Es casi de noche, voy caminando, me alejo de la plaza, aparezco en una calle lateral y me encuentro, de frente, con un grupo de hombres que cantan. Tienen unas voces de ensueño, tan claras y tan sobrecogedoras que lo cubren todo: llenan la noche de esa vereda angosta. Me detengo. Me doy cuenta de que cantan a las puertas de un templo. Espío por la puerta. La puerta es apenas un vano: no hay puerta. El templo tiene el tamaño de una habitación, no es más que eso. Veo la imagen de una virgen, de varias vírgenes: cuelgan de las paredes. Veo a unos pocos hombres arrodillados sobre ese piso de tierra. Están descalzos. Me detengo allí, en la puerta de ese templo. No se trata de una detención voluntaria; algo me llama. Me quedo mirando: velan a alguien. El cajón está en el centro de la habitación, o del templo, sobre ese piso de tierra. Lo rodean esos pocos hombres descalzos, hincados. Afuera, los otros cantan. Sus voces siguen colgadas de la noche, llenándolo todo. No sé cuánto tiempo me detuve en la puerta de ese templo. Solo recuerdo que alguien se tropezó conmigo, como si yo estuviera allí apenas para entorpecer la entrada al santuario. Algo de eso me despertó del letargo y me obligó a seguir, los pies reticentes, camino a ese bar donde unos amigos me esperaban. Y fue volver a la casa, esa casa que me venía cobijando al borde del mar, y quedarme hasta tarde, hasta muy tarde, con los ojos clavados en esa escena, preguntándome qué había visto esa noche, en ese pueblo, en el nordeste de mi país de crianza. Y me encuentro escribiendo unos párrafos, esa madrugada, los mismos que hoy componen el primer capítulo de esta novela, sin saber por qué los escribía, sin que tuvieran, en apariencia, relación alguna con ese templo, con esos hombres, con esa escena.
Me pasé más de dos años abriendo y cerrando ese archivo que había escrito en Brasil. Lo abría, lo releía y lo volvía a cerrar convencida de que ese texto había sido un mero desvarío de una noche de verano. No podía seguirle la cadencia, no le encontraba ningún sentido. Y esto se mantuvo así, invariable, hasta una mañana de abril, en que terminaba de corregir un cuento y me acordé de ese archivo. Y fue abrirlo y ya no poder dejarlo, seguir de largo, todo el año, de la mano de esa voz, sobre la cadencia de esa voz.
Paul Valéry decía que el poema es una larga y prolongada vacilación entre el sonido y el sentido. Y esta cita me viene tan bien ahora, porque eso mismo sentí, o creí sentir, a lo largo del proceso de escritura: que me pasaba horas vacilando entre el sonido y el sentido y me encontraba, tantas veces, haciéndole caso al sonido, omitiendo la precisión de una palabra, con el solo objeto de respetar esa voz que había aparecido sobre el papel más de dos años atrás. Eso me pasa, a menudo, con la escritura: tengo la sensación de que las voces que aparecen sobre el papel construyen sus propios mundos, desde su propia gramática, y no me dejan más camino que seguirles el rastro.
Aún así, yo supongo que hay una pregunta que dispara este texto, o que dispara la escritura de este texto, y esa pregunta, creo yo, es qué se hace con un muerto: qué hacemos con los cuerpos de nuestros muertos. Y supongo que es, entonces, también, una pregunta por los restos, que es como decir, una pregunta por la herencia, por los rezagos, por eso que sobrevive, fragmentario y caprichoso, a la muerte.
Comparto a continuación los párrafos que escribí aquella noche, cuando todavía no sabía que esas pocas líneas serían el primer capítulo de esta novela:
1.
Allá, donde vivíamos, venía el viento norte. Era un viento de calor que nos cercaba despacio hasta instalarse como un perro hambriento. Cuando nos tenía rodeados, dormíamos unas siestas interminables. Nos despertábamos cuando el sol se iba y el cielo quedaba con un resplandor que seguía levantando el olor de la tierra seca.
En una de las vueltas del viento norte, se nos apareció Loprete. Llegó lúgubre, un poco perdido, preguntando por Pepa. Hablaba sin urgencia, pero decidido. Busco a Pepa, dijo, apenas lo vimos en lo del Tano. Lo dijo seco, como si tuviera la boca vacía y se le llenara con eso. Lo miramos extrañados, un poco sorprendidos por su figura concreta en la tarde abrasadora, como si la bruma de polvo que nos envolvía esa tarde lo hubiese materializado para que así de repente preguntara por Pepa.
La única Pepa que conocíamos era la hija del viejo Antonio, que vivía en la otra punta. Antonio era carpintero. Sin Antonio no hubiéramos tenido dónde jugar a las cartas, ni dónde dormir. El Tano le sostuvo la mirada: para qué la busca, compañero. Y Loprete, que en ese momento no era más que una figura maciza recién salida de la bruma, no dudó: mire compadre, la ando buscando porque se me perdió. Y el Tano, después de mirarnos a ver si estábamos atentos, le dijo: bueno, siéntese aquí con nosotros, se toma una ginebra y nos cuenta cómo fue que se le perdió.
Así lo conocimos a Loprete. Y la Pepa que se le había perdido no era la nuestra. Eso lo sospechamos de entrada. Loprete se tomó cinco ginebras esa tarde, mientras se hacía de noche. Y Pepa no se le había perdido. Más bien se le había ido.
El Tano quiso ayudarlo: quédese con nosotros. Cuando amainen los calores, salimos todos a buscarla. Pero Loprete no quería: no puedo esperar. Si espero así, Pepa se me pierde del todo. Y el Tano que no: es puro desierto, amigo. Cálmese. Ya iremos. Y no sé si fueron las ginebras o algo que dijo el Tano, pero Loprete desenvainó el cuchillo antes de que pudiéramos ponernos de pie. Lo quiso gargantear al Tano y se armó una fea. Es que el calor trae malos humores, y el viento norte, allá, nos traía estas cosas. Loprete acabó malherido, y nosotros, sin remedio a la mano. Agonizó toda la noche. Lo enterramos poco antes del amanecer. Juancho hizo el pozo. Yo sostenía la lámpara. Y el Tano vigilaba que el cadáver no tuviera otro ataque de ira.
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