujer que yo te presto mi sobrino’, sentía que ese canto me lo estaban dedicando a mí, que esos hombres que me rodeaban sabían. Todos sabían. Yo era esos pendejos, yo era ese sobrino”.
“Es que los cantos, en el fondo, iban contra la víctima, no contra el entrenador. En la cancha parecía haber un acuerdo tácito de que ‘el más hombre es el que se coge a otro’, aunque el otro sea un pibe. Por supuesto que me afectaba. No sabe cuánto. Cuando la hinchada contraria cantaba ‘Todos con el culo en la pared, llegó el Bambino, largue todo y agarre a su hijo que llegó el Bambino y se lo va a coger’, yo fruncía los glúteos, los apretaba, como si eso me fuera a proteger de algo que ya me había pasado. Pensaba en mi viejo. No me agarró mi viejo como pedía la canción, no me protegió, él no sabía. ¿Tenía que saber?, ¿se podía haber dado cuenta? ¿Y mi vieja o mis hermanas? Prefiero creer que no. Un día de tanto hacer fuerza casi me hago pis encima”.
“No, no le conté a nadie. Ni a mi viejo ni a nadie: tardé diez años en poder contar. Ahora lo cuento. Se lo estoy contando”.
“En mi colegio, cuando terminabas séptimo grado, existía la amenaza de que a lo mejor no te daban la vacante para la secundaria. Era una amenaza real, no había lugar para todos y, tal como lo trasmitían los profesores y los curas, la culpa la tenían las mujeres: como debían entrar chicas a partir de séptimo y los cursos no podían tener más alumnos de los que ya tenían, irremediablemente, algunos varones se tenían que ir para hacer espacio. Los candidatos a expulsados eran los que se habían mandado alguna macana. Así que como parte de la enseñanza marianista aprendíamos a denunciarnos los unos a los otros. Ese año, con un par de amigos habíamos dibujado con tiza la pared de la casa de un compañero. Alguien nos delató y el maestro nos llevó ‘a juicio’. Era el procedimiento habitual: se armaba un simulacro de proceso, cada compañero levantaba la mano para agregar todo lo malo que recordaba habían hecho los acusados durante el ciclo lectivo. Luego se votaba: culpable o inocente. En el juicio de ese final de año votaron ‘culpables’, y eso nos dejó con un pie en el estribo. Ahí comenzó todo”.
“Sí, eso sí sabían mis padres: recibieron una comunicación diciendo que existía la posibilidad de que no me renovaran la vacante. Era una carta intimidatoria. Fue un drama familiar. Caras largas de mi papá y de mi mamá. Me dieron un plazo para que revirtiera la situación. Yo no sabía qué hacer. Estaba desesperado. Hasta que apareció el hermano FP, lo conocíamos de la escuela, él vivía allí. En la secundaria se desempeñaba como profesor de Lengua y Literatura. No era cura, pero había hecho votos de castidad, obediencia y pobreza, y pertenecía a la congregación marianista como religioso. Tenía a cargo la colonia de vacaciones que todos los años se hacía en Casa Grande, La Falda. Una tarde, muy cerca de fin de año, nos vino a hablar a mí y a otros dos compañeros candidatos a la expulsión. Nos dijo que fuéramos a la colonia. Que, si lo hacíamos y nos portábamos bien, él iba a dar un informe favorable para que siguiéramos en el colegio. Un compañero y yo aceptamos, el otro no y fue expulsado. Siempre me pregunté si alguna vez habrá sabido de lo que se salvó”.
“No, antes de llegar, ya en el micro sentí algo extraño. FP se venía a sentar con nosotros. Pedía ubicarse entre los dos. Nos decía que nos pusiéramos a upa de él. Era una situación incómoda, inquietante, pero hasta ahí no tomé real consciencia del peligro. Al llegar a Casa Grande sus intenciones se hicieron evidentes. Nos ubicó alejados de las habitaciones de los otros chicos, muy cerca de su habitación y de los otros adultos. A mí, a mi compañero y a un tercer compañero que también estaba en la cuerda floja, había ingresado al colegio un año antes y todavía le costaba la integración al grupo. No nos dejaba participar de las actividades y los juegos de los que participaba el resto; y nos amenazaba con que, si nos portábamos mal, nos llevaría a la ‘casita blanca’, una casa abandonada, derruida, donde todos creíamos que habitaba el espíritu de una mujer muerta”.
“Tómese el café que se le enfría. El mío estaba apenas tibio. ¿Por dónde iba? Ah, sí, por nuestra rutina. Cuando volvíamos de bañarnos, envueltos en toallas, se asomaba y nos preguntaba: ‘¿La tienen grande?’; se refería al sexo, claro. Nosotros nos reíamos sin terminar de ver sus intenciones, no contestábamos; era raro, incómodo, pero aún así no advertimos el peligro real. Cómo se nos iba a ocurrir. Hasta que una noche FP entró a la habitación cuando ya estábamos acostados y con la luz apagada. Yo dormía abajo, en una cama cucheta. Se sentó a mi lado y empezó a acariciarme, pasó su mano por todo mi cuerpo, se agachó y me besó el cuello, me tocó, me apretó, iba y venía del cuello a los testículos. Me masturbó. Yo no entendía lo que estaba pasando, estuve todo el tiempo paralizado, en shock. Eyaculé. No grité, no pude. Cuando terminó conmigo pasó a la cama de mis otros amigos. No veía qué les hacía, como ellos no habían visto lo que FP me hacía a mí. La oscuridad del cuarto solo permitía escuchar lo que estaba pasando, oler, presumir, esperar. Pero los tres sabíamos. Volvió a pasar. Una noche trabamos la puerta con un mueble para que no entrara. Al día siguiente nos castigó y nos dejó encerrados todo el día”.
“No, no fue solo en la colonia. Cuando empezamos la secundaria sucedió otra vez, en el colegio, fuera de horario. Yo me había quedado en la biblioteca, me atacó en el patio. Me tomó por la fuerza, desde atrás. Apoyó su sexo contra mí, mientras me tenía por el cuello. No había nadie. Otra vez quedé paralizado”.
“Mis días a partir de entonces fueron muy duros. Yo me sentía un varón devaluado. Nunca supe si alguno de los compañeros con los que habíamos compartido el cuarto contó lo que había sucedido en Casa Grande, pero lo cierto es que en la escuela empezaron a aparecer cantitos que me mencionaban a mí y al hermano FP. Bromeaban con nosotros; para ellos era broma, para mí dolor. Sabían, no cabían dudas. Y como en la cancha con el Bambino, en el canto de mis compañeros no estaba claro si a quien repudiaban era al abusador, al abusado o a los dos”.
“Sí, me tomó tiempo, dolor. Cuando cumplí veintitrés pude contarlo. Había empezado terapia dos años antes. Busqué a mis compañeros para ver si me querían acompañar en la demanda, pero no se animaron. Me acompañó otro chico, que había sido abusado al año siguiente; su familia había planteado el tema en el colegio y alguien me lo contó. Tanto tiempo como me llevó contarlo transcurrió hasta que empezó el juicio. En medio, muchas idas y vueltas, decepciones, empecinamientos, necesidad de que se hiciera justicia, broncas. Con mi compañero de demanda conseguimos que el colegio asumiera su responsabilidad: nos ofrecieron una indemnización. Plata. Pagó la orden marianista. Habrán pensado que con eso el religioso saldaba su deuda. En el acuerdo nos hicieron firmar una cláusula de confidencialidad: no estaban reparando el daño, sino comprando el silencio”.
“Por supuesto que no estaba bien lo que pedían a cambio. Pero para mi compañero era muy importante esa indemnización, así que firmamos, mi compañero cobró, yo decidí no hacerlo. Junté fuerzas y salí a pelear por la impugnación de la cláusula de confidencialidad. Retomé mi camino para lograr verdadera justicia. No estaba dispuesto a aceptar el complot de silencio de la congregación religiosa. “Entonces, llevé el caso a la Defensoría del Pueblo y tuve más suerte. ‘La cláusula de confidencialidad está viciada de nulidad y es contraria a la moral, al imponer una nueva victimización de quien denuncia haber sido víctima de un delito de naturaleza sexual’, dijo Alicia Oliveira, la defensora. Llevé una carta al arzobispado, entonces a cargo del cardenal Jorge Bergoglio, y la carta era la resolución de la Defensoría del Pueblo de la Ciudad de Buenos Aires que declaraba ‘nula’ la pretensión de silenciamiento de los marianistas. Concurrí a la sede del arzobispado, adonde nunca se me hubiera ocurrido ir, por su sugerencia, en el mismo momento en que me entregaban en mano aquella formidable resolución en la sede de este organismo público. Fui para que me respondieran si era correcto cómo habían actuado mi colegio y la congregación en cuanto al pacto de silencio que nos exigían. Recibieron la carta, pero me indicaron que fuera a la vicaría zonal de Flores y viera allí al padre Mario Poli, con quien me entrevisté dos veces. Nunca me contestó. La falta de respuesta es una respuesta, ¿no?”.
“Ahí se abrió una compuerta que parecía obturada para siempre. Oliveira estableció que yo no estaba obligado a callar, entonces hablé. Y escuché. De parte del colegio, escuché argumentos inconcebibles, antes y durante el juicio. Dijeron que, a partir de aquella denuncia de un alumno, habían pedido un psicodiagnóstico de FP ‘y que el resultado dio que el hermano era una persona normal, no homosexual’. Que lo que había hecho con nosotros era ‘un juego inapropiado’, lo calificaron como ‘cosas feas’. Y que gracias a esas acciones se había encendido ‘una luz amarilla’. La luz amarilla apenas alcanzó para trasladarlo de localidad, y de Caballito FP fue enviado a Catriel, en la Patagonia. También, a modo de queja, dijeron: ‘El Colegio Marianista está quedando como de derecha con la difusión de esta historia, cuando siempre fue un colegio considerado zurdo, ya que tuvimos como diez desaparecidos’”.
“No, no fue fácil conseguir que se lo condenara. Pero yo soy paciente y tenaz. Antes de que FP escapara del país, un abogado nos armó un encuentro con él. Quería saber qué tenía para decirme. El ‘hermano marianista’ reconoció los hechos, pero solo con respecto a mí. Dijo que de los otros casos no se acordaba. Que el mío había sido paradigmático. Paradigmático, dijo. ¿Habrá sabido lo que decía? Y también dijo: ‘Yo no soy abusador, porque ahora me reconocí homosexual, fue un camino que tuve que transitar, y ustedes no tienen por qué arruinarme la vida’. Para que no se la arruinásemos, como él había hecho con la nuestra, FP se escapó de la justicia y en el 2001 se registró su ingreso a Estados Unidos. De acuerdo con el expediente, lo tenía que buscar Interpol, pero pasaban los meses y no había novedades. Me resultaba muy raro. Un día empecé a ir de oficina en oficina, a prefectura, a gendarmería, a ver por qué no aparecía. Y me enteré de que no lo buscaban. ¿El motivo? El juzgado no había completado un último formulario necesario para que Interpol iniciara el trámite. ¿Puede creer? Pedí que lo completaran y entonces sí empezó la búsqueda. Luego de años de buscar ayuda por todas partes logré que un amigo suyo, que seguía en contacto con él, me compartiera el nombre de las personas que vivían con FP. Usaba un documento falso, a nombre de un mexicano; lo detuvieron y vieron que tenía pedido de captura. Sin embargo, todavía habría que esperar: FP hizo demorar la extradición todo lo que pudo, tres años estuvo en cárceles de California y Texas. Hasta que finalmente lo extraditaron y comenzó el juicio en Argentina. Y con ese juicio, la verdadera reparación. La condena fue por corrupción de menores, calificada por el vínculo —encargado de guarda—, en forma reiterada”.
“En nuestro caso salió bien. Pero a veces la justicia parece que fuera ciega en serio, ¿no? Fijesé. FP tuvo una condena de doce años. El Bambino estuvo preso solo once meses. Dos chicos de trece años abusados por un adulto, y el resultado termina siendo tan dispar. Dicen que la amistad de Veira con el entonces presidente Menem ayudó para que saliera antes. Yo no lo sé. Lo que sí sé es que al Bambino le perdonaron todo. En el 95 hasta yo mismo festejé que nos sacara campeones después de veintiún años de malaria. Festejé como si no supiera o no me acordara o no me importara. Otra vez el Bambino era un ídolo. Duró un tiempo, hasta que nos abandonó para dirigir a Boca. Ve, eso sí que no se lo perdonaron. ¿Se acuerda de lo que le cantaban cuando se fue? Usted es de mi época, y futbolera como yo, se debe de acordar. Había mucha bronca en el club, lo sentían una traición. ‘Esta es tu hinchada, la que siempre te bancó, esa otra hinchada te gritaba violador’. Al Bambino no le importó, se fue igual. Nada le importó, nunca”.
“A veces pienso qué habría sido de mí si FP hubiera seguido apareciendo por todos lados como pasó con el Bambino Veira. Mostrando su tupida cabellera teñida, sus dientes imponentes, su risa contagiosa. Qué habría sido de mí, si en lugar de una condena ejemplar, FP se pavoneara en la pantalla del televisor, comentando un partido, haciendo chistes festejados por conductores y periodistas deportivos. A veces también me obligo a imaginarlo, no por mí, por ese otro pibe que hoy es una piba. Para compartir su dolor, y siento que me parto al medio, que me desarmo, otra vez aprieto los glúteos, fuerte, y tengo miedo de orinarme encima”.
“¿Usted cree? Yo no sé a quién le importa lo que nos hicieron. Sabe, a veces cuando alguien me mira siento que duda, que no me termina de creer. O que prefiere concluir que no fue para tanto. Porque aceptar el daño que me hicieron significa aceptar que también les podría haber pasado a ellos”.
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