Anticipo de “Tecnoceno”, de Flavia Costa

En su nueva obra, la investigadora del Conicet desafía a imaginar alternativas de desarrollo con soberanía tecnológica, cuidado medioambiental y protección de los bienes comunes

"Tecnoceno" ahonda en las huellas de la tecnología sobre el medioambiente

Después de atravesar el desconcierto inicial, quedó claro que la pandemia del coronavirus no ha sido solamente la irrupción de un acontecimiento novedoso, sino el signo de una gran transformación epocal. Signo de un salto de escala en nuestra relación con el mundoambiente, que se venía macerando al menos desde mediados del siglo pasado.

Si queremos ubicar este acontecimiento tan dislocante en una serie, propongo hacerlo en la de los “accidentes normales” de la nueva época abierta con el proceso que en 2005 el químico Will Steffen llamó la Gran Aceleración, y que, siguiendo la sugerencia del filósofo alemán Peter Sloterdijk (2015), del francés Jean-Luc Nancy (2015) y del sociólogo portugués nacido en Mozambique Hermínio Martins (2018), denomino Tecnoceno: la época en la que, mediante la puesta en marcha de tecnologías de alta complejidad y altísimo riesgo, dejamos huellas en el mundo que exponen no solo a las poblaciones de hoy, sino a las generaciones futuras, de nuestra especie y de otras especies, en los próximos milenios. Huellas que pueden, como en el caso del accidente nuclear de Chernóbil, ocurrido en 1986, poner en riesgo la vida de medio planeta, y cuyos efectos sobre el ecosistema perdurarán por tanto o más tiempo que el que ya lleva en la Tierra la humanidad. Se estima que la radioactividad emanada de la explosión del reactor de Chernóbil se extinguirá recién dentro de unos 260 a 300 mil años; para darnos una idea, de hace 300 mil años datan justamente las huellas más antiguas de Homo sapiens, encontradas en 2017 en el actual territorio de Marruecos.

Utilizo el término Tecnoceno como una declinación o especificación de otro término, el de Antropoceno, propuesto en el año 2000 por el químico atmosférico holandés Paul Crutzen, premio Nobel 1995, para señalar que la influencia del comportamiento humano sobre la Tierra en las últimas décadas ha sido tan significativa como para implicar transformaciones en el nivel geológico que han traspasado ya el umbral de irreversibilidad, no admiten vuelta atrás. De hecho, pese a las encendidas discusiones que la propuesta de Crutzen suscitó entre geólogos y especialistas de otros ámbitos expertos, el 20 de mayo de 2019, el Grupo de Trabajo sobre el Antropoceno dentro de la Subcomisión de Estratigrafía del Cuaternario, que es a su vez un cuerpo de la Comisión Internacional de Estratigrafía, resolvió por 29 votos contra 4 que el Antropoceno constituye una nueva capa estratigráfica en el planeta. En esa misma reunión, el Grupo dató el inicio del Antropoceno en la Era Atómica –y no, como había sido la propuesta original de Crutzen, en los comienzos de la era industrial, con la invención de la máquina de vapor y el ingreso en la era de los combustibles fósiles–.

Esta precisión temporal es reveladora, en la medida en que ubica el inicio de la era del “antropos” en un momento particularmente denso en lo que respecta a la capacidad de afectar de modo material el planeta: la posibilidad concreta de liberar energía nuclear. Es por esto que me inclino a poner el acento en la cuestión del despliegue técnico, en las infraestructuras construidas y en los modos de energía desencadenados, del mismo modo en que otros lo han puesto en la economía política y en el entramado de relaciones sociales propios de la acumulación capitalista globalizada como eje propiciador de este gran salto, y hablan entonces de Capitaloceno (Moore, 2016; Svampa, 2019). En ambos casos, lo que hacemos es echar luz sobre una dimensión particularmente significativa para comprender el Antropoceno, y sobre la que creemos necesario reflexionar en profundidad para promover formas de vida alternativas.

Entre los elementos que, según estos expertos, definen el Antropoceno/Tecnoceno se cuentan el cambio climático, producto del aumento de las emisiones de dióxido de carbono y otros gases de efecto invernadero; la pérdida de biodiversidad y el aumento de la población humana; la alteración, por obra del humano, de ciclos biogeoquímicos como los del agua, del carbono, del nitrógeno y del oxígeno por medio de la actividad industrial, la deforestación, la contaminación de suelos y napas por acción de fertilizantes y plaguicidas. Esto coincide con lo señalado por Steffen, quien describió doce curvas de aceleración muy pronunciada a partir de mediados del siglo XX en áreas sociales críticas: el crecimiento de la población, del producto interno bruto (PIB) real a nivel global, de la inversión extranjera directa, de la población urbana, la utilización de energía primaria, el consumo de fertilizantes, el uso del agua potable, la construcción de grandes represas, la producción de papel, el transporte, las telecomunicaciones y el turismo internacional. A las que sumó otras doce curvas similares en el Sistema Tierra: el crecimiento en las emisiones de dióxido de carbono, óxido nitroso y metano, la caída del ozono estratosférico, el aumento de la temperatura de la superficie terrestre, la acidificación oceánica, la captura de peces marinos, el aumento de la acuicultura de camarón, el aumento del nitrógeno en zonas costeras, la pérdida de bosques tropicales, la degradación de la biosfera terrestre y el aumento de las tierras preparadas para cultivo.

En la historia del Tecnoceno, la década de 1970 ha sido un momento particularmente denso, de catalización de tendencias preexistentes. (…) Entre ellos, en 1979 se produjo el más grande incidente en una planta civil de energía nuclear conocido hasta ese momento: la explosión del reactor nuclear de Three Mile Island (en Pensilvania, EE.UU.), a partir de la cual el investigador estadounidense Charles Perrow, especialista en sociología de las organizaciones, acuñó la noción de “accidente normal”.

Con “accidente normal”, Perrow alude a un tipo de perturbación mayor, un acontecimiento disruptivo de gran envergadura, al mismo tiempo previsible e inevitable, que es propio de los sistemas que involucran tecnologías de alto riesgo. En estos sistemas complejos, los factores tecnológicos y organizacionales están fuertemente imbricados y tienen dos características que los distinguen de los sistemas lineales. La primera son los “acoplamientos fuertes”; esto significa que los procesos ocurren a gran velocidad y que buena parte de ellos, una vez iniciados, no pueden ser detenidos rápidamente: no hay tecla off en una corrida bancaria, un derrame de petróleo o un reactor nuclear que comienza a explotar. En estos acoplamientos existen una o más secuencias invariables que no pueden ser resumidas o simplificadas, y ante una falla o un imprevisto, el margen para reemplazar materiales o personas competentes es muy escaso. La segunda característica de los sistemas sociotécnicos complejos es que en ellos se dan interacciones inesperadas: distintos componentes del sistema pueden interactuar con otros elementos fuera de la secuencia prevista por el diseño, o incluso con elementos externos al sistema, como ocurre por ejemplo en “las centrales nucleares, la producción de ADN recombinante o los cargueros que transportan sustancias de elevada toxicidad”, tal como sostiene Perrow en el libro Accidentes normales, publicado en inglés en 1984.

Flavia Costa, autora de "Tecnoceno"

Los “accidentes normales” o “sistémicos”, como también los llama Perrow, no son normales porque sean frecuentes, sino porque son inherentes a un sistema complejo. Dice este autor: “(...) La muerte es lo normal de los mortales, y solo morimos una vez. Los accidentes sistémicos son infrecuentes, raros incluso, pero eso no es en absoluto tranquilizador cuando pueden provocar catástrofes”.

Estos accidentes no son producto de una guerra, una negligencia o un sabotaje, sino que son inseparables de la productividad del sistema, de su desarrollo, de su incremento y de las contingencias que siempre se abren cuando se dispara una acción tecnológica hipercompleja hacia el futuro. Sin embargo, la clave radica en que estos “accidentes normales”, si bien son inevitables, también son previsibles, y es posible reducir los riesgos de manera considerable si se toma en serio el mundo que efectivamente habitamos hoy.

La pandemia como “accidente normal”

La pandemia entonces puede ser interpretada como un “accidente normal” de la nueva escala abierta con el Tecnoceno. Una nueva escala en la cual los problemas sistémicos se dirimen no solo, y no tanto, entre individuos y sociedades –como estábamos acostumbrados a pensar– ni entre individuos y Estado, y ni siquiera entre Estados, sino que empezamos a participar cada vez con mayor frecuencia en situaciones que nos ponen a los individuos, a las sociedades y a los Estados ante problemas, incluidas potenciales catástrofes, de la escala de la especie –incluso de la vida del planeta en su conjunto–. Problemas que implican al Sistema Tierra –un sistema bio-socio-técnico sumamente complejo– en su totalidad; que dejan expuestas a cientos de generaciones de la nuestra y de otras especies y que involucran ámbitos expertos muy diferentes.

Hoy habitamos el mundo que se pensó, se edificó y en algunos casos simplemente se dejó desarrollar en las últimas décadas. Y esto es así porque, en paralelo a esta aceleración científico-técnica, se produjo también la aceleración de otros procesos biológicos y sociales.

Veamos en particular tres: el crecimiento de la población humana, el incremento de la urbanización y la desigualdad, que también se acrecentó a pasos agigantados en estos años. La primera vez que hubo mil millones de humanos sobre la Tierra fue en torno a 1800. Tuvo que pasar más de un siglo y medio para que esa cifra se triplicara: en 1960 éramos 3 mil millones. Y en los últimos sesenta años, ese número se multiplicó por 2,5: hoy somos entre 7,6 y 7,7 mil millones de personas. Junto con el crecimiento en número absoluto, se registra un fuerte aumento de la proporción de personas que viven en ciudades: en 1950, menos del 30 por ciento de los habitantes del mundo vivía en regiones urbanas (unas mil millones de personas). Hoy casi el 60 por ciento lo hace, es decir, hay alrededor de 4,2 mil millones de aquellos a los que el sociólogo alemán Georg Simmel llamaba “urbanitas”. De quienes no siempre puede decirse que hayan elegido ese destino por espíritu cosmopolita. Desplazados por la expansión de la frontera agropecuaria, por los loteos de tierras de uso común, por la desertificación, por conflictos políticos, muchos están allí simplemente porque no encuentran otro lugar donde establecerse.

Una de las necesidades elementales que debería tener satisfecha toda persona es el agua potable. Sin embargo, tres de cada diez personas en el mundo carecen de acceso a ella en sus hogares. Y seis de cada diez no poseen servicios sanitarios. En diciembre de 2020, el agua potable comenzó a cotizar en la bolsa de Wall Street, dentro de un índice llamado Índice del Agua Nasdaq Veles California, del grupo financiero CME (que reúne el Chicago Mercantile Exchange y el Chicago Board of Trade). Se estableció que, en su primera cotización, la cantidad de 1.233.000 litros de agua tuviera un costo de 486 dólares. Es importante entender que esto no simplemente “ocurre”: son decisiones políticas, económicas y jurídicas las que están arrojándonos a la catástrofe humanitaria.

Esto también es indicio de que no se trata de cuántos somos –el crecimiento es, en sí mismo, un signo afirmativo de potencia–, sino de la dramática desigualdad que organiza nuestros intercambios. Desigualdades socieconómicas, étnicas, de edad, de género, territoriales, geográficas. Detengámonos por un momento en las desigualdades distributivas. A comienzos de 2020, antes de la apertura de Foro Económico Mundial de Davos (Suiza), se conoció el informe anual de la organización no gubernamental Oxfam, según el cual 2.153 personas tienen hoy más dinero que los 4.600 millones de seres humanos más pobres del planeta, el 60 por ciento de la población mundial. Pero tampoco se trata de que los recursos sean escasos: el 22 de mayo de 2020, la revista Forbes publicó en su tapa que, en los dos meses anteriores –desde que la Organización Mundial de la Salud declarara la pandemia a mediados de marzo hasta mediados de mayo–, veinticinco de las personas más ricas del mundo habían incrementado su patrimonio en 255 mil millones de dólares. Se trataba, fundamentalmente, de empresarios de las telecomunicaciones, las redes sociales y el comercio electrónico. Y el anexo metodológico del informe de Oxfam sobre desigualdad del año 2021 recoge que, entre 2020 y 2021, los 10 millonarios más ricos del mundo incrementaron su riqueza en cerca de 540 mil millones de dólares. (…)

Si bien es cierto que “somos muchos” y eso entraña poderosos desafíos globales –sobre todo porque se ha acentuado el proceso de urbanización, y muchas veces no en las condiciones adecuadas–, de lo que se trata es de que la riqueza existente, e incluso la que se genera año a año, está demasiado mal repartida, y esto no ocurre de forma fortuita. Está íntimamente asociado con la tendencia incontestable tanto en Occidente como en Oriente hacia la implantación de estados de excepción de diversos tipos para robustecer las prerrogativas de los poderes fácticos. Esa es una de las razones por las cuales no nos está resultando posible construir contenciones viables, de escala de conjunto, para los riesgos relativos a la vida que esta época supone.

Como se sabe, las zoonosis están asociadas al hecho de que poblaciones humanas entablan relación cercana con animales que no habían sido hasta el momento parte de la convivencia cotidiana, ya sea como compañía o como parte de la dieta. Si bien en el planeta hay millones de virus que residen en animales y jamás detectamos cuando sus ecosistemas están intactos, a medida que invadimos y destruimos ambientes vírgenes, esa “perturbación ecológica hace que surjan enfermedades”, como afirma David Quammen en su libro Spillover. Animal infections and the next human pandemic (2012). Tengamos en cuenta que, tal como explicaba el entomólogo Edward Wilson en su estudio El futuro de la vida, de 2003, “cuando el Homo sapiens pasó la barrera de los seis mil millones [en 1999], ya habíamos superado en cien veces la biomasa de cualquier especie de animal grande que haya existido en la Tierra”. En efecto, hoy, entre los seres humanos (36 por ciento) y los animales domesticados para nuestro consumo o como mascotas (59,8 por ciento), constituimos el 95 por ciento de los mamíferos terrestres grandes. Y no se trata solo de que rompemos el equilibrio ecológico. Junto con eso, ofrecemos nuestro propio cuerpo como hábitat alternativo para los virus, que se ven beneficiados con este salto: adaptándose a nuestras características biológicas, ingresan en el huésped animal más movedizo del planeta. Un anfitrión que, por añadidura, es un carnívoro hambriento, y muchas veces no percibe otra alternativa mejor para alimentarse que incorporar nuevos animales a su dieta.

No hace falta enumerar todas las previsiones que estuvieron a mano en los últimos años (…). Sí, en cambio, es preciso tener en cuenta que todas estas previsiones deben ser tomadas como base para una política de disminución de los riesgos.

Ya después de la epidemia del SARS 1, en 2003, había quedado claro que las nuevas zoonosis estaban disparadas y que era necesario prepararse para ellas. Que era preciso investigarlas científicamente y equipar los sistemas de salud con más y mejores estrategias e insumos. Que la protección de la salud pública o colectiva no puede limitarse a brindar informaciones sobre cómo cuidarse, sino que también debe ir acompañada de acciones más concretas –una forma particular de relación entre las agencias de gobierno y los ciudadanos, propia de la gubernamentalidad neoliberal, es aquella que promueve que las personas estén informadas acerca de que deben cuidarse, y acaso cómo hacerlo, mientras se desatienden y desfinancian las infraestructuras materiales, los equipamientos, la investigación científica y la formación de los trabajadores y profesionales de la salud para tratar con enfermedades nuevas y no tan nuevas; es lo que denominé en distintos trabajos “biopolítica informacional”–. Que estos casos deben afrontarse con rapidez e información, no mediante la política del secreto, como hicieron las autoridades chinas con el hoy fallecido oftalmólogo Li Wenliang, del hospital central de Wuhan, quien en enero de 2020 fue intimidado y desmentido públicamente por alertar a sus colegas sobre la posibilidad de una nueva neumonía infecciosa parecida al SARS 1.

Porque más allá de cuál fue el factor desencadenante –si se trató de una zoonosis por el consumo de alimentos inadecuados o de un invento de laboratorio–, el diagnóstico no cambia: la combinación entre el volumen de la especie, los desarrollos científico-técnico-industriales que hemos puesto en marcha, la degradación del ecosistema y la poderosísima desigualdad que organiza nuestros intercambios ponen al planeta entero en situación de gran vulnerabilidad. De allí que una estrategia global de control de riesgos mediante la cooperación, que deje de lado cualquier versión de “supervivencia del más apto”, se vuelve la única política vital, o biopolítica afirmativa, razonable.

Por otro lado, el repetido mantra según el cual “de toda crisis nace una oportunidad” revela aquí su índole tramposa. Más que oportunidades, las crisis sistémicas –como 2001-2002 en la Argentina o la crisis financiera mundial de 2008-2009, y luego la pandemia– se han ofrecido como ocasión para acelerar la curva de la desigualdad, con saldos profundamente regresivos. La pandemia del coronavirus nos deja claro que el crecimiento de los subsistemas humanos tecnoindustrial y “bio” necesita ser pensado en correlación con el cuidado del macrosistema medioambiental y ecológico, atendiendo a los desafíos de la nueva escala y al hecho de que, si no combatimos las desigualdades, quedaremos al borde de los próximos “accidentes normales” sin defensas suficientes frente a sus consecuencias.

(…)

De allí que, entre las tareas ciertas que deberemos desarrollar en el incierto futuro pospandemia, una fundamental será asomarnos a la cuestión de los efectos del “shock de virtualización” al que condujeron las medidas de aislamiento de buena parte de la población mundial. En pocas semanas, asistimos a un proceso vertiginoso de digitalización de la experiencia cotidiana: buena parte de las personas ha adquirido por necesidad alguna clase de competencia tecnológica que hasta el momento no tenía, en un giro hacia lo digital que –se insiste– “llegó para quedarse”. De allí que es preciso imaginar prácticas en las que la innovación social y la digital puedan ir de la mano, como dice el investigador bielorruso Evgeny Morozov. Y detectar pronto aquellas que puedan obstaculizarlas –prácticas de digitalización que solo beneficien a las más grandes empresas transnacionales, en un marco de profundización de lo que Shoshana Zuboff, en La era del capitalismo de la vigilancia (2020), llama el “capitalismo canalla”– es clave para delinear políticas hacia el futuro.

Si queremos construir un escenario pospandemia que pueda beneficiarse de esta aceleración técnica forzosa que estamos viviendo, es imprescindible estudiar lo ocurrido y definir con claridad los problemas a los cuales preferimos enfrentarnos. No solo para facilitar el acceso a bienes y servicios digitales a muchísimas personas que aún no lo tienen –algo sin dudas necesario hoy, pero que también conlleva retos: a la privacidad, a la soberanía nacional, a capacidades personales como la concentración y la resolución de problemas complejos, a la independencia de criterio–, sino también para imaginar alternativas estructurales de desarrollo con soberanía tecnológica, cuidado medioambiental y protección de los bienes comunes. Y con capacidad informada para decidir cuándo sí y cuándo no abrazar la digitalización.

Desde Aristóteles hasta nuestros días, la tradición filosófica nos enseña que la potencia más específica del viviente humano se asienta en lo que Giorgio Agamben denomina “potencia de no”: la capacidad de decidir si y cuándo hacer, y cuándo no hacer, aquello que podemos fácticamente hacer. Este gesto de reflexión, de decisión meditada, es lo que distingue el reino de la necesidad –el riguroso de la obligación, y también el destructivo de la compulsión– del reino de la genuina libertad humana.

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