En el Reino Unido de la guerra, cuando todavía se necesitaba la libreta de racionamiento, se notaba especialmente el talento culinario, y a la señora Burton parecía sobrarle. Hacía los mejores pasteles de Great Rollright, un pueblo al norte de Oxford, y los compartía con sus vecinos. Se dedicaba el día entero a la granja donde vivía con su familia, The Firs, y a sus tres hijos, mientras su esposo, Len Burton, trabajaba en una fábrica de aluminio.
Detrás de la estructura de piedra de la propiedad, adecuadamente lejos de la calle, había una vieja letrina exterior donde la señora Burton se afanaba a diario. No porque estuviera en uso, sino porque allí “había construido un potente radiotransmisor conectado al cuartel general del espionaje soviético en Moscú”, según escribió Ben Macintyre en Agente Sonya. Ese era el nombre en código de la señora Burton; el verdadero, Ursula Kuczynski, iba entonces precedido del cargo de coronel en el Primer Directorado de Espionaje (GRU) de la Unión Soviética (URSS).
Además de tener buena mano repostera, la señora Burton fue la espía comunista más exitosa del siglo XX. Primero generó casas seguras para agentes en Shanghai, donde la reclutó Richard Sorge, a quien Ian Fleming, el creador de James Bond, describió como “el espía más formidable de la historia”; luego de probarse recibió entrenamiento para montar y operar radios, ser una courier discreta y colaborar en el armado de actividades clandestinas. Volvió a Alemania, su país natal, durante el nazismo y tuvo a cargo su propia red de agentes; cuando comenzó la guerra se instaló en Gran Bretaña.
Allí, gracias a su fachada de ama de casa —otras fuentes hablan de la protección de un agente doble dentro del MI5— fue el contacto de Klaus Fuchs, otro alemán emigrado, el famoso físico que participó en el Proyecto Manhattan y envió a Stalin los secretos de la bomba atómica. Precisamente gracias a la gestión de la agente Sonya. Que, de ese modo, cambió el rumbo de la Guerra Fría y abrió décadas de empate entre superpoderes.
Comunistas contra los nazis
Kuczynski nació en 1907 y era, por lo tanto, una joven en los años difíciles de la república de Weimar: tenía 16 cuando terminó lastimada durante la represión a una marcha por el día internacional de los trabajadores en Berlín. Escribió Macintyre:
En medio del tumulto, la joven cayó de bruces sobre el asfalto. Al mirar hacia arriba, vio sobre ella a un policía fornido con un uniforme verde manchado de sudor a la altura de las axilas. El hombre sonrió, levantó la porra y la golpeó con todas sus fuerzas en la parte baja de la espalda.
Su primera sensación fue de furia, seguida del dolor más agudo que había sentido nunca: “Me dolía tanto que no podía respirar”.
A su madre, el alma de su familia burguesa, judía y secular, no le gustó verla regresar magullada a su casa del barrio de Zehlendorf:
—¿Quiénes son esos adolescentes? —insistió Berta—. ¿Por qué te relacionas con esa clase de gente?
—”Esa clase de gente” es la rama local de las juventudes comunistas. Soy miembro.
Berta, artista plástica, pensó que quizá su esposo, el reconocido economista y demógrafo Robert Kuczynski, podía tener mayor influencia sobre la segunda de sus seis hijos.
Robert Kuczynski era simpatizante del comunismo y admiraba el espíritu de su hija, pero estaba claro que Ursula sería problemática. Los Kuczynski podían respaldar la lucha de las clases obreras, pero eso no significaba que quisieran que su hija se mezclara con ellas.
—Ese radicalismo político es solo una moda pasajera —le dijo Robert—. Dentro de cinco años te reirás de todo esto.
—Dentro de cinco años seré una comunista el doble de buena —replicó ella.
El abundante personal doméstico de la casa solía atender a las figuras más importantes de la izquierda intelectual: el líder marxista Karl Liebknecht, los artistas Käthe Kollwitz y Max Liebermann, el industrial y futuro ministro Walther Rathenau. También Albert Einstein, Willi Münzenberg y Ludwig Quidde visitaban a su amigo Robert y marcaron a sus hijos mayores, Jürgen (quien sería historiador y economista, y también espía) y Ursula. Sin embargo, para los adolescentes hubo un elemento más decisivo a la hora de orientar su ideología: los comunistas alemanes eran los únicos en abierta batalla contra los nazis.
Ursula era particularmente apasionada; sus hermanas menores la llamaban “torbellino de cuento de hadas”. Sus compañeros comunistas valoraban esa emoción como un recurso, y pronto uno de ellos Gabo Lewin —a quien Stalin enviaría al Gulag, donde murió, para espanto de Kuczynski— le dio una Luger semiautomática, que le enseñó a usar y cuidar. “Ursula escondía el arma en un cojín roto colocado detrás de una viga en la buhardilla de Schlachtensee. Cuando llegara la revolución, estaría preparada”, escribió Macintyre.
Un viaje clave a los Estados Unidos
Rudi Hamburger, estudiante de arquitectura, quiso invitar a Ursula a salir: terminó arrastrado a una reunión de comunistas. No le desagradaban las ideas ni las personas, pero él era más bien liberal y progresista; su paciencia sin embargo, conmovió a Ursula, que anotó en su diario: “Echo de menos a Rudi. Y luego me enfado porque una persona así pueda traerme de cabeza. Y después lo necesito mucho. Y al final me quedo dormida entre sollozos”.
Al fin se enamoró, y Macintyre especuló que se dio cuenta una noche, al regresar de un concierto, cuando Rudi se detuvo debajo de una luz: “Seguía teniendo el cabello sorprendentemente rebelde y sus ojos oscuros nunca perdían aquella melancolía y la expresión velada, ni siquiera cuando se reía o estaba sumido en sus pensamientos”, citó otro fragmento del diario.
Por entonces Kuczynski perdió su trabajo en la editorial Ullstein: “Era problemática y, en un momento de agitación política y creciente antisemitismo, los editores no querían problemas”. El director, Hermann Ullstein, le dijo sin ambages: “Una empresa democrática no puede ofrecer perspectivas a una comunista”.
Con el creciente desempleo en Alemania, no era buena candidata a nada; no quería vivir mantenida por sus padres. Por entonces su hermano Jürgen estaba en los Estados Unidos, y pensó que tal vez podría pasar una temporada allí. Contó Agente Sonya:
Ursula se sintió cautivada por el vigor intelectual de la izquierda estadounidense. Un nuevo libro en particular le llegó al corazón. En abril de 1929 se publicó Hija de la tierra, de la escritora radical Agnes Smedley. La novela, que apenas oculta su condición autobiográfica, cuenta la historia de Mary Rogers, una joven de familia pobre que tiene problemas en sus relaciones y adopta las causas del socialismo internacional y la independencia india.
Para Ursula, el libro fue un llamamiento a las armas: una mujer que defendía ferozmente a los oprimidos, que exigía un cambio radical y que estaba dispuesta a morir por una causa que parecía romántica, glamorosa y arriesgada.
Pero al cabo de meses de trabajo en una librería y de activismo entre los inmigrantes del Lower East Side de Nueva York, Rudi seguía en Alemania, donde se había recibido de arquitecto. Ursula regresó justo antes del crack de 1929 y, al verlo esperándola en el muelle, comprendió cuánto lo quería. Se casaron en octubre.
Los recién casados eran felices, no tenían trabajo, se hallaban en la ruina y Ursula estaba extremadamente ocupada fomentando la rebelión. Por una cuestión de principios, la pareja se negaba a aceptar dinero de sus padres, así que se mudaron a un pequeño piso de una habitación, que no disponía de calefacción ni de agua caliente.
Destino: Shanghai
La crisis económica global sólo empeoró la situación alemana. Rudi comenzó a considerar seriamente la poción de emigrar. Pero en ese momento su amigo Helmuth Woidt, quien trabajaba en Shanghai para Siemens, le avisó que el municipio, dirigido por los británicos, buscaba un arquitecto.
“El comunismo es internacional. También puedo trabajar en China”, razonó Ursula. “En efecto, había un Partido Comunista Chino en Shanghai, pero estaba ilegalizado, sufría persecuciones y se enfrentaba a su aniquilación”, precisó Macintyre, autor de numerosos libros sobre la geopolítica del siglo XX: Espía y traidor, El hombre que nunca existió, La historia secreta del Día D, Los hombres del SAS.
Kuczynski, además, estaba destinada al mundito de los extranjeros, blindado contra la pobreza miserable de las mayorías locales, imbuido de racismo, sostenido a base de cócteles y tés y bridge y carreras de galgos y minigolf. “Las mujeres son como perritos falderos. No tienen trabajo ni tareas domésticas y tampoco muestran interés en asuntos científicos o culturales. Ni siquiera se preocupan de sus hijos. Los hombres son un poco mejores, porque al menos trabajan”, escribiría luego en sus memorias, Sonya’s Report. Además, en lugares como el Concordia o el Rotary Club, “se hablaba con admiración de Hitler, el hombre que estaba por llegar”.
Para hacer algo se convirtió en asistente de Johann Plaut, un periodista alemán pedante, que en una ocasión, jactándose de sus conocidos, mencionó que había estado con la autora de Hija de la tierra. Contó Macintyre:
Al parecer, la escritora estadounidense se encontraba en Shanghái trabajando de corresponsal para el Frankfurter Zeitung, uno de los periódicos más importantes de Alemania. Ursula describió la honda impresión que le había causado la novela de Smedley y le dijo a Plaut que le gustaría “conocerla, pero la inhibía acercarse a una persona tan extraordinaria”. Con un ostentoso ademán, el periodista descolgó el teléfono, marcó un número y le pasó el auricular. Al otro lado estaba Agnes Smedley. Las dos se citaron al día siguiente en la cafetería del hotel Cathay.
Se llevaron bien: Ursula obviamente fascinada ante esa mujer antifascista, feminista, defensora de los oprimidos, y Smedley discretamente ilusionada con regalarle a su amante, Richard Sorge, una recluta con gran potencial y una fachada maravillosa: estaba embarazada.
Porque Smedley también era espía.
El reclutamiento de Sonya
En realidad, el espionaje era el juego más popular de la ciudad entonces: “Los agentes del gobierno nacionalista chino espiaban a comunista autóctonos y extranjeros. Los comunistas clandestinos espiaban al gobierno, y se espiaban entre sí. La URSS desplegó un ejército de agentes secretos e informantes por toda la ciudad. Los británicos, con ayuda estadounidense, espiaban a todo el mundo todo el tiempo”, describió el libro.
El tema central era el enfrentamiento, que terminaría con la revolución china, entre los nacionalistas de Chiang Kai-shek y los comunistas de Mao Tsé-tung, respaldados por la URSS.
Entre los numerosos espías soviéticos de Shanghái, un grupo pertenecía al GRU. En él se hallaban Smedley y Sorge, un hombre en el que Ursula “podía confiar plenamente”, según le dijo Agnes al anunciarle que se lo presentaría.
Tanto confiaría que se enamoraría de él: desde que se instalara a vivir en Alemania Oriental, escapando milagrosamente del MI5, en 1950, Kuczynski mantuvo colgada en su estudio una foto de Sorge. “Estaba enamorada de Sorge”, dijo Michael, el hijo mayor de Sonya, a Macintyre. “Siempre lo estuvo”. Lo describió el autor:
A pesar de ser alemán y comunista y de acercarse a la mediana edad, en 1930 Sorge guardaba un gran parecido con el James Bond de la ficción, sobre todo por su aspecto, su apetito por el alcohol y su afición prodigiosa y casi patológica por las mujeres. Incluso los enemigos declarados de Sorge reconocían sus habilidades y coraje. Después de China, se trasladaría a Tokio, donde espió sin ser detectado durante nueve años. Allí tuvo acceso a los secretos más recónditos de los altos mandos japonés y alemán y alertó a Moscú de la invasión de la Unión Soviética por parte de los nazis en 1941.
Sorge la entrenó, le asignó tareas progresivamente más difíciles, involucró a su esposo en el espionaje y le puso su nombre en clave: Sonya. Lo tomó de una canción popular entonces:
Cuando Sonya baila una canción rusa, / no puedes evitar enamorarte de ella. / No hay mujer más hermosa que ella. / Por su sangre corren el Volga, el vodka y el Cáucaso.
El pez gordo: la bomba atómica
Rudi pagaría muy caro el oficio de su esposa. Terminó torturado por los chinos, detenido por los británicos en Persia y enviado al Gulag por Stalin, del que sobrevivió. Pero en aquellos años treinta faltaba mucho tiempo para eso, y accedió a colaborar en lo que hiciera falta. También aceptó que su bebé, Michael, fuera enviado con sus abuelos paternos, por entonces en Checoslovaquia, ya que Sonya debía ir a la URSS para profundizar su entrenamiento.
Cuando Kuczynski fue a recoger al niño, encontró “a un desconocido de tres años”, lo describió en sus memorias. “Y yo también era una desconocida para él. Mi hijo ni siquiera quería saludarme”. Llevó al chico consigo a su nuevo destino, en Manchuria, ocupada por los japoneses; allí estuvo destinada bajo las órdenes de Johann Patra, de nombre en clave Ernst, con quien tuvo un affair y a su segunda hija, Janina. Por temor a que el romance arruinara el espionaje, Ursula y Rudi fueron convocados a Moscú, entrenados otra vez y enviados a Polonia, primero, y a Suiza entre octubre de 1938 y diciembre de 1940.
Allí se separó de Rudi y conoció a su segundo esposo, Len Burton, que también trabajaba para el GRU; allí también corrió el mayor riesgo de su vida cuando la niñera la denunció (en el consulado británico la tomaron por una de las tantas personas lunáticas que solían ver espías) y creó un código para enviar información a Moscú que hasta hoy no ha sido descifrado.
Su nuevo destino fue Inglaterra, donde la familia Kuczynski se había refugiado del nazismo: era una buena fachada que Ursula quisiera estar cerca de sus padres. Y fue alguien de su familia, su hermano Jürgen, quien la puso en contacto con el físico Fuchs, quien se había exiliado en Inglaterra y trabajaba en el programa Tube Alloys, el proyecto de investigación nuclear británico, por el cual luego cooperaría en Los Alamos con el equipo científico estadounidense.
A Sonya le impresionó bien que Fuchs fuera tranquilo, reflexivo, prudente y culto. Cambió el lugar de las citas por seguridad y solían verse cerca de la estación de Banbury, caminando por el campo del brazo, como si fueran amantes. En esos paseos ella ubicó un punto remoto en un bosque donde crear un buzón para dejar mensajes seguros:
Ursula había llevado una palita de jardinería y cavó un agujero entre las raíces de un árbol: “Klaus se situó a mi lado y me observó a través de sus gafas”. No le ofreció ayuda y la miraba con una expresión de intensa concentración, como si estuviera viendo un experimento. “Me pareció bien. Yo era una persona más corriente y práctica que él. Lo miré una vez y pensé: ‘Ah, el gran profesor’”.
Entre los envíos de Sonya y los que haría el espía Harry Gold desde los Estados Unidos, “el envío de secretos científicos de Fuchs a la URSS entre 1941 y 1943 fue uno de los botines de espionaje más concentrados de la historia, unas 570 páginas de informes copiados, cálculos, dibujos, fórmulas y esquemas, los diseños para el enriquecimiento de uranio, una guía paso a paso para el rápido desarrollo del arma atómica”, escribió Macintyre.
Mientras se ocupaba de su tercer bebé, Peter, la señora Burton infiltró a varios espías soviéticos en la operación Fausto, que organizó la Oficina de Servicios Estratégicos (OSS), precursora de la CIA: un equipo de voluntarios alemanes emigrados que se pertrechó con la última tecnología en comunicaciones para que saltaran en paracaídas sobre Alemania y enviaran información.
Del Gulag a la caída del Muro
El sábado 13 de septiembre de 1947 a las 13:20 el agente del MI5 Jim Skardon golpeó a la puerta de la casa de los Burton. “El primer error de Skardon fue subestimar a su presa”, estimó Macintyre, y citó el informe de la visita: “La señora Burton no impresiona demasiado con su pelo desaliñado y perceptiblemente canoso, y tiene un aspecto bastante descuidado”. El error final fue revelarle que no tenía una sola prueba:
—Fue usted agente rusa durante mucho tiempo, hasta que la desilusionó la guerra en Finlandia. Sabemos que no ha estado activa en Inglaterra y no hemos venido a detenerla.
“Aquel intento ‘psicológico’ de cogerme por sorpresa fue tan divertido e inepto y estuvo tan lejos de desequilibrarme que casi me pongo a reír”, comentó luego Sonya en sus memorias.
Sonriente, ofreció té, llamó a su esposo y repitió de distintas maneras: “Creo que no puedo cooperar. No es mi intención contar mentiras y, por tanto, prefiero no responder ninguna pregunta”.
En 1949 la URSS hizo su primera prueba atómica exitosa; en 1950 Fuchs fue arrestado. Sonya calculó que faltaba muy poco para que la identificara —lo hizo en el juicio, en noviembre— y abordó un avión a Alemania Oriental con sus hijos.
Y allí hizo algo que acaso no tenga par en el GRU: escuchó los elogios del oficial que la contactó en Berlín, los agradeció y dijo que quería vivir como una ciudadana, que ya no quería ser espía, que su compromiso con la URSS estaba intacto pero sus nervios no.
En verdad seguía sido una comunista convencida, que se sometió a la vigilancia de la Stasi (aunque se quejó en una ocasión) del mismo modo que en su momento había aceptado las purgas estalinistas: “Por desgracia, en aquella época los camaradas en puestos de responsabilidad cambiaban frecuentemente”, escribió en sus memorias, que se publicaron en 1977.
Muchos amigos de Sonya, alemanes comunistas refugiados del nazismo en la URSS, habían sido asesinados o enviados al Gulag durante algunos de sus viajes a Moscú; conoció numerosos casos de colegas a los que admiraba. Resumió Macintyre:
Sabía que sus amigos y compañeros estaban siendo aniquilados, y que eran inocentes. Tiempo después escribía: “Estaba convencida de que eran comunistas y no enemigos”. En aquel momento no lo dijo. No preguntó de qué habían sido acusados ni adónde habían ido, ya que mostrar curiosidad era en sí mismo una invitación a la muerte. Como millones de personas, mantuvo la boca cerrada.
En Alemania comenzó a escribir libros para niños con el seudónimo de Ruth Werner, y sus memorias fueron un best seller a pesar de la edición censora de la Stasi. “Sus hijos quedaron asombrados al descubrir el pasado de su madre”, contó el biógrafo.
El 10 de noviembre de 1989, con la caída del Muro, habló ante una multitud en el Lustgarten de Berlín: “Aún creía que podía conseguirse un socialismo mejor”, reconstruyó Agente Sonya, “con la glasnost y la perestroika, con más democracia en lugar de dictadura y poder absoluto, con medidas económicas realistas”.
Pero la historia fue distinta, y marcó también sus años finales. En la última entrevista que le hicieron habló sobre la reunificación alemana y la desintegración de la URSS:
—Eso no cambia mi opinión de cómo debería ser el mundo —respondió—. Pero crea en mí cierta desesperanza, cosa que no me había ocurrido nunca.
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