Simón Radowitzky estaba manifestándose junto a miles de trabajadores aquel primero de mayo de 1909 cuando la policía comenzó a reprimir. Los testimonios de la época cuentan que estaban todos reunidos escuchando discursos de dirigentes anarquistas cuando llegaron las balas. Ramón Falcón, el jefe de Policía de la Capital, dio la orden a 120 hombres a caballo de disparar contra la multitud. El saldo: catorce muertos y ochenta heridos. En los días siguientes hubo persecución a anarquistas, cierre de locales sindicales, estado de sitio, huelga general y más represión. Del sepelio de los muertos participaron más de 50 mil personas y los militares volvieron a reprimir. El Estado acordó con las centrales obreras y levantaron la huelga. Aquellos días de lucha y muerte son conocidos como la Semana Roja. Pero Simón Radowitzky no estaba listo para dar vuelta a la página. Quería justicia, quería venganza; sabía cómo conseguirla.
Radowitzky llegó a la Argentina en marzo de 1908. Tenía quince años. Nacido en 1891 en el Imperio Ruso, actual Ucrania, dejó la primaria a los diez años para ser herrero. A los catorce ingresó en una metalúrgica y durante una manifestación por la reducción de la jornada laboral fue herido por un sable cosaco: quedó en cama durante seis meses y preso durante cuatro más. Decidió escapar cuando, tras la participación en un sóviet durante la Revolución de 1905, la represión zarista lo condenó a Siberia. Argentina lo recibió con organización obrera y matanzas. Entonces diseñó su plan de justicia por mano propia. El 15 de noviembre de 1909 metió una bomba casera en el vehículo que viajaba Ramón Falcón, en el cruce de Callao y Quintana. Cuando los policías lo detuvieron gritó con euforia “¡Viva el anarquismo!” creyendo que iba a ser ejecutado en el acto. Lo esperaba una larga serie de torturas y vejaciones. Sin embargo, su objetivo estaba logrado.
¿Qué significa la anarquía en estos tiempos, a más de un siglo de la Semana Roja, de la Patagonia Rebelde, de la Semana Trágica? ¿Cómo se resignificaron con el tiempo las ideas de aquella incipiente organización de trabajadores que dejaban la vida por el fin de la explotación? ¿Cuánto cambió el mundo en todos estos años y qué tan encendida sigue esa llama? En tiempos donde internet caricaturiza ideales y comprime todo en un consumo irónico —basta con ver a los hoy autopercibidos libertarios que trafican conceptos anarquistas en pos de la libertad de mercado—, aún hay escritores y editores que sienten la necesidad de traer las viejas ideas anarquistas hacia nuestra actualidad desde un lugar de crítica, de sensibilidad y de inteligencia. No se trata de reproducir los mantras de las frustradas revoluciones del pasado sino de contextualizar esas ideas, situarlas en un correlato histórico, abordarlas desde diferentes géneros, hallar sus noblezas, sus contradicciones y sus limitaciones, y no clausurar los sentidos de la libertad que, como decía Pierre-Joseph Proudhon, “no es hija del orden, sino su madre”.
Desde la ficción, dos novelas recientes agitan la bandera con fuerza. Una es Constantino, de Matías Buonfrate, editada este año por Indómita Luz. El protagonista, Constantino Silva, es un anarquista de 1900 que reencarna en una familia burguesa y religiosa de la actualidad. Su mente está intacta: piensa, siente y sabe lo que ocurre, pero su cuerpo es una cárcel: le cuesta hablar, le cuesta moverse, le cuesta comunicarse: es un bebé. Papá Noel le trajo “un libro de cuentos ilustrados sobre dos hermanos inmigrantes perdidos en el bosque, una remera con un oso de cabello morado y un objeto de plástico. Lo llamaban mordillo y Constantino lo mascaba para calmar la ansiedad que le causaba no poder fumar. No eran malos presentes, aunque Constantino hubiera preferido un puñal y una camisa roja”. En su familia y en el nuevo mundo reconoce las “las ancianas mañas de la burguesía de principios del siglo XX”, así como también ve que “el adversario era el mismo” y que “sólo sus modos habían cambiado: más sutil, alegre y mortal”. También observa que el “ideal de libertad” actual es “elegir el mejor modo de ser explotado”.
El bebé va creciendo, aprende a dominar mejor su cuerpo, a moverse, a esconderse y se actualiza mirando internet cuando sus padres duermen. Sabe que pronto se tiene que ir. Hay un plan mayor: no es el único anarquista de la Hermandad que ha reencarnado. Cuando comienza el jardín se enfrenta a la ley de la selva controlada por la seño Romina, una mujer que entrena a los niños en “las bases ideológicas del capitalismo”. Lo someten al juego de la silla y el pequeño anarquista lo ve como una competencia atroz. También lo hacen colorear cientos de flores para convertir al instituto en un jardín. “Como en su primera vida, Constantino se encontró cubierto de trabajo ridículo por el que no percibía una paga adecuada. Pensó en organizar un sindicato”. Todo cambia cuando descubre que Mica, su amiguita rubia de ojos celestes, es Otálora, su compañero anarquista asesinado a golpes hace más de un siglo. Juntos, deberán robar el dinero de la institución y encontrar a Irene, una especie de guía, para cumplir con el objetivo que los hizo reencarnar.
Otra novela es Modesta dinamita, de Víctor Goldgel, publicada por el sello Blatt & Ríos. “Me morí a las dos de la tarde. No hubo timbales para anunciar el momento, ni melodías de Bach, ni ángeles tocando esas trompetas largas que tienen. Sólo escuché zumbar una mosca y me acordé de Raimundo. De la estrella negra en su frente”. Así empieza este texto. El que habla es Floreal, un anarquista que vivió los primeros años del siglo XX cuando el revolucionario sueño de la libertad latía con fuerza. Es el protagonista, el hilo conductor de la historia, pero hay más voces que se amalgaman en esta polifonía realista. La novela no sólo se destaca por narrar la época con una lupa nítida y por hacerlo con un lenguaje tan preciso que por momentos resulta conmovedor, sino también por alumbrar el fondo humano: las tristezas, las decepciones, las contradicciones, las obsesiones, la vehemencia y los sueños de una clase explotada que se niega a taparse con la frazada de la resignación. “Como decía Bakunin, no somos hijos de nuestros padres sino del futuro”, se lee.
Modesta dinamita narra también la vida anarquista de la época: las imprentas, las fábricas, las calles atestadas de gente, la miseria brotando entre los adoquines, las movilizaciones, los exilios, las persecuciones, la patria inmigrante, las familias cansadas, el trabajo a destajo, la militancia, la “calesita siniestra” que es la ruleta de la vida, la esperanza de no caerse, de seguir trepando hasta la punta del árbol de la emancipación popular. Y entre la historia, Víctor Goldgel desliza conceptos que salpican como ácido nuestra extraña época individualista: “¿Qué es el uno? Un frenesí. ¿Qué es el uno? Una ilusión; una sombra, una ficción. Sueña el uno que es solito y vive en ese engaño encerrado, mostrando las selfies, dando opinión sobre cualquier asunto, diciendo yo, yo, yo, sin darse cuenta de que no hace más que repetir los mismos parlamentos que repiten todos: los dioses han muerto, volvió a subir el dólar, la eterna juventud. Todos sueñan que son uno y venden el alma por los mismos espejitos de colores. Todos, exceptos los que no: los anarquistas”.
Las familias obreras organizadas en el anarquismo siempre se preocuparon por el futuro de sus hijos —no sólo el material, también el ideológico—: cómo vivirlo con plenitud. La anarquía explicada a los niños es una publicación que circuló en 1931. El autor es José Antonio Emanuel, uno de los seudónimos del pedagogo malagueño José Ruíz Rodríguez, primo hermano de Picasso e impulsor de las escuelas para niñas y niños desamparados. “Este folleto está escrito para contestar a la pregunta que nos han formulado varios camaradas: ¿cómo educaré a mis hijos?”, se lee en la nota editorial inicial. En la última década este documento histórico fue publicado por editoriales de América Latina. La edición de Libros del Zorro Rojo cuenta con las ilustraciones realizadas por Fábrica de Estampas. El libro, en apariencia infantil, es formativo: “Anarquía, queridos niños, es la doctrina que no conformándose con la organización que se ha impreso en la humanidad, desde los tiempos en que empezaron a crear la Sociedad, intenta dar una constitución a la vida basada en los principios sacrosantos del amor universal y de la solidaridad humana”.
¿Qué sensibilidades surcaban las venas de los anarquistas de fines del siglo XIX y principios del XX? Material histórico directo, enaltecido por la tensión poética y desarrollado con la prosa literaria, se lee en Contra toda autoridad: literatura anarquista rioplatense (1896-1919), editado este año por Tren en Movimiento. En sus 191 páginas se agrupan textos escritos al calor vibrante de su época, separados en ejes temáticos que van del amor y la sensualidad, pasando por la religión, el indigenismo y el humor, a la revolución y la fraternidad. Hay ilustraciones, recortes, literatura radiante y mucho texto anónimo o firmado con seudónimo irrastreable. Explica Horacio Tarcus en el prólogo que “los mismos poemas e idénticos relatos se replican a menudo en una y otra orilla del Plata; los escritores y los periodistas libertarios van y vienen, llevados por exilios, los compromisos militantes o la búsqueda de nuevos horizontes”. La compilación y la introducción estuvo a cargo de Daniel Vidal y Armando V. Minguzzi, y la edición estuvo al cuidado de Matías H. Raia.
Lejos de encerrarse en el lenguaje solemne de la desesperación política, el libro muestra que el imaginario anarquista es una gema que brilla a través del tiempo. La composición de un Himno Anarquista con música del Himno Argentino y la escritura de un Catecismo de la Doctrina Anarquista —en vez de “Ave María” está el “Ave Burguesía” que empieza: ”Tu Dios te salve, Burguesía, llena eres de podredumbre, la ignorancia es contigo, maldita tú eres entre todas las tiranías...”— dan cuenta de facilidad para apropiarse de narraciones hegemónicas y resignificarlas con creatividad y humor. También aparece escenas cotidianas como el texto breve de Rafael Barret donde una pareja de anarquistas se besa en el parque; de pronto quieren tener sexo pero su hijo, recién nacido, los observa. La pasión sexual se topa, torpe y arrebatada, contra la vergüenza y la ternura de la criatura. Es una escena bellísima, íntima, universal. La huelga, la explotación, el ocio —“hoy la fábrica ha estado muda— y la vida misma son temas recurrentes que muestran, no con demasiado sorpresa, que en ese entonces el mundo giraba igual de fuerte que hoy.
A diferencia de Radowitzky, Severino Di Giovanni fue condenado a la muerte. Lo fusilaron el 1 de febrero de 1931. Gabriel Rodríguez Molina llevó ese instante trágico a las páginas de su libro: Severino, un poemario en prosa publicado en 2020 por la Editorial Sudestada, un monólogo poético en primera persona, el descargo del anarquista italiano que llegó a la Argentina escapándose del fascismo pero no de sus ideales. “Un anarquista siempre rompe el silencio. Eso es justamente lo que hace un anarquista, romper el silencio, gritar. Así decían los fascistas, solo gritan, hasta que llegaron las bombas. Se asustaron, los fascistas, con las bombas. Se asustó Alvear. Se asustó Mussolini”. El relato busca reconstruir lo que la historia no pudo: la voz interior de un mártir a punto de morir. “¿Solo los fascistas tienen derecho a matar por una causa?”, dice. “Las caras de los muertos, según me dijeron, quedaron irreconocibles. Como su amor a la bandera italiana. Como su devoción por Mussolini”. Sobre el final, en el epílogo, Rodríguez Molina ensaya “preguntas sobre la muerte” como esta: “¿Por qué un cuerpo no es capaz de elegir su final?”
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