La historia de este disco podría llamarse, como la novela de Paul Auster, La música del azar. Y hay, como en gran parte de la obra del escritor, un padre ausente (aunque también abundan, como sucede con el escritor, juegos con el tiempo, casualidades coincidencias). El padre ausente es África, un continente central y paternal para la isla de Cuba y de cuya relación filial proviene toda una cultura: la afrocubana. Una cultura que es religión, arte, lenguaje. Y por supuesto música. Y la historia dice que en 1996 un grupo de músicos de Mali iban a viajar a La Habana para grabar con artistas cubanos. ¿El concepto? Un disco de música tradicional africana occidental y afrocubana. Sin embargo, la idea original se frustró cuando las visas cubanas para los africanos no llegaron. Así, Nick Gold, productor ejecutivo, recurrió al músico Ry Cooder y junto a al productor cubano Juan de Marcos González salieron a “peinar” la Habana en búsqueda de músicos de la Vieja Trova. Y, como canta Fernando Cabrera en la canción “Caminos en flor”, “el azar los acarició”: la pesquisa de esos “jubilados” del son y el bolero -anteriores a la Nueva Trova los 60 que reflejaba los cambios sociales de la revolución-, dio como resultado un disco revolucionario: Buena Vista Social Club (en homenaje al club cubano donde solían presentarse).
En 1997, casi a fin del milenio, el disco estalló como si se hubiese hallado a los guardianes de las canciones de la galaxia. Y, Chan Chan, nos gustó la pachanga: un álbum número 1 en Alemania y Japón. 7 millones de copias vendidas. Películas documentales (una por Wim Wenders). Giras, discos solistas, proyectos paralelos: el fenómeno Buena Vista probablemente haya inventado, antes que el cine, su propia remake, spin-off, precuela y secuela. Hacia el final, esa política de búsqueda musical casi arqueológica, se tornó (geo)política a secas: se anularon las sanciones para que los cubanos se presentaran en el Carnegie Hall de Manhattan al mismo tiempo que en Cuba el disco apenas podía conseguirse (y se lo consideraba demodé). Globalización Social Club.
Infobae pudo entrevistar al productor Nick Gold, padre ejecutivo del proyecto, y a la cantante Omara Portuondo, la única mujer del grupo. A 25 años de la edición original, acaba de lanzarse una versión definitiva y remasterizada que incluye ¡ni más ni menos! un segundo disco con canciones inéditas. Y a un cuarto de siglo, ese álbum se sigue disfrutando como una aventura, un viaje o un recuerdo. Si la trillada frase que afirma que “los discos que oímos son nuestra banda de sonido”, aquí sucede lo opuesto. A cada escucha y sin proponérselo, BVSC se nos antoja nítidamente como un disco conceptual. Es sentirse un viajero inmóvil de un periplo de Alto Cedro a Marcané, del monte a Sierra Maestra. Y “a caballo” o con el carretero. Juanica y Chan son los protagonistas, allí en el “Cuarto de Tula”. Con “Dos gardenias”. Cantando, repitiendo “Hoy represento el pasado / No me puedo conformar” o “Hay un suave murmullo / En el silencio de una noche azul”.
Un disco como un (neo)realismo caribeño. De personajes que hacen de sí mismos, entrando y saliendo de cada canción y de nuestros recuerdos. Se llaman Compay, Elíades, Ibrahim, Barbarito… (el inolvidable “se volvió loco Barbarito. ¡Ay qué interesante!”, en “El cuarto de Tula”). He aquí la rosa púrpura de Cuba.
Nick Gold, uno de los padres de esta criatura de 25 años, celebra el nuevo formato del disco y nos atiende por webcam desde su Londres natal.
—¿Cómo fueron sus comienzos en la industria discográfica?
—Nick Gold: Yo no estudié nada específico de música o producción musical. Estudié historia africana en la Universidad. Paralelamente además siempre fui un coleccionista de discos, sobre todo de jazz y blues. Así que mi entrenamiento fue escuchar música y leer sobre música, pero sin tuve educación formal. Luego de trabajar en una disquería de jazz comencé en el sello World Circuit Records, que estaba dirigido por dos mujeres, Anne Hunt y Mary Farquharson. Ellas querían establecer un sello, tanto de música grabada como en vivo, con artistas que fuesen populares en sus países, pero no aún en todo el mundo. Hacerlos populares. A los pocos meses entrar me pidieron que viaje a Kenia a grabar a un grupo llamado Shirati Jazz. “Conseguí un productor, un estudio. Hacé el disco”, me dijeron. Y fue increíble. Me senté a ver lo que hacía el ingeniero de sonido. Y aprender.
—No parece el modelo ni del productor que conoce el lenguaje musical del estudio, ni del productor general que viene del marketing, por ejemplo.
—N.G.: No. Tuve mucha suerte en estar en ese lugar y aprender. Es un poco como cuando sos adolescente y le insistís a todos con un músico que amás: “Ey, tenés que escuchar esto”. Y en esa época los sellos independientes se desvivían por darle discos a la prensa, a la radio para diseminar la música nueva. Yo estaba encantado viajando y descubriendo artistas.
—Suena un poco como Alan Lomax, el musicólogo que recorrió EEUU grabando artistas de folk, country, blues…
—N.G.: Mmm… tal vez, pero no exactamente. Porque teníamos un ángulo mucho más claro en lo comercial. Siempre fuimos muy consciente del repertorio. No era solo grabar artistas, de América o de África, sino de pensar y conversar mucho con ellos el repertorio.
—Con BVSC, ¿cómo fue la experiencia de grabar en los míticos estudios de EGREM de La Habana? Me imagino que siendo Cuba un país aislado, acaso su tecnología no fuera la mejor.
—N.G.: Mirá… es el estudio más hermoso, a nivel sonido y a nivel arquitectura, en el que yo haya estado jamás. Sus pasillos, sus ambientes… todo en madera, te hace acordar al gimnasio del colegio, con esos revestimientos de madera en los costados. Cuando grabamos BVSC lo digital estaba en pañales aún, así que grabamos todo en analógico. O sea: de una forma no muy diferente a cómo se grabaron algunos de los más importantes discos de música cubana de los años 40 y 50 en ese estudio. Ya la sala de sonido tiene un sonido y una acústica hermosa. Y llevé conmigo a un maravilloso ingeniero de sonido, Jerry Boys, cuya experiencia se remota a haber grabado con los Beatles, en Abbey Road. Usamos micrófonos de ambiente, colocados bastante altos, para obtener un sonido general.
—¿Y eso fue idea suya?
—N.G.: No, de Ry Cooder. En esa época en Cuba (y tal vez en todo el mundo) había una obsesión por usar micrófonos direccionados, muy cerca del instrumento, y por utiliza espacios muy separados para cada instrumento. Ry pensaba todo lo contrario: era muy consciente del oxígeno sonoro de ese ambiente y cómo todos los instrumentos se fundirían perfectamente. Incluso en el estudio, uno se ponía a conversar, a charlar, a caminar y la reverberación era magnífica. De esta manera entonces utilizamos micrófonos de ambiente y micrófonos cercanos para las guitarras y las voces. Pero cuando mezclamos el álbum usamos y forzamos las grabaciones con los micrófonos ambientales y los otros los dejamos más para algunos detalles sonoros. Te hace sentir que estás dentro del estudio, junto a los músicos. Los músicos además estaban físicamente muy cerca, sin auriculares, escuchándose, interactuando entre ellos. Todo eso hizo que sonaran como una extraña experiencia de entorno naturalmente estereofónico. Además, fue un control de sonido muy íntimo, incluso en los momentos más potentes. Los artistas escuchaban cada toma en la sala de control y les encantaba el resultado. Se divertían, pero al mismo tiempo sabían que era un proyecto muy serio
—¿Hubo muchas tomas y re-grabaciones?
—N.G.: Ja… fueron más que nada primeras tomas. Lo que pasaba es que cada vez había más y más músicos entrando al estudio. Eran demasiados. Y Ry quería un ambiente íntimo. El ensamble de músicos, según cada canción, a veces los reducíamos al mínimo para lograr más intimidad. Y ni bien terminaban de ensayar, Ry insistía en grabar la canción de inmediato. ¡Yo corría a decirle a Jerry, el ingeniero de sonido, “Graba ya!”. Porque con estos músicos, una vez que le decías que grabábamos… se comportaban diferente, querían ensayar más. Y entonces la vibra, la atmosfera, todo cambiaba. Así que casi, casi todo el disco son primeras tomas. “Chan Chan”, por ejemplo, es primera toma.
—¿Pero… entonces podemos decir que a veces los grababan sin que ellos lo supieran?
—N.G.: ¡Casi! Sabían que estaban siendo grabados… pero a veces paraban y decían “no, esto hay que ensayarlo más” y nosotros los seguíamos grabando para ganar esas tomas más espontáneas, las descargas, las improvisaciones de las letras. Digamos que sabían que los estábamos grabando, pero aún no estaban listos. Y así terminaba triunfando esa frescura tan típica del disco.
—¿Podría decir que hubo algún tipo de suspicacia o de duda de parte de los músicos, del tipo ‘por qué quieren grabarnos ahora estos extranjeros’ o algo parecido’?
—N.G.: No, para nada. Yo desgraciadamente entendía poco castellano, pero se reían todo el tiempo y lo disfrutaban mucho. Y un elemento clave fue Juan de Marcos González, cubano y también otro productor del disco, que logró juntar a todo el equipo.
—Muchos descubrimos en este disco a uno de los mejores pianistas del mundo, Rubén Gonzáles. ¿Qué nos puede contar de él?
—N.G.: Pienso lo mismo que vos, que era increíble. Yo no lo había escuchado antes de ir a Cuba. Fue uno de los primeros músicos que conocí del proyecto cuando llegué allí. Era el primero en llegar al estudio y no paraba de tocar. Y lo que tocaba, te juro, era la música de tus sueños. No tenía piano en su casa y disfrutaba mucho de tocar. Para el primer disco solistas que hicimos con él, Introducing... Rubén González, trajo un papelito con los títulos de nueve canciones y dijo “este es mi repertorio”. Y así quedó el álbum.
—¿Qué cree que fue lo que hizo a BVSC un disco tan moderno, clásico y amado en todo el mundo?
—N.G.: Creo que parte de lo que lo hizo tan especial fue que el grupo era nuevo para esa grabación. Y entonces había una energía especial, por ser un proyecto de primera y única vez. Luego de hacer ese disco todos ellos se volvieron muy famosos, de manera que juntarlos a todos para un segundo disco se hizo imposible, a excepción de los conciertos en Ámsterdam y en el Carnegie Hall con todos los músicos originales.
—Finalmente, ¿cuáles fueron los discos que lo marcaron como productor musical?
—N.G.: Los discos del pianista de jazz Jerry Roll Morton para la Biblioteca del Congreso de EEUU, el primer dub y reggae de Lee Perry y King Tubby y los Art Blakey y Hank Mobley para Blue Note Records. También el sonido del blues del sello Chess. Y el sello cubano Panart records, que organizó las primeras grabaciones de música afro-cubana. Y que grababan en lo que hoy son los estudios EGREM, por supuesto.
La cantante de son y boleros, Omara Portuondo, “la diva de Buena Vista Social Club”, “la novia del filin”, también accedió a responder un cuestionario, pero por e-mail. En esta entrevista repasa algunos hitos de una vida dedicada al son y al bolero y que la llevó a escenario con artistas de la talla de Edith Piaf, Pedro Vargas, Bola de Nieve y Nat King Cole, entre otros.
—BVSC surgió casi por accidente. Supongo que en la vida lo no planeado puede acabar siendo muy importante, ¿no?
—Omara Portuondo: En nuestro caso es muy acertado. Es recurrente que nos pregunten si sabíamos que el proyecto sería tan exitoso y le puedo asegurar que ninguno de los que estábamos allí sabíamos lo que nos aguardaría. La sorpresa del proyecto es algo que asombra, la calidad de la música, los intérpretes, la producción... Su sonoridad que es tan cercana a muchos estilos. Fue la oportunidad de dar a conocer los grandes clásicos de la música cubana a nivel mundial. Mire usted, 25 años más tarde seguimos disfrutando de este álbum. En la vida hay que ponerle amor, mucho esfuerzo y cariño a las cosas que uno hace.
—El swing en el jazz, el duende en el flamenco, lo “canyengue” en el tango argentino… Y al filin cubano, ¿cómo lo explicaría?
—O.P.: Pues es sentimiento, algo difícil de explicar con palabras. Hay que sentirlo. La palabra viene del inglés, “feeling” que nosotros la españolizamos y se usaba en Cuba para la influencia de la corriente americana de las canciones románticas y de jazz.
—¿Son o bolero: podría elegir con cuál quedarse?
—O.P.: La música es un lenguaje universal, ¿por qué quedarnos con uno si podemos disfrutarlos, sentir, vivir? Me quedo con los dos… por favor no me haga elegir.
—Hablemos del bolero: pienso que siempre fue un género menos machista que, por ejemplo, el tango. A la mujer en el bolero se le permite triunfar.
—O.P.: Las canciones cuentan historias, son el reflejo de un tiempo, más allá de los géneros. Hay que tener una mirada muy crítica y erradicar de nuestra sociedad el machismo y la violencia contra las mujeres.
—Usted grabó o tocó en vivo con Benny Moré, Pedro Vargas, Edith Piaf y Nat King Cole: ¿de alguno guarda algún recuerdo en especial?
—O.P.: Pues de todos tengo un grato recuerdo, ya que cada una de estas experiencias me han hecho más fuerte y me han llevado a estar donde estoy hoy. Recuerdo hacerle los coros a Nat King Cole en el Tropicana Club. Era un señor muy elegante y con una increíble voz. Pero como le digo, a lo largo de mi carrera musical he tenido la oportunidad de trabajar con muchos artistas, jóvenes, no tan jóvenes, conocidos o que estaban empezando. Y de cada experiencia uno aprende. Mire usted, justo ahora estoy trabajando en mi nuevo disco junto a la joven y talentosa Gaby Moreno y ya nos han reconocido con una nominación a los Latin Grammy. La vida no deja de sorprenderme y de regalarme alegrías.
—¿Aún disfruta de cantar “Dos gardenias”?
—O.P: Dos gardenias para ti… con ellas quiero decir, te quiero. Te adoro. Mi vida… Por supuesto, la disfruto como siempre. La música es mi vida.
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