Un poeta y una anarquista, antibolcheviques por distintos motivos, decidieron enfrentar a la revolución rusa en 1918, cuando Lenin, Trotsky y sus camaradas tenían una posición más frágil de lo que quedó en la memoria colectiva. “En el verano de 1918 el bolchevismo pendía de un hilo y los bolcheviques lo sabían”, recordó el historiador Jonathan Scheneer. “El nuevo gobierno había fracasado en el combate de la hambruna, las enfermedades y el caos. Dependía de medidas cada vez más brutales para mantener el poder. No es extraño que se hubiera vuelto impopular”.
Leonid Kannegisser, el poeta, de 24 años, y Fanny Kaplan, la anarquista, de 28, se sentían estafados por un gobierno que se suponía del pueblo.
Él quiso vengar la muerte de un amigo a manos de la Cheka, la temible policía secreta, y asesinó al jefe de la división de San Petersburgo, Moisei Uritsky, el 30 de agosto.
Ese mismo día, en el sur de Moscú, ella, liberada por la revolución tras 11 años de cárcel zarista, disparó tres veces contra Lenin, a quien consideraba un traidor, y le causó dos heridas graves.
Las acciones sólo podían estar coordinadas, pensó Felix Dzerzhinsky, el “Félix de Hierro” que organizó la Cheka y volvió rutinarios los fusilamientos de opositores durante la guerra civil. Había comenzado el golpe que los zaristas, los mencheviques y las potencias extranjeras llevaban meses planificando. Muchos diplomáticos, sobre todo los británicos y los franceses, parecían haber montado un club social para los contrarrevolucionarios. Decidió detenerlos a todos, incluidos cónsules, vicecónsules y miembros de misiones militares.
Así fue como Kannegisser y Kaplan, que no habían visto a un diplomático en sus vidas y no se conocían entre sí, hicieron fracasar el complot de Bruce Lockhart, funcionario del Foreign Office, el capitán Francis Cromie, agregado naval británico, y el espía Sidney Reilly, que operaron con los franceses y con un grupo de Fusileros Letones, los guardianes de la revolución, dispuesto a levantarse. El verdadero plan para matar a Lenin, luego de pasearlo en ropa interior por las calles de Moscú, junto con Trotsky, fracasó antes de comenzar.
En su nuevo libro, The Lockhart Plot, historiador Scheneer logró la reconstrucción más minuciosa de un episodio que Gran Bretaña denostó como propaganda comunista y que generaciones de niños soviéticos estudiaron en la escuela sin datos ciertos.
Con los años se superpusieron capas de testimonios contradictorios, empezando por el bestseller de Lockhart, Memoirs of a British Agent, donde con mucha modestia renunció a los honores: no, él no formó parte del complot de Reilly, mucho menos pensó en asesinar a un jefe de estado en un país donde representaba a la corona británica. Sin embargo, su hijo Robin aseguró que “dio su apoyo activo al movimiento contrarrevolucionario” y “trabajó mucho con Reilly más estrechamente de lo que dijo públicamente”.
Diarios y documentos de la época que podrían haber servido como fuentes, por ejemplo la autobiografía de Moura von Benckendorff, la amante rusa de Lockhart, una aristócrata que fascinó a zaristas y a bolcheviques por igual, fueron destruidos por sus autores. Los propios letones que infiltraron el grupo conspirador por orden de Dzerzhinsky cayeron en desgracia durante las purgas de Stalin, entre ellos Jacov Peters, número dos de Félix de Hierro en la Cheka. Las comunicaciones oficiales son difíciles de desentrañar: un cable que solicitaba a Londres una orquesta pedía, en realidad, militares.
Al estilo de T.E. Lawrence
Cuando llegó a Rusia por primera vez, en enero de 1912, Lockhart tenía 25 años y era, según Scheneer, “encantador, dueño de una inteligencia formidable, aventurero más allá del sentido común, decidido y competitivo”. Probó el vodka y el caviar por primera vez: se aficionó a ambos como a pasear por Moscú en las noches de invierno en trineos tirados por caballos.
“Durante esos dos años y medio antes del comienzo de la Primera Guerra Mundial, llegó a conocer muchos oficiales zaristas”, lo pintó el libro. “Pero también su profesor de ruso, un disidente liberal, le presentó a críticos del régimen, entre ellos a dirigentes del Partido Constitucional Democrático, los kadetes, y del Partido Socialista Revolucionario”.
También era extremadamente enamoradizo, y fue por un romance con una soprano polaca que el Foreign Office lo hizo viajar a Londres, junto con su esposa, Jean.
Sus informes valían los escándalos, sin embargo: contenían “observaciones astutas” entre su prosa florida, por la cual eran comparados “con aquellos de T.E. Lawrence (de Arabia), otro agente británico que trabajaba en esa época aunque en un rincón del mundo diferente”. El libro citó fragmentos de uno, que envió en junio de 1917 luego de escuchar a Alesandr Kerenski, el líder de la revolución de febrero que sería derrocada en noviembre por los bolcheviques, hablar ante una multitud en el Gran Teatro de Moscú:
Lucía como la encarnación del sufrimiento. La palidez mortal de su rostro, los movimientos incesantes de su cuerpo que se balanceaba hacia adelante y hacia atrás, el tono crudo y casi susurrante de su voz, que no obstante se oía tan claramente como una campana (...) Cuando llegó el final, la inmensa multitud se levantó para saludarlo como un solo ser. Hombres y mujeres se abrazaron en una histeria de entusiasmo.
Al final del despacho decía que, por bonito que hubiera sido todo, antes y después Kerenski recibía presiones por continuar en la guerra, y en su opinión sucumbiría a esos críticos.
Cuando en noviembre Lenin tomó el poder, Lockhart estaba en Londres. El primer ministro, Lloyd George, lo consultó sobre qué harían los bolcheviques: podrían ser un aliado confiable en la guerra contra Alemania. El gobierno decidió que podría volver a Moscú con la misión —no oficial— de garantizarlo. El establishment británico estaba dividido: algunos querían terminar con los bolcheviques, otros veían la guerra como el problema principal y aceptaban la versión de Lockhart.
La carcajada de Trotsky
Cuando el guardia rojo le abrió la puerta al despacho de Trotsky, un día frío de febrero de 1918, a Lockhart le impresionó lo corriente de la oficina, con su escritorio de madera, sus dos sillas, su teléfono y su cesto de papeles. Pero aunque el ambiente fuera humilde, “rápidamente asimiló la enorme presencia de Trotsky detrás del escritorio, sus ojos de águila, su frente ancha y ‘su mente asombrosamente veloz’”.
Fue directo al grano: a diferencia de los alemanes, los británicos como él tenían la intención de “hallar un modus vivendi” con Rusia. Trotsky lo escuchó atentamente y se echó a reír: “¿Acaso Gran Bretaña no simpatiza abiertamente, y financia en secreto, con cada movimiento antibolchevique en Rusia?”, le preguntó sin sorna.
El desafío le gustó a Lockhart, que era seductor por naturaleza. El comisario del pueblo para la Defensa tenía razón, pero en tiempos tan agitados como los que vivían rara vez la razón era una sola. La cooperación entre Gran Bretaña y Rusia era deseable y era posible: su presencia era una prueba, no había llegado a Moscú como turista revolucionario. Escribió luego en un cable:
Aunque él odiaba el capitalismo británico casi tanto como el militarismo alemán, desafortunadamente no podía luchar contra el mundo entero. Rusia necesita ayuda económica. Por lo tanto se manifestó dispuesto a cooperar con nosotros, aunque dijo con total franqueza que por su naturaleza esto debería ser, para las dos partes, un acuerdo calculado, sin amor.
La necesidad que Trotsky manifestó “constituye una base para una política exitosa”, agregó. “Si se lo maneja con tacto, puede ser un factor de gran valor contra Alemania”. En lugar de invadir Rusia por tres puertos, derrocar a los bolcheviques e imponer un gobierno militar que garantizara el triunfo de los aliados contra Alemania, había que conseguir una devolución de favores.
En Moscú Lockhart se acercó a Raymond Robins, enviado personal del presidente de los Estados Unidos, Woodrow Wilson por sugerencia del ex mandatario Teddy Roosevelt. “Como había hecho una fortuna buscando oro en Alaska y había invertido sabiamente, Raymond Robins pensaba que el capitalismo era superior al socialismo”, lo describió Scheneer. Pero en Rusia trabajaba a gusto con los bolcheviques: era “el único partido en el país con suficiente poder y decisión”. Pronto los dos diplomáticos coincidieron en la importancia de insistir en que sus países reconocieran al gobierno.
Pero el 3 de marzo de 1918 el tratado de Brest-Litovsk terminó con la participación de Rusia en la guerra.
Lo enviarían de regreso a Londres, pensó Lockhart, preocupado menos por el fracaso de su gestión que por Moura, la mujer que lo tenía loco desde que se vieron por primera vez, el 2 de febrero, apenas un mes atrás: Moura von Benckendorff, a quien estaba a punto, pero justo a punto de meter en su cama.
La amante del peligro
“Estaba demasiado ocupado, demasiado preocupado por mi propia importancia, como para pensar en ella más que de pasada”, anotó en su diario sobre aquel encuentro inicial, mientras ella jugaba bridge, en casa de unos amigos en común. Scheneer desconfió:
Eso era algo raro. Por lo general Moura Benckendorff (neé Zakrevskaia) causaba una impresión poderosa. Criada en una enorme casa solariega en el campo ucraniano, atendida por ‘montones de sirvientes’, había sido bella, desenvuelta y algo presumida desde el comienzo. También había sido precoz: de pequeña entretenía a los invitados de su padre, de pie sobre una mesa, recitándoles poesía. De hecho, solía sentarse a la mesa de su padre, un abogado cosmopolita, ilustre y liberal, junto a las luminarias culturales y políticas que él llevaba a la casa.
Moura estaba casada con un caballero de la corte zarista con el que tenía dos hijos, “pero el instinto maternal no era su fuerte”, según el libro. El conde Benckendorff, en cualquier caso, pasaba más tiempo en su propiedad de Estonia, donde un campesino lo asesinaría en 1919, que con ella en San Petersburgo. Las convenciones sociales le importaban poco; aburrirse, en cambio, la aterraba. Se enamoró del agente escocés:
Todo lo relacionado con Lockhart la atraía: su buen ánimo y su inteligencia; su conocimiento de la historia, la literatura y las artes; su perspectiva política liberal y su simpatía por Rusia; su papel central en los acontecimientos de la actualidad; su guapeza. Es justo decir que ella lo atrajo a él casi por las mismas razones. Lo que sucedió a continuación parece inevitable.
En Londres Lockhart insistía: con buen trabajo diplomático se lograría que Rusia volviera a cooperar con los aliados en la guerra. Los asesores del gabinete, sin embargo, tenían otras ideas. Había que ocupar los puertos Murmansk, Arcángel y Vladivostok para hacer base, tender las redes con los anti bolcheviques y reabrir el frente del este. Los soldados patrióticos sin dudas los recibirían con los brazos abiertos, luego del humillante acuerdo que había entregado Finlandia, Polonia, Estonia, Lituania y Ucrania, entre otros territorios, a los Imperios Centrales.
Aunque corcoveó —”Si el gobierno de Su Majestad considera que la supresión de los bolcheviques es más importante que el completo dominio de Rusia por Alemania, agradecería que se me informara”, llegó a expresar en un cable—, Lockhart obedeció al Foreign Office. “Me faltó el coraje moral para renunciar y tomar una posición que me hubiera expuesto al odio de la gran mayoría de mis compatriotas”.
Además, Moura estaba en Rusia. “Querido Lockhart”, le telegrafió desde San Petersburgo cuando él regresó. “Estoy en cama con un feo ataque de gripe y me siento muy triste y sola. ¿Por qué no escribes o telegrafías? Me decepciona tanto no tener noticias”. Desde abril fueron amantes, y cada uno el gran amor de la vida del otro. Cuando ella viajó a verlo a Moscú, donde vivirían juntos, él lo comprendió. Escribió en sus memorias:
Estaba de pie junto a una mesa, y el sol de la primavera brillaba en su pelo. Mientras caminaba a su encuentro, apenas me animé a confiar en mi voz. A mi vida había ingresado algo que era mucho más fuerte que cualquier otro vínculo, más fuerte que la vida misma.
Jean, mientras tanto, se recuperaba con dificultad de un parto en el que casi murió, y al cual su primer hijo no logró sobrevivir.
“¡Igual que en las novelas!”, dijo Lenin
Los británicos enviaron una pequeña fuerza militar a Arcángel con el argumento de evitar que los alemanes capturasen material bélico entregado a los rusos: en realidad eran tropas que debían unirse a los 20.000 letones que supuestamente apuntarían sus fusiles contra los bolcheviques que hasta entonces protegían. Mientras tanto, Lockhart integró a los planes a otros diplomáticos: el cónsul general de Estados Unidos, DeWitt Clinton Poole; su par francés, Fernand Grenard, y el embajador de Francia, Josef Noulens. Ellos se ocupaban de las finanzas.
Otra figura clave fue Boris Savinkov, hijo de un juez, escritor, adicto a la morfina, ex milicia del Partido Socialista Revolucionario y brevemente asistente de Kerensky en el ministerio de Guerra, luego de haber salido de las cárceles zaristas por su complicidad en el asesinato de un ministro y, según los rumores, otros 32 enemigos políticos. Contó Scheneer:
Cuando contactó a Lockhart, tenía entre 2.000 y 5.000 hombres bajo su mando. Contaba con espías que les seguían los pasos a Lenin y a Trotsky, preparados para asesinarlos. Y había comenzado a planear un levantamiento en tres ciudades al norte de Moscú al mismo tiempo que sucediera la intervención aliada “de gran escala” que el nuevo socio de Lockhart, el embajador Noulens, ya lo había animado a creer que sucedería a finales de junio o comienzos de julio.
Al cabo de la reunión, el agente escribió a Londres que Savinkov tenía “propuestas para la contrarrevolución”, ya preparadas para complementar las acciones de las potencias, o más o menos porque eran un poco sangrientas: “El plan es cómo, al intervenir los aliados, los barones bolcheviques serán asesinados y se formará una dictadura militar”.
El equipo británico se completó con el capitán Cromie y con Sidney Reilly, “el maestro espía”, como pasaría a la historia. Era un aventurero ruso nacido como Shlomo ben Hersh Rozenbluim que antes de su muerte en 1925 espió para probablemente cuatro países, entre ellos el Reino Unido. A Lockhart le chocaron tanto la personalidad magnética de Reilly como sus ideas excesivas. “Está loco o es un sinvergüenza”, escribió en su diario.
La investigación histórica no pudo determinar en qué momento exactamente la Cheka descubrió el complot. Después de todo, Dzerzhinsky tenía un ojo en las representaciones diplomáticas por default. Lo cierto es que antes de los atentados del 30 de agosto de 1918 un miembro de los Fusileros Letones ingresó a la oficina de Lenin y le contó sobre “los planes diabólicos de los malhechores”. El presidente del Consejo de Comisarios del Pueblo sonrió divertido: “¡Exactamente igual que en las novelas!”, comentó.
El fracaso del complot
El letón, Eduard Berzin, se había infiltrado con un compañero de armas, Jan Sprogis, por orden del número dos de la Cheka, Peters, también letón. Cantaron la canción favorita de los conspiradores: muchos de los heroicos fusileros estaban decepcionados de los bolcheviques, el tratado de Brest-Litovsk era un escándalo, estaban listos para terminar con el caos. Lockhart les prometió una Letonia libre y les aseguró que había fondos para financiar una revuelta. Pronto les contaría sobre el verdadero sentido de las tropas británicas en el norte y les daría salvoconductos para unirse.
En San Petersburgo, en las ciudades al norte de Moscú y en el puerto de Arcángel, el complot entró en su fase final.
Desastrosamente. Los militares británicos demoraron sus movimientos sin que Savinkov se enterase; la insurrección comenzó y terminó aplastada por el Ejército Rojo, aunque el líder anti bolchevique escapó.
Y en ese momento un poeta y una anarquista descargaron sus armas de manera totalmente inconexa y precipitaron las detenciones. Cromie murió resistiendo a la Cheka; Reilly desapareció misteriosamente y sólo se supo de él un mes más tarde en Suecia; Lockhart y su amante llegaron a la Lubianka para ser interrogados.
Moura tenía suficientes contactos como para haber hecho alguna clase de arreglo en las entrañas mismas de la Cheka, sugirió el libro: los trataron bien, ella fue liberada y él tuvo largas conversaciones con Peters a modo de interrogatorio. Además, Lockhart había borrado todas sus huellas: durante los tiempos finales no envió telegramas a Londres y quemaba regularmente casi todos los documentos comprometedores, o los entregaba a la delegación diplomática holandesa. Pero lo que salvó su vida fue otra cosa.
“El Foreign Office trabajó horas extras para asegurar su liberación”, resumió Scheneer la preocupación, en Londres, por lo que Lockhart pudiera decir. Y propuso una “acción decidida” que consistió en la detención del embajador ruso, Maxim Letvinov, y todo su staff, además de otros 25 ciudadanos rusos que estaban a punto de regresar a su país. “Entonces, con rehenes en la mano, abrió las negociaciones”.
Lockhart fue expulsado; su salida de Rusia implicó el final de su romance con Moura. Ella se repondría: se volvió a casar, lo cual la convirtió en la baronesa Budberg; su vida fue tanto más interesante —entre sus amantes se contaron Máximo Gorki y H.G. Wells— que Nina Berberova le dedicó una biografía. Cuando Lockhart murió, en 1970, ella vivía en Londres; organizó a su memoria un servicio religioso en la grandiosa iglesia ortodoxa rusa de Ennismore Gardens en Kensington, a pasos de Hyde Park. No hubo otros deudos invitados.
The Lockhart Plot cerró con una especulación de peso: ¿y si acaso el complot torció el camino de la historia? ¿No sería posible que, al confirmar su sentimiento de asedio, los bolcheviques se endurecieran aún más y en 1922 alumbraran la Unión Soviética y una ambición sobre el mundo? Scheneer concluyó con una visita mental al 1918 previo a la conspiración: “Una Gran Bretaña amiga sería buena para Rusia, no sólo en el presente, cuando en el país faltaba todo, sino en el futuro, cuando podría atemperar la impresión de estar sitiados que sentían los bolcheviques, y contribuir a moderar sus políticas”.
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