“El libro de escribir”: cómo sacar, en medio de la rutina, la magia literaria que llevamos dentro

La escritora argentina, autora de “Heroína”, “Un beso perdurable”, “Querida” y “Aurelia”, cuenta el detrás de escena de su nuevo libro, publicado por Rosa Iceberg

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"El libro de escribir" (Rosa Iceberg) de Gabriela Bejerman
"El libro de escribir" (Rosa Iceberg) de Gabriela Bejerman

¿En qué lugar somos libres, o más bien, cuándo? ¿Cuáles son esos breves instantes en que nos deslizamos blandamente, sin resistencia, sin darnos cuenta?

A mí me pasa poco. Por lo general estoy tan ansiosa que no anclo. Estoy por, estoy por, estoy casi. Y si no, ya se me escapó el momento de pasarla bien. Pienso en preparar un lindo encuentro, en hacer chipá casero, estoy haciendo bolitas, pongo música fuerte, pero cuando está llegando la gente ya no estoy, ni acá ni allá, corro del timbre a la mesa y no puedo sentarme ni conversar. ¡Deténganme!

Otro ejemplo: me vine a la isla, aparece el momento mágico en que no hacer nada es lo que está bien. Me echo en la reposera y se me revuelve algo en el pecho. ¡Estate en paz! Ay, si tuviera un asistente espiritual 24 horas que me indicara qué hacer. Ahora, relajate. Ahora, no busques más equis cosa y salí. Ahora, no hagas más que jugar con tu hijo y abandoná la sensación de esfuerzo.

Sí me pasa cuando estoy tomando clases. Hay que hacer algo; me cuesta pero lo hago, obedezco con gratitud. Un ejercicio de canto: uiuiu. Una flexión sufrida hacia adelante, isquiotibiales a punto de estallar, exhalo. Unos acordes desconocidos y encadenados, ¿podré?, ¿podré?, ¡allá voy!

¿Y cómo creen que recién me puse a escribir este texto? No lo podrían adivinar. Estamos en la isla. Cae la tarde, parece que todo está bien. Al fin, pienso, ingenua, cada uno está feliz con lo que hace. Yo: podando helechos. El nene: jugando con tierra. Marido: leyendo sentado. Pero de pronto resulta que el juego del nene se zafó a la zona explosiva de lo que llamo “bardo atómico”. ¿Qué hizo? Algo muy malo. ¡Qué hizo! Destruyó el jazmín paraguayo recién comprado, aún no plantado. El que da flores violetas que, a medida que van marchitándose, se ponen blancas. Largan un perfumón como leche aérea que te revuelca en éxtasis. Bueno, quedó hecho un palito escuálido, muy poco promisorio. El nene se escondió. Después de un rato, aparece pidiendo perdón con una dulce sonrisa sobreactuada, como si se hubiera mandado una macana menor. No es que él crea que es menor, pero está probando si este método le funciona. Esta vez no me pongo roja de furia. Marido prometió ocuparse de tomar medidas educativas así que yo me voy con la compu al rancho, a hacer lo que hace días en mi mente empezó a pesar como un deber. Mi abuela decía: primero el deber, después el placer. ¿No podrán ser las dos cosas juntas?

Hace un mes y medio que venimos a la isla y todavía no había cumplido mi fantasía de sentarme a escribir sola, con la luz verde de la tarde liberándome de todo, del maternaje, el acelere, las ganas hipotéticas, dislocadas. Entro en el estado magnánimo que es escribir. Nadie puede arrebatarme esta felicidad, incluso si me interrumpieran, porque resulta que está ahí, disponible. Es la liviandad, la espesura, la alegría de ser dueña de las oraciones, mi plastilina personal. ¿Qué apuro hay? De la destrucción vino el permiso, ¡quién lo hubiera dicho!

Más sorpresas a la hora de entrar en el tiempo de entregarse: no sabía que en la luz fantástica de la tarde volcándose en diagonal por entre los sauces era posible ver todas estas cositas que flotan, ¿serán insectos, serán plumas vegetales que llueven sin gravedad…? Gracias, astigmatismo, por alentar mi misreading. Gracias, caos, por propiciar el envión.

Mientras me clavo un mate con manzanilla suena “J’sais pas”, de Johan Papaconstantino, maravillas del azar sincronizado con el capitalismo, lo llaman algoritmo. Mi cuerpo baila por dentro, bunchi feroz. Hace dos semanas nos zarandéabamos a su ritmo cebado con amigues e imaginábamos que era un senegalés de veintiocho, primera generación de nacidos en Francia. Si quieren, báilenlo. Si quieren, gugléenlo. Si quieren, pónganse la música que más les active el periné. Y si quieren, gugleen periné.

Podemos ir a guglear cosas en busca de certeza, pero el ritmo cardíaco está más adentro, en el lugar donde no importa la información, el lugar donde sabemos bailar porque no nos importa cómo hay que hacerlo. Y si a algo me dediqué en la vida, es a propiciar para otres el salto suculento a ese territorio infinito donde la escritura es nuestra, donde plantamos una bandera de libertad inventada.

Hacía tantos años tenía la idea de escribir un libro de consignas... Es que hace dos décadas que trabajo guiando grupos en el vértigo de escribir. Abriendo puertas. Diciendo que sí. Dándoles un empujón, un subidón, un ayudín.

Y un día empecé a pensar, también, que yo misma tenía que escribir todas mis consignas. Fue en plena pandemia que me puse a hacerlo. ¡Escribir el libro de consignas y realizarlas era lo mismo! Eso yo no lo sabía antes de empezar. Aventuras de escribir, nos llevan al más allá de nuestra previa mental. Entre el plan y la acción, zafamos de lo que creíamos que era nuestra medida personal. El sabor de la desmesura nos arrebata, nos lleva por donde nos gusta.

En 2020 di más talleres que nunca. Quienes bailan y actúan, pensaba yo con compasión, deben arder de furia y de ganas frenadas. Pero para quienes nos volcamos a las palabras, el año que pasó fue una oportunidad de introspección imprevista. Además, escribir fue la manera que usamos para encontrar un sentido a toda esa locura, o para pensar en otra cosa, o para destruir la sensación de encierro.

Conviviendo en familia sin tregua, como todo el mundo, encontré que podía escabullirme silenciosamente de la cama antes del amanecer. Sin levantar las persianas (eso arruinaría todo), me ponía a redactar uno de los ejercicios que iban engordando mi lista. O también me ponía a escribir tarde, de noche, en ese silencio rarísimo que se escuchaba, sin autos rolando por el adoquinado ni fiestas estallando en patios o balcones. Entonces encontraba el remanso para alentarme y alentar. Pero también, empezaba a escribir tomando la punta del ovillo desde algo que acababa de pasar, no en el ideal de una cabeza despegada del cuerpo, de la casa, del mundo. Como recién, como ahora. Como si les pidiera que por favor imaginen el olor del jazmín paraguayo. Porque si les pido eso, tengo la esperanza de que va a reverdecer. ¿No creen también que las palabras nos unen y tienen la fuerza de propiciar una floración?

Así es como escribí este libro. Sentándome con el impulso de detener el tiempo y abrirlo, dándolo a luz, dándome la oportunidad. Y eso es lo que este libro intenta replicar: ofrecer a quienes lo lean la chance de hacer realidad las ganas de escribir. Sin esperar más magia que la tenemos para darnos. Sin querer cumplir con nadie, sino lanzándonos al deseo y confiando en la aventura, zambulléndonos bien ahí.

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