La imagen del avión aterrizando con las primeras dosis de vacunas que llegaron a Argentina no necesitó de graph explicativo. Todos miramos las pantallas con un gesto de conquista, como si se tratara de nuestro propio alunizaje con línea de bandera. Ni la cadena del desánimo pudo evitar multiplicar al infinito la secuencia y por un instante tuvimos la sensación de que se podía domesticar a la muerte. La pandemia del COVID había construido a lo largo de todo ese penoso año su propia y prolífica cultura visual y esa postal pasaría a formar parte de una galería de imágenes que ya no se agotaban en la cara a media asta con barbijo.
El confinamiento, entre los miles de cambios subjetivos de los que solo la historia podrá dar cuenta, generó también nuevos modos de producir, circular y consumir los bienes culturales. Desde los recitales y obras de teatro por streaming hasta el hartazgo de los vivos de Instagram para mostrar cualquier destreza artística. Un arte convertido en pixeles para ser consumido mientras se cocinaba o se tendía la cama.
Entre la multiplicación de ofertas, y ante la prohibición de contacto físico, dos publicistas españoles crearon un museo virtual que llamaron COVID Art Museum, donde se invita a todos los artistas del mundo a mostrar sus collages o fotografías intervenidas que tuviesen como temática la pandemia. Promocionado como un arte democrático que permitía a todos los creadores exhibir sus obras y a los receptores apreciarlas, en poco tiempo la cuenta tuvo 172 mil seguidores. A pesar del enunciado sobre el libre acceso e inclusión de obras, es evidente el criterio curatorial del museo donde todas las piezas exhibidas están más cercanas a un lenguaje publicitario –mundo del que los creadores provienen– que a una estética vinculada al campo del arte.
La artista y ensayista alemana Hito Steyerl ya había alertado sobre los peligros del desplazamiento de la imaginación a las pantallas. Efectos jurídicos, morales, comerciales y también estéticos atraviesan a las imágenes antes que aparezcan ante nuestros ojos. Las personas proveen de manera gratuita afectos, pensamientos, socialidad y también producciones artísticas a los algoritmos. Las imágenes usan a las personas y no al revés, decía. Extraen de nosotros energía, afecto y creatividad, sin dar nada a cambio.
En Arte Dutty Free (Caja Negra editorial) Steyerl señala algo más que parecería interpelar directamente la propuesta del Museo del COVID: la tensión entre trabajo y ocupación. Mientras que el trabajo implica un origen, un producto y un resultado, que se supone debería traducirse en un rédito económico para los artistas, se presume que esta ocupación porta su propia gratificación y por lo tanto no necesita remuneración económica. Esta sutil pero sustancial diferencia es la que naturaliza que cientos de artistas “donen” sus producciones a la cuenta de Instagram solo a cambio de un par de likes.
Si bien algunos podrían decir que la acción dota de visibilidad a los creadores (subrayando una vez más el elogio de lo visible en detrimento de lo que puede moverse subrepticiamente), es evidente que hay algo del circuito tradicional del arte que se ve alterado en la propuesta, donde ya no hay divisiones claras, ni roles. ¿Qué sucede cuando se crea un museo que no requiere presupuesto, donde no hay mantenimiento del espacio, que está abierto las 24 horas, los 365 días del año? ¿Cuál es el lugar de las obras y los artistas en un tipo de vínculo que se promociona como inclusivo, pero que excluye cualquier manifestación opaca, densa en términos visuales o que plantea algún tipo de conflictividad relacionada con una pandemia por la que murieron más de un millón de personas en todo el mundo? ¿Cómo se representa el cuerpo enfermo, sufriente y disciplinado por el poder médico?
Es evidente que el Museo del COVID eligió construir un repertorio edulcorado y ligero sobre la enfermedad y la muerte, sustrayendo la dimensión política de una de las pandemias que más azotaron al mundo y por la que todavía estamos en un duelo suspendido en el tiempo y el espacio. Gran parte de esto podría tener que ver con la curaduría de sus creadores, la cual tiene una fuerte impronta publicitaria. Si bien las discusiones en torno al valor artístico de la publicidad son múltiples, seguramente quien mejor supo difuminar las barreras entre ambas corrientes fue Barbara Kruger, quien en medio de las manifestaciones feministas en contra de las leyes anti aborto en los 80 sacó a relucir una de sus obras más recordadas: una fotografía en blanco y negro superpuesta con sus características letras blancas sobre fondo rojo, rezando el lema “your body is a battleground” (tu cuerpo es un campo de batalla).
Kruger entendió muy bien cómo intervenir el espacio público para que su arte traspasara los límites de los museos y dialogara con los transeúntes. Por aquellos años, se podía encontrar un Kruger original en vallas publicitarias, tickets de transporte público o empapelando la ciudad de Chicago. Pero Calvo, Llorca y Guerrero (fundadores del Covid Museum) no son Barbara Kruger ni parecen tener las mismas intenciones políticas. Si tomamos aquella máxima heideggeriana de que lo que define al arte es esa posibilidad de abrir nuevos mundos, el COVID Museum parece ser, precisamente, todo lo contrario. Clausura. Obtura. Refuerza el mundo existente. Un mundo para unos pocos.
Poner el cuerpo
La enfermedad, la muerte, el dolor y la pérdida siempre fueron relevantes en el mundo del arte. Asimismo, el cuerpo fue el territorio privilegiado para manifestar reivindicaciones identitarias, sociales y políticas a lo largo del tiempo. Los ejemplos son innumerables, desde los accionistas vieneses Günter Brus, Otto Mühl, Rudolf Schwarzkogler y Hermann Nitsch, que acuchillaron sus propias carnes como protesta social, pasando por la francesa Orlan y su autodenominado arte carnal: operaciones quirúrgicas trasmitidas en vivo que desafiaban los límites del dolor y el sufrimiento para denunciar las presiones sociales ejercidas sobre el cuerpo y, en particular, el cuerpo femenino.
En Latinoamérica podemos mencionar a Felipe Lechedevirgen Trimegisto, que convivió con una condición degenerativa e incurable y que convirtió los cambios fisiológicos, quirúrgicos y emocionales en el centro de su obra. O el proyecto UTE(A)R US, donde la performer y activista Dani D’Emilia posó con su útero extraído que había crecido hasta 15 centímetros debido a un mioma.
En Argentina, a principios de los 90, Liliana Maresca entregaba su cuerpo para cuestionar al poder político y mediático. En Imagen pública. Altas esferas posó desnuda sobre un fondo de fotos de Massera, Sofovich y María Julia Alsogaray. La impugnación al menemismo y su impúdica mostración del vaciamiento. En Maresca se entrega a todo destino, la artista se ofreció como producto a ser consumido junto con el número de teléfono de su casa. Acompañaba al cartel la leyenda “disponible”, generando una crítica corrosiva a un mercado que no reconocía límites y ponía al cuerpo como mercancía.
En relación a las obras de Liliana Maresca, la socióloga Daniela Lucena piensa que su arte puso al cuerpo en el centro de la escena, como una superficie atravesada por el poder. “Los objetos creados y utilizados por Maresca en las fotos pueden interpretarse como prótesis que remiten a los efectos de la disciplina que normaliza y generiza los cuerpos para volverlos útiles y productivos”, reflexiona Lucena. También sugiere que pueden vincularse con el corset, prenda que históricamente fue utilizada para corregir y modelar los cuerpos de las mujeres. “Pero es interesante que, al mismo tiempo, algunas de las imágenes incitan a resistir esos efectos del poder: ese mismo corset parece alterar la silueta femenina y proponer nuevas formas corporales más abiertas, indefinidas y plurales”, agrega.
Pero si hablamos de epidemias y repertorios visuales, la crisis del sida a fines de los 80 y durante de la década los 90 produjo en nuestro país un conjunto de obras y acciones que marcarían un antes y después a la hora de pensar el cuerpo enfermo desde el arte. En ese sentido, el investigador Francisco Lemus acaba de editar el libro Imágenes seropositivas. Prácticas artísticas y narrativas sobre el VIH en los años 80 y 90 (EDULP), donde explora los modos de representar la enfermedad. Desde su emergencia, el virus generó una cultura visual donde los estereotipos y los estigmas se tensaron con el deseo, el sexo, la posibilidad de una vida más digna, dice Lemus en la introducción. “Las noticias estaban obsesionadas con los casos de contagio más excepcionales, con el impacto que genera un cuerpo demacrado ante la lente de una cámara. Hicieron del VIH un cáncer gay, pero también volvieron invisibles a las mujeres que vivían con el virus, a las personas en las que la infección se entrelaza con lo precario”.
Para mediados de la década, el grupo de artistas de la galería Rojas se vio atravesado por el VIH. El escenario fue paradojal. A medida que los artistas lograban una mayor visibilidad, enfrentaban la proximidad de la muerte. En 1994, fallecieron de causas relacionadas al sida Liliana Maresca y Omar Schiliro; dos años más tarde, murió Feliciano Centurión. Junto a la muerte de amigos jóvenes, amantes y colegas, se experimentaba incertidumbre, discriminación y desamparo institucional. Se generaron heridas colectivas y procesos de duelo que en la memoria se mezclan con las marcas de la represión de la última dictadura militar.
La respuesta del arte ante la pandemia del sida implicó un trabajo sobre lo más próximo. “Las afinidades se presentaban en las operaciones y los materiales elegidos, en la mirada positiva sobre formas desprestigiadas por su relación con el mundo femenino, la baja cultura, las superficies cotidianas, la intimidad que puede resultar ominosa: una indefinición estética y disciplinar que el arte contemporáneo ha sabido jerarquizar”, explica Lemus. Las diferencias entre poner o no el cuerpo son evidentes. Una propuesta que pretenda aglutinar el arte alrededor de la pandemia del COVID pero que apele a un cuerpo virtual/ausente es, como mínimo, plausible de sospecha. Un arte deslocalizado, fragmentado y sometido a la lógica de las redes, también. La carne mortal del cuerpo físico no es la misma que la del cuerpo virtual y etéreo de información. Más de un millón de muertes, reales, en todo el mundo merecen que pensemos más densamente los modos de representar el trauma.
Fuente: Télam
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