Reyes tenía manos venosas y oscuras que mezclaban harina y agua para hacer tortas fritas con la misma delicadeza con la que clavaban un cuchillo en la garganta de un cordero. De Chiloé había traído una forma de hablar que omitía letras en las palabras, y recuerdos de su padre tallando una canoa en el tronco de un árbol, de un molino de piedra que convertía el trigo en harina, de rondas de mujeres hilando lana y cantando: imágenes de una tierra fértil y lejana que, en la estepa seca donde vivía, parecían un espejismo. No me gustaba la pesca ni las canoas, decía, no me gustaban los anzuelos ni las redes. Pero si uno prestaba atención, podía entrever en lo que no decía que una parte de él deseaba regresar.
Reyes trabajó casi medio siglo como peón para mis abuelos en la estancia a orillas del lago Cardiel en el sur de la Patagonia. Llegó solo en los años 50 y murió solo unos cincuenta años más tarde. Su ataúd yace en el panteón familiar de Piebrabuena, al lado del abuelo Eladio y la abuela Angelina. Se hacía llamar chilote, un eufemismo cuyo significado real me fue desconocido durante muchos años. Reyes me contó la historia de un esqueleto de dinosaurio escondido en una cueva, de la pintura rupestre de un bisonte unicornio sobre una pared de piedra tan alta como una montaña, de una mujer llamada Margot de la que se enamoró en Punta Arenas… Reyes tenía edad suficiente para ser mi abuelo. No tengo ningún recuerdo del padre de mi madre y apenas una vaga imagen de mi abuelo Eladio, pero lo recuerdo a Reyes como si estuviera todavía aquí, ofreciéndome un mate.
La estancia de mis abuelos es una de las siete que rodean el lago Cardiel. A diferencia de las postales patagónicas de montañas nevadas y bosques exuberantes, la estancia está en la meseta, una planicie de arbustos bajos y pastos con penachos amarillos, un desierto sin límites que hipnotiza la mente y siempre me produce una calma profunda.
Un territorio antes abierto donde los tehuelches cazaban libremente guanacos y choiques trasladando sus toldos día tras día según los ritmos de la vida nómade, fue subdividido por el gobierno argentino a principios del siglo XX una vez completada la ocupación del sur de la Patagonia. Las mejores tierras terminaron rápidamente a manos de los magnates Braun-Menéndez y otros terratenientes poderosos, mayoritariamente ingleses. El resto se subdividió en estancias con tamaño suficiente para alimentar unos cientos de ovejas y mantener a una familia, estancias que se vendieron a precios baratos o se asignaron a familias o a hombres solteros dispuestos a levantar alambrados, construir casas y galpones, trabajando arduamente para cosechar los frutos de la tierra: la lana y la carne de capón. Al mismo tiempo, las tierras de los tehuelches se redujeron a unas pocas y pequeñas reservas, una de ellas a unos cincuenta kilómetros del lago Cardiel llamada Lote 6.
El primer día de cada verano en que visitaba la estancia, la abuela Angelina me mandaba a la despensa a elegir alpargatas. La despensa era una habitación enorme separada de la casa donde latas de duraznos y ananás con etiquetas azules y amarillas se apilaban en estantes, al lado de bolsas de harina y arroz, de mate y de azúcar apoyadas en tarimas de madera. Meter el pie dentro de las alpargatas, sentir la suela dura de cáñamo y la tela blanda de la mezclilla me transformaba, me convertía en una versión más ruda de mí mismo, en un gaucho, un patagónico de pura cepa, un hombre de verdad. En esa época iba a un colegio salesiano en el norte de la Patagonia donde tocar la guitarra, leer libros y no defenderse a las trompadas ameritaba insultos y palizas. Mi padrastro, a eco de mis compañeros, me llamaba maricón como recuerdo constante de lo poco hombre que era. Así que esas alpargatas, en mi cabeza, me convertían en alguien igual a Reyes y Barrientos o a cualquiera de los otros peones, hombres más recios que mi padrastro y mucho más recios que el más recio de mis compañeros. Y creer que era como los peones, al menos por un rato, me ayudaba a olvidar lo que la gente me decía cuando regresaba a casa.
Barrientos era veinte años más joven que Reyes. Llevaba camisa oscura, un pañuelo blanco atado al cuello y bombachas grises con un cuchillo calzado en la faja. Tenía la nariz y las mejillas coloradas, los ojos negros y sombríos. Como souvenir de una antigua pelea, le faltaba un incisivo. Le gustaba narrar la pelea, se podía ver que le gustaba por la manera en que bajaba la voz y tiraba trompadas al aire cuando la contaba. Hablaba como argentino, pero nunca mencionó de dónde venía. Algunos lo llamaban paisano, otra palabra que ocultaba un significado que no descubrí hasta mucho después.
Cuando Reyes se fue poniendo viejo, Barrientos se hizo cargo de las carneadas. Su cuchillo tenía un mango de plata con flores en relieve y restos de pintura azul en los pétalos. Yo lo acompañaba a carnear. Barrientos me enseñó a colgar el capón cabeza abajo para que la sangre goteara por el agujero en la garganta, a cuerear pasando el cuchillo entre la carne y el interior de la piel. Una vez me pidió que hundiera el cuchillo por encima del vientre y lo bajara lentamente. Juntos sacamos las tripas, las manos bañadas en sangre caliente, y juntos se las tiramos a los perros que gruñían ante el festín.
Muchos años después de que Reyes muriera y Barrientos se marchara (quién sabe adónde), aprendí lo que se escondía detrás de las palabras chilote y paisano. Chilote significaba mapuche (más bien williche o pueblos del sur en mapudungún), indígenas de la zona de Chiloé que cruzaban la cordillera a caballo para ofrecerse de peones en la Patagonia argentina, hombres destinados a morir sin descendencia ocupando los peldaños más bajos del escalafón estanciero. Paisano significaba tehuelche, muchos venidos de las reservas del lago Viedma o del lago Cardiel, también hombres solos pues muchas de las mujeres tehuelches se empleaban como servicio doméstico o se casaban con blancos. Esas identidades invisibilizadas por la marginación y el desprecio colonial encubrían historias de vida de una dureza inenarrable. Escondían, por ejemplo, a los peones indígenas fusilados en la huelgas del 1920, que ni siquiera los historiadores de izquierda argentinos mencionaron. Escondían a niños tehuelches sentados de rodillas sobre garbanzos por hablar aonekko en los colegios salesianos. Ocultaban también todas las formas en que el alcohol, las enfermedades y las balas habían diezmado a sus pueblos: las 3 b de la colonización –botellas, bacterias y balas– que pasan a ser 4 si sumamos la Biblia.
Los hombres más altos es una novela de aventuras, un thriller, pero es también un canto de amor a esos hombres que devinieron en mis tíos y abuelos en una familia sin hombres (mi hermano mayor, mi padre y mi abuelo paterno habían fallecido antes de que yo cumpliera los siete años). Hombres que me enseñaron tareas, me contaron historias y me ayudaron a subir al caballo cuando el estribo era muy alto. Hombres que me acompañaron en esos largos veranos patagónicos cuando yo era el único chico en la estancia y que me hicieron sentir parte de un mundo que en otros sitios me era vedado.
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