Por su independencia artística, su amplitud temática y su coherencia ideológica, las películas que dirigió Hugo del Carril se cuentan entre las más importantes del cine argentino. Su obra solo se puede comparar con la de Leonardo Favio o la de Leopoldo Torre Nilsson, aunque sigue siendo menos conocida, en parte por las sucesivas proscripciones que atravesó a causa de su inquebrantable profesión de fe peronista y en parte porque después de su muerte en 1989 su obra se dispersó y se volvió casi inaccesible. Recién en los últimos años pudo reunirse y volver a verse completa, gracias a varias gestiones privadas y públicas emprendidas, con el respaldo de su familia, entre 2000 y 2015.
Por lo que se sabe, Del Carril se interesó en el trabajo del director desde que entró por primera vez a un set y aprovechó cada uno de sus rodajes para prepararse técnicamente, observando y aprendiendo. Está claro que ninguna influencia lo definió del todo. Admiró a Manuel Romero, con cuyos temas y raigambre popular sentía una natural afinidad, pero intuitivamente buscó expresarlos (y expresarse) en términos propios, con una vocación visual que fue insólita en un hombre venido del tango y de la radiofonía. En el escritor Eduardo Borrás encontró un espíritu ideológicamente afín que contribuyó a ampliar sus intereses y proporcionarles solidez dramática, dentro de las exigencias de un cine que Del Carril siempre quiso accesible y claro, abierto a todo espectador. Ese fue su único compromiso porque en todo otro aspecto mantuvo siempre una férrea independencia creativa, hasta el extremo de producir o coproducir diez de sus quince películas, arriesgando (y muchas veces perdiendo) recursos propios. En ese sentido también fue único.
Este recorrido por su filmografía reconoce el aporte insoslayable de los análisis pioneros que oportunamente escribieron Gustavo Cabrera y César Maranghello, y hasta cierto punto pretende dialogar con ellos, incluso en el disenso. Se intenta una nueva clasificación de esa obra, en lugar de un seguimiento cronológico, en la esperanza de evidenciar temas recurrentes y otras continuidades.
Crónicas del mal
Desde sus títulos, La Quintrala (1955) se propone como la síntesis biográfica de un personaje de la historia chilena, Catalina de los Ríos y Lisperguer, identificada como una Lucrecia Borgia de la colonia. Le decían la Quintrala por la flor de quintral, planta venenosa y parásita, y se presume que mató o mandó matar a varios amantes, que envenenó a su propio padre, que enamoró o trató de enamorar a un sacerdote y que era especialmente salvaje con sus esclavos, a quienes solía azotar, mutilar o quemar. Es el primer personaje decididamente oscuro al que Del Carril dedicó un film y eligió para hacerlo la puesta en escena más expresionista de toda su obra, justificada por el carácter pasional y cruel de la Quintrala, por la dimensión mítica de su leyenda, por su afinidad con la superstición y el ocultismo, pero sobre todo por la tremenda confrontación moral que termina siendo el eje principal del excelente libreto de Borrás.
En los primeros minutos, el film establece tres rasgos definitorios de la Quintrala. En la primera escena, durante su agonía y muerte en 1665, su ansiedad por salvarse de la condenación eterna es evidencia de la conciencia de sus crímenes, pero sobre todo de la persistencia de su fe. En la segunda escena aparece azotando furiosamente a un esclavo, la única de sus transgresiones que para Del Carril y Borrás no tiene justificación posible. En la tercera, su rebeldía ante el pedido de un sacerdote: “¡No crea vuesa merced mi obediencia!”. Después de ese inicio vertiginoso, esos tres rasgos de su personalidad organizan el relato, pero en el sentido inverso: primero importa su rebelión ante todos los mandatos que oprimían a las mujeres de su época, después su crueldad hacia los indefensos y por último esa fe supersticiosa de la que ninguna transgresión podrá librarla y que la condena a quedar “suspendida eternamente sobre el infierno”.
En un texto que abre el film, Del Carril y Borrás ratifican su voluntad de “Dar de un modo comprensible, como en un espejo más claro, la vida oscura de La Quintrala” y hay que decir que ningún film del realizador fue tan lejos en la vocación por entender a su personaje. Es significativo que sus tres primeras víctimas sean hombres de su misma condición aristocrática, que procuran imponerle distintas variantes del orden patriarcal. El primero la humilla y pretende mantenerla como su amante: “Mi ley no es la ley del mundo”, responde ella ante la mirada perpleja de él. El segundo resulta ser su propio padre, que la describe como “Díscola, soberbia y descreída. Dice que su vida no es más que suya y que a nadie pertenece”. Cuando ella se niega a tomar los hábitos, la respuesta es implacable: “¿No quieres, dices? ¿Y quién eres tú para querer o no? ¿Para oponer tu voluntad a la mía? ¡Me obedecerás!”. El tercero es un hombre que la extorsiona y la abusa.
El primer hombre distinto que la Quintrala conoce resulta ser Fray Pedro, a quien todos tienen por santo, y esa transición en su vida se precipita durante una procesión que es el momento más expresionista del film. Fray Pedro carga una pesada cruz, los penitentes avanzan mientras se dan latigazos, y la figura del Cristo es penetrada por tremendos clavos.
La Quintrala lo observa todo desde una ventana, sintoniza perversamente con esa crueldad y considera que para estar a la altura de Fray Pedro debe expiar sus muchas culpas flagelándose de un modo terrible. Cómo él le dice después, hay una gran confusión en su alma.
Pero Fray Pedro también se confunde porque esa mujer lo interpela desde su condición libre y empoderada: “Un día no vi en mi confesor más que a un hombre. ¿Por qué había de contarle todo lo mío? Soy una mujer y mis pecados son de amor”. Eventualmente ella reconoce que vive “entre sombras” y le pide ayuda para sustraerse a ellas. La acción, que hasta entonces ha sido mayormente nocturna o interior, pasa a ser diurna y exterior. Pero las sombras la reclaman y la Quintrala nunca comprende que la luz de Fray Pedro es la del mensaje cristiano: la salvación consiste en sacrificarse por los otros. Ella hace exactamente lo contrario y para salvarse sacrifica a su esclavo Ventura, luego de traicionarlo de manera despiadada. Aun en la confrontación final con Fray Pedro, obligada a reconocer su crimen, ella contraataca con un latigazo mortal: “Solo os mueven a compasión aquellos que no inquietan vuestro espíritu.8 ¡Fuera de mi casa! ¡No creo ya en santos que no quieran sufrir como hombres! ¡Fuera!”. El esclavo Ventura muere, sacudiéndose horrorosamente en la horca, y la Quintrala se pierde para siempre. No la puede perdonar Fray Pedro, abrumado hasta la estupefacción por la existencia de semejante maldad, ni la pueden perdonar Del Carril y Borrás, que le tiran un terremoto encima. Pero lo más importante es que no puede perdonarse a sí misma: la última y terrible imagen del film es la cabeza de la Quintrala, efectivamente suspendida sobre los fuegos de su infierno personal.
La Quintrala fue el aporte de Del Carril a Cinematográfica Cinco, empresa independiente que él impulsó junto a colegas como Daniel Tinayre y Mario Soffici. Es una película única en el cine argentino, no solo por el tremendo costo de reconstrucción histórica sino por su complejidad dramática y su formulación visual, basada en el contraste extremo que representan la Quintrala y Fray Pedro. Contiene un prodigioso trabajo del director de fotografía Pablo Tabernero, cuya formación en el cine mudo alemán era ideal para proporcionar las imágenes turbulentas que Del Carril necesitaba. Por la naturaleza de su personaje principal, no hay una sola imagen fácil en todo el film y cada escena está pensada, en términos de crispación y elocuencia, como si fuera la última.
Existen dos versiones de La Quintrala: en la primera hay una escena donde el gobernador de Santiago pide perdón a la Iglesia por haber sacado a la protagonista del convento en donde estaba asilada. El obispo le dice que ningún poder terreno puede situarse por encima de la Iglesia. En la otra copia, la escena no está. No hay certeza sobre el motivo de la diferencia, pero se sabe que el estreno de La Quintrala se demoró más de un año por las tensiones entre Perón y la Iglesia. Según el testimonio del actor Enzo Viena, el corte de esa escena fue el precio que Hugo del Carril tuvo que pagar para poder estrenarla en mayo de 1955 (Maranghello, César e Insaurralde, Andrés, 2006: 79). Para ese entonces la realidad política argentina era tanto o más turbulenta que la historia del film y el público no lo acompañó.
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