Hace mucho vi una entrevista en televisión a Tomás Abraham. Le hicieron esa pregunta extraña de que cree que hay después de la muerte o algo así, Tomás abrió bien los ojos y dijo yo odio la muerte y agregó algo así como la muerte es una mierda, la detesto. Me sorprendí ante lo obvio pero que nadie verbaliza. Porque es así: la muerte es una mierda. Y en día como hoy esa frase retumba en mi cabeza cuándo un amigo me llama para avisarme que se murió Mauricio Maronna.
Lo conocí hace más de veinte años y siempre lo vi en Rosario. En su redacción del diario La Capital, en su programa de tele o deambulando por la peatonal enfundado en su remera de Ñuls. Mauricio era un sabio. Conocí pocas personas con esa amplitud de conocimientos en la literatura, la música o el fútbol. Podías no estar de acuerdo pero siempre sus palabras eran precisas y su análisis, ecuánime. Era un tipo de ponderar lo que creía que estaba bien. Podía detallarte con admiración cosas de Reutemann (incluso las más curiosas), como de Hermes Binner o de Miguel Lifschitz.
Las últimas veces que hablamos me contó de sus libros de relatos cortos -el publicado y los que iban a venir- y ahora puteo al cielo cuándo me entero en la misma charla con mi amigo que presentó Perro negro y que pocas horas después se murió. Me da bronca no haberlo leído. Pero me da mucha alegría haber sido privilegiado: en nuestras últimas conversaciones me contó cómo lo ayudó Fabián Casas y me leyó algunos textos. Vos estás, me dijo riéndose, y me contó que en uno de los textos breves narró un almuerzo que tuvimos con Lilita al borde del Paraná. Cuento el día que nos morfamos tres bogas con la gorda, me contó en una carcajada.
Murió Maronna, uno de los gigantes del periodismo argentino, de esos curtidos en una redacción, de los que arrancaron haciendo vestuarios y llegaron a entrevistar presidentes sin mancharse los dedos, de los que aman un párrafo bien escrito. De los que siempre hacen la entrevista diferente. Y los que pueden hablar con la misma pasión y solvencia, sobre el esquema del técnico de Newell´s, de David Foster Wallace o del futuro de un concejal rosarino.
La última vez que nos vimos fue en un parador al borde de la ruta 9, donde comimos unos ravioles y él degustó un tiramisú hasta la emoción. Se lo veía golpeado por la pandemia y preocupado porque la política santafesina ya no sería la misma sin Reutemann ni Lifschitz.
Murió Maronna. Imagino que Rosario está triste y tengo la certeza que el periodismo es un poquito peor sin su pluma. Odio la muerte.
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