A algunos críticos de cine locales les encanta citar cada tanto esta frase atribuida a Hitchcock: “Los mensajes los lleva el cartero”. Y a algunos artistas les gusta afirmar que ninguna obra puede cambiar el mundo. Pues bien, Gabriela Cabezón Cámara, desprejuiciada y sin ánimos pedagógicos, no parece tener el menor impedimento para escribir ficciones que revelen su compromiso con diversas causas, que denuncien el machismo y la desigualdad, que den voz a quienes no la tienen. Y lo hace con un mensaje estético rutilante, innovador, de una libertad arrolladora que no trae ni la sombra de un didactismo de manual. La Virgen Cabeza, Le viste la cara a Dios, Romance de la Negra Rubia, Las aventuras de la China Iron arrastran seductoramente, irresistiblemente a sus lectores a repensar el mundo, a cuestionarse, a involucrarse, a soñar con utopías a las que es posible arrimarse…
La nouvelle Le viste la cara a Dios (2011) fue publicada como novela gráfica en 2013, con el cabal aporte de Iñaki Echeverría, bajo el título de Beya. Y en 2019, la talentosa actriz y directora Victoria Roland la llevó al escenario como Beya durmiente, con una protagonista insuperable, Carla Crespo, cosechando aplausos y premios. Después del largo paréntesis de 2020 y parte de 2021, este espectáculo acaba de regresar al teatro Margarita Xirgu. ¿Y saben qué? Con un lenguaje que va de lo soez a lo refinado, con una puesta en escena y una actuación brillantes, esta recreación del famoso cuento de hadas le zampa en la cara al público un mensaje tan inequívoco sobre el horror infinito de la trata que habría que ser muy insensible, muy negacionista para no asumirlo. Una denuncia sumamente eficaz, emocionante, bellamente fraguada que sin duda puede contribuir en su medida a cambiar el mundo concientizando a los públicos que asistan a esta obra, una vez que recuperen el aliento y bajen las palpitaciones. Porque pocos, poquísimos espectáculos alcanzan la potencia verbal, física, visual, musical de Beya durmiente.
La Bella durmiente es, por si hiciera falta aclararlo, ese cuento sobre la princesa que por causa del hechizo de un hada revanchista –atenuado por otra bondadosa–, al cumplir los 16 se pincha con un huso para hilar, corre la sangre –menstrual, según la lectura de Bruno Bettelheim– y se queda frita durante cien años, hasta que llega el príncipe despertador. Y –tranquilos, canceladores– en la versión de Perrault, que recopila este relato, de larga tradición oral y escrita, en Los cuentos de mi madre la oca (1697), no le da un beso de prepo a la durmiente: basta su presencia viril y apolínea para que ella retorne a la vigilia. Perrault no le concede nombre a esta joven (que no envejece ni un minuto durante el sueño), pero sí a la hija que tendrá: Aurora. Apelativo que le transfiere Disney a su La Bella Durmiente (1959) dibujada, en una de las incontables adaptaciones al cine, teatro, ballet, ópera, más dibujos animados y también animés, series que tiene esta fábula con moraleja: las niñas tienen que ser pacientes, pasivas, dependientes y bonitas para merecer el rescate de un príncipe.
Después de Perrault vinieron los Grimm Brothers y reescribieron la historia (Domrörschen, Rosa con espinas, título que refiere al castillo rodeado de malezas que no dejan entrar a los pretendientes hasta el centésimo año), y ahí sí, el aristócrata se toma alguna licencia sin consentimiento. Pero nada comparable a una de las primeras versiones escritas, que inspiró vagamente a Perrault: Sol, Luna y Talía (1634), de Giambattista Basile, que incluye en lugar de príncipe a un rey casado de cacería que encuentra una presa: la dormida Talía a la que viola sin que despierte. Ella queda embarazada y –siempre adormecida– alumbra a un niño y una niña. Talía vuelve al mundo real cuando uno de los críos, al chuparle un dedo, le extrae la astilla con la que se había pinchado, cumpliendo la maldición. La historia prosigue con las increíbles maldades de la esposa despechada del violador, que hasta trata de quemar a la niña Luna, pero muere en el intento. Talía y el rey violador terminan juntos.
La cosecha de mujeres debe terminar
De Beya durmiente, una chica estudiante secuestrada por una red de trata, nunca sabremos su nombre propio, solo ese alias que le endilgaron en el puticlub Sabor de Lanús, donde verá la cara de Dios después de interminables sesiones de martirio, violada incesantemente, hablándose a sí misma en segunda persona, desdoblándose para poder tomar distancia, deseando transustanciarse como el cuerpo y la sangre de Cristo en la Eucaristía, ser una hostia en vez de esa carne machucada, machacada. Gabriela Cabezón Cámara, desde el vamos, compasivamente, desdobla el cuerpo doliente y el espíritu que busca a toda costa elevarse.
Recortes del cuento “El matadero” de Echeverría y del poema “La noche oscura” de San Juan de la Cruz se incorporan orgánicamente poniendo en evidencia que su escritura torrencial se nutre sin melindres de todo aquello que le produce asociaciones conducentes en este –por momentos– mosaico de citas directas, indirectas que van de lo profano a lo sagrado, de clásicos literarios a canciones d’altri tempi, de heroínas de cine de acción a la Virgen (una presencia familiar en su obra). GCC puede hacer poesía con el detalle de la consecuencia de la vejación más cruel: “Tu esfínter hecho un volado de broderie de tomate”. Y asimismo hablar de aquellos que no figuran en las crónicas periodísticas sobre trata, prostitución: los clientes, los que pagan por “pecar”, gente común y corriente que bien podría ser el vecino de la puerta de al lado, o un juez o un policía corruptos: “Los cretinos que te horadan como si sembraran soja”.
En algún punto, la desenvoltura para las alusiones, los intertextos de esta autora se podrían emparentar con el procedimiento de Elizabeth Smart en su arrebatadora novela autobiográfica En Grand Central Station me senté y lloré (1945), donde cita el Salmo 137 desde el título y luego la emprende con villancicos, poemas de distintas épocas para dar la vivencia de una parte de su historia de amor desesperado por George Barker. Una historia de amor como difícilmente hubiese otra igual en el siglo XX.
“Te hicieron pura carne”, se describe Beya. Y vale pensar en Francis Bacon, el pintor del cuerpo torturado y aullante (otro que menta a su manera a los clásicos del pasado como Velázquez, Rembrandt), de la sangre y el dolor: como GCC, la carne viva humana es objeto de la piedad de Bacon, sus figuras enjauladas o en una cama, los estudios para la Crucifixión. Un artista de la desmesura que reflexiona sobre el poder. Asimismo, podría mencionarse el parentesco con ciertas obras de la pintora inglesa Jenny Saville, de 50 años, altamente cotizada en la actualidad, exploradora de una carnalidad femenina a veces desgarrada, heredera –con impronta propia– de Soutine, Bacon, Lucien Freud.
Gabriela Cabezón Cámara es muy capaz de darle una oportunidad a Beya, quien se dice a sí misma: “Serás Houdini o Kill Bill o no serás nada”. Es decir, un escapista genial, Tarantino y San Martín en desenfadado encuentro. Porque “la tortura ahí adentro no se termina nunca, como no se acaba la cosecha de mujeres”: evocando aquí no sin intención crítica aquel exitoso tema de Mike Laure que hacían impunemente los Wawancó. Y acaso también remitiendo al libro La cosecha de mujeres (2005), de la periodista mexicana Diana Washington Valdez, que investigó a fondo sobre las centenas de mujeres abusadas, torturadas y asesinadas en Ciudad Juárez, cuyo prologo empieza así: “La saña con que las mataban fue lo primero que me llamó la atención”. GCC, por su parte, pone una cita de Jorge Semprún, el gran escritor que sobrevivió muy joven a dos años en Büchenwald, tomada de La escritura o la vida, encabezando la edición original de su nouvelle.
Ese oficio antiguo y tan desacreditado
Más que otras expresiones artísticas, el cine se ha cebado en encontrar prostitutas felices, vocacionales, de alma pura y corazón de oro que tranquilizaran conciencias masculinas. Entre Cabiria y su versión musical Sweet Charity (título sobre el que huelgan comentarios), animosas chicas de saloon de los westerns de antaño, Pretty Woman e Irma la dulce, hay que reconocer que descuella por su joie de vivre la puta ufana y muy trabajadora, que no aspiraba a ser redimida, interpretada estupendamente por Melina Mercouri en Nunca en domingo.
En otro registro, habría que nombrar a Belle de jour, el superclásico de Buñuel, sobre los tremendos fantamas sadomaso de una señora burguesa llamada ¡Séverine! en un extravagante burdel. Por el lado francamente melodramático, sobresale y se multiplica la inoxidable Dama de las Camelias, la Margarita Gautier parida por la pluma de Alejandro Dumas hijo, personaje muy deseado por actrices de toda laya en la pantalla –de Theda Bara y Sarah Bernhardt, hasta María Félix y nuestras Mecha Ortiz y Zully Moreno. Greta Garbo fue una memorable Dama trémula y, décadas después, una Isabelle Huppert hiperrealista se iba a beber sangre fresca a los mataderos para paliar su tuberculosis.
Todas estas intérpretes tosieron y sufrieron por un amor que las dignificara, pero nunca lo suficiente para limpiar la mancha indeleble de su pasado: solo la muerte las redimiría definitivamente. Y, por supuesto, tenemos a una Margarita rebautizada Violetta, que sigue pagando por su pasado, tosiendo y cantando hasta el último instante, cada vez que se representa La Traviata, maravillosa ópera de Verdi (que ya moraliza desde el título: la perdida).
Estas prostitutas idealizadas de la ficción –alguna vez retratadas con honesto enfoque en Prostituta, de Ken Russell, o en Chicas trabajadoras, de Lizzie Borden– tienen en verdad un deplorable origen hace miles de años. Tanto en la prostitución sagrada (Babilonia, Cartago, Antigua Grecia, etcétera, donde se usó ese pretexto patriarcal para dominar el cuerpo de las mujeres), como en el botín de guerra que significaban para los triunfadores las prisioneras, violadas y convertidas en esclavas sexuales, se puede detectar el arranque de este oficio que Rudyard Kipling catalogó como “el más antiguo del mundo”, olvidando que la guerra, la piratería de personas y los mercados de esclavas y esclavos fueron primeros.
Un folleto (1991) de ATEM (meritoria Asociación de Estudio y Trabajo de la Mujer, fundada por Marta Fontenla y Magui Bellotti en 1984) consigna, entre otros datos, que en Grecia las prostitutas del templo entregaban a los sacerdotes lo que ganaban; y que Solon, tenido por padre fundador de la democracia ateniense seis siglos AC, creó los dicterion, burdeles estatales habitados por esclavas y extranjeras, una institución que con variaciones se extendió en el tiempo y el espacio, llegando en siglos posteriores a las colonias de América: existían prostíbulos en el ex Virreinato del Río de la Plata luego de la declaración de la independencia. Y en las campañas al desierto, siguiendo la publicación de ATEM, hubo mancebías de campaña adonde eran enviadas mujeres para atender las necesidades de los soldados. Tornando un toque a la Antigüedad, vale recordar que en Roma las prostitutas eran reducidas a lupanares en las ville, en condiciones muy penosas, como lo demuestra el establecimiento descubierto en las ruinas de Pompeya, con sus minúsculas celdas.
Floreciente, enorme negocio que se desarrolló ininterrumpidamente en Occidente, aunque no figurase –ni figure– en los datos oficiales de la economía de los países y menos todavía en los gastos de los clientes (como contribuyentes) varones. En tiempos recientes, las redes de trata internacionales, el desamparo de las migrantes sin techo, el turismo sexual, en suma, todo el comercio relacionado con la apropiación forzada del cuerpo de las mujeres sigue en pie. Aunque se tomen algunas medidas para frenar el secuestro, el mal trato y la esclavización, el negocio cuenta con demasiadas complicidades –y no solo de jueces y policías, como en Beya durmiente– para defender sus intereses.
Y si de prostitución hablamos, las numerosas variaciones en torno del vocablo puta ponen de manifiesto no solo el lenguaje despreciativo del opresor directo, sino una mirada popular prejuiciosa. Como bien señala Marina Yaguello (Les mots et les femmes, Payot, Paris) toda palabra cuya referencia sea el sexo femenino puede servir para designar a una prostituta. O, inversamente, según Victoria Sau (Diccionario ideológico feminista, Icaria, Madrid), “todo sinónimo de puta puede aplicarse a la mujer en general”. A su vez y sin intención feminista, en el Inventario general de insultos, el español Pancracio Cendrán Gomáriz (Ediciones del Prado, Madrid) les da la razón a las citadas ensayistas: casi todas las palabras agraviantes dirigidas a las mujeres forman parte del mismo terrorismo verbal que, en buena parte, sigue vigente. Entre las más castizas: zorra, yegua, buscona, meretriz, pelandusca, ramera, furcia, (mala) pécora, pindonga… La palabra puta, que aparece ya en un manuscrito religioso del XIII, es parte en castellano de un insulto universal, avalando el descrédito social y moral del oficio: hijo de puta. Y para más inri: de remil putas.
La belleza será convulsiva…
…o no será. La controvertida frase de André Bréton le viene de perlas al espectáculo Beya durmiente, que le pega flor de sacudón al público asistente con altos recursos en todos sus rubros, a partir de la magnífica nouvelle de Gabriela Cabezón Cámara, quien cedió confiada su texto y no intervino en la puesta ni en los leves cortes que surgieron necesariamente durante los ensayos.
La directora Victoria Roland fue convocada para un ciclo de unipersonales en el Xirgu, justo en un momento en que estaba dedicada a leer a GCC y se había interesado particularmente por Le viste la cara a Dios. Roland tuvo la idea de una mujer que se desdobla para sobrevivir en esta insoportable situación de tanto sufrimiento físico y moral. Y sabiendo que la actriz elegida, Carla Crespo, es DJ, asoció esa destreza a la posibilidad del desdoblamiento en escena. Una idea genial, porque además de manejar técnicamente la música, la DJ de la obra elige temas en consonancia, que enriquecen teatralmente la nouvelle, nunca de manera obvia: por caso, el Danubio azul que remite al film 2001, de Kubrick, cuando se habla de “armonía cósmica”. Siempre con un eclecticismo de géneros que se suma al que antes desplegó la escritora. Aquí es justicia resaltar el aporte de la siempre excelente Barbara Togander.
“Ahora muy tranquila en la parte técnica”, dice la artísticamente poderosa actriz Carla Crespo. “Pero siempre es un desafío enorme, siempre hay algo en mí que está desdoblándose también. Siempre entrando y saliendo, lo que me redunda en una acumulación por corte. Muy identificada con este procedimiento. Mis propios entrenamientos como docente tienen mucho que ver con esto: entrar y salir, zambullirse, lanzarse, recalcular, volver a probar…”.
Roland y Crespo no empezaron por la zona sonora: durante dos meses intensos hubo ensayos puramente físicos, de probar y probar vocalmente, físicamente cosas en relación al texto, contando con la asistencia de Sofía Constantino. El trabajo propiamente sonoro, que va más allá de los temas, vino después, cuando Carla ya había puesto el cuerpo, había transitado a pleno lo físico. Entonces pudieron fusionarse emoción y técnica, y fue tomando forma final este espectáculo arrollador, que denota todo trabajo inteligente, minucioso, elaboradísimo.
“No puedo creer el nivel de empatía que me produce este texto”, se enfervoriza Carla Crespo. “No solo me sensibiliza el tema de la trata, de la esclavitud dentro del patriarcado, sino el modo en que Gabriela construye imágenes. Y esa herencia del contacto con lo religioso que percibo como algo que tiene que ver con mi primera infancia. Además de la trata, que parece llevarse todo puesto, hay otros planos, otros territorios. Habremos ensayado en total cinco meses, mucha investigación que nos abría caminos, nos iluminaba… Como si estuviésemos sintonizadas entre nosotras y con el material. Tuve, tuvimos momentos epifánicos con la música, esa asociación texto-melodía que solo se puede alcanzar en estados muy especiales, casi de milagro”.
Milagrosa asimismo la coincidencia entre el San Jorge, “guerrero noble y bueno” que invoca con fervor Beya en la nouvelle original y en esta versión escénica, y el propio santo en bronce que está liquidando a un dragón en la chimenea del teatro Xirgu del Casal de Cataluña, abatiendo a un dragón, que bien podría representar al abominable Rata Cuervo de la obra.
*Las funciones de Beya durmiente son los domingos a las 19 en Teatro Xirgu UNTREF, Chacabuco 875. San Telmo | Entradas anticipadas por Passline.
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