“La imaginación juega a favor de quienes saben esperarla”, dice Claire Keegan frente al monitor de su computadora. Está sentada sobre un sofá de terciopelo verde. Detrás, las cortinas rojas están abiertas y un ventanal enorme no muestra, oculta —el sol de la tarde todo lo encandila— el patio de su casa. Vive en la Irlanda rural. Desde allí brinda una conferencia con varios periodistas a raíz de la salida de su último libro, Cosas pequeñas como esas, editado por Eterna Cadencia con traducción de Jorge Fondebrider. “Yo escribo ficción, algo que para mí siempre tiene que ver con la verdad: la verdad de estar vivos, de ser seres humanos. Y lo que los seres humanos se hacen los unos a los otros. No me interesa escribir sobre mi propia experiencia, prefiero dejar correr mi imaginación y que ella se despliegue sobre lo que sí estoy interesada”, dice la autora nacida en 1968 en el Condado de Wicklow, un lugar conocido popularmente como el Jardín de Irlanda. Ese sol cálido y agradable que invita a traspasar el Zoom, traspasar el ventanal y perderse en la naturaleza contrasta con el clima abrumador y la atmósfera tensa que se narra en su novela.
Año 1985, New Ross, un pequeño pueblo surcado por el río Barrow, “oscuro como cerveza negra”. Bill Furlong conduce su camión lleno de carbón, de eso trabaja. Hace mucho frío, la nieve congela todo, incluso los secretos. La pobreza aumenta, la vida se hace más difícil. Furlong es un hombre callado, melancólico, bondadoso. Está casado, tiene cinco hijas mujeres, va a misa, intenta prevalecer en la senda del bien. Son las vísperas de Navidad y mira el mundo con ojos más comprensivos. “Furlong era consciente de lo fácil que era perderlo todo”, se lee en la novela. Por eso mismo, su mujer, Elieen, le dice que para “triunfar en la vida, hay cosas que debes ignorar para poder seguir adelante”. La idea del peligro inminente es un prisma para leer, no sólo Cosas pequeñas como esas, también toda la obra de Claire Keegan. En su cuento “Antártida” eso se ve con mayor nitidez. Furlong es feliz, o al menos eso cree. Su infancia no fue fácil y eso no lo volvió conservador, al contrario, intenta ayudar, intenta no encerrarse en su comodidad. De pronto entiende que todo es inestable, que todo pende de un hilo. Lo sabrá mejor cuando abra la puerta incorrecta.
El escándalo ocurrió en 1993. Se vendió parte de un convento de las Hermanas de la Misericordia y los nuevos propietarios encontraron 155 tumbas. Era uno de los Asilos de las Magdalenas, instituciones dirigidos por la Iglesia Católica en Irlanda que alojaban a las mujeres “caídas en la prostitución”. Eran todas jóvenes, algunas muy jóvenes, niñas; muchas llegaban embarazadas. Se conocían como lavanderías porque las internas se dedicaban a ese oficio. “No se sabe cuántas niñas y mujeres fueron escondidas, encarceladas y obligadas a trabajar en esas instituciones: 10.000 es una cifra modesta (30.000 puede ser una cifra más precisa)”, se lee en la nota final del libro, como una aclaración al margen para saber que algo de todo lo que se narra tiene su asidero en la realidad. El caso tuvo su impacto mundial, se investigaron varios establecimientos; en la Casa de Tuan, Condado de Galway, murieron 796 bebés entre 1925 y 1961. La nota del libro cierra así: “El gobierno irlandés no pronunció disculpa alguna sobre lo ocurrido en las Lavanderías de la Magdalena hasta que el taoiseach (jefe del gobierno) Enda Kenny lo hizo, en 2013”.
“Supongo que es una respuesta un poco imaginativa para explorar los silencios respecto de esta vergüenza que daba toda esta situación. ¿Por qué las personas no hacían ni decían nada? Asumo que por miedo. Había mucha presencia de la Iglesia Católica, que en ese momento tenía mucho poder y que era apoyada por el Estado”, sostiene Keegan. Este es su cuarto libro y, como acostumbra a sus lectores, es breve: no supera las noventa páginas. Es lo que se conoce como una nouvelle: demasiado larga para cuento, demasiado corta para novela. Es una ficción y sobre eso se escuda: “No conozco a ningún vendedor de carbón, no conozco a nadie con cinco hijas. Realmente, no tomé esta historia prestada de la vida de nadie. El contexto histórico existe, pero ninguno de los detalles de mi historia están tomados de, hasta donde yo sé, una historia que haya sucedido así. Si hay algún detalle que coincide es puramente accidental. Yo no conozco ninguna de las víctimas o personas que hayan tenido alguna experiencia como las que tuvieron estas mujeres”.
Una mañana glaciar Furlong va al convento a llevar carbón y encuentra a una chica dentro de un cobertizo. Afuera hace mucho frío, adentro también. La muchacha está descalza, pasó toda la noche ahí. A su lado hay excrementos. Está en shock. Le dice que quiere ver su hijo, que nació hace días, que se lo sacaron. La abriga y entra al convento con ella. La hermana superiora ensaya lo que parece una coartada. Furlong intenta ser amable pero los secretos más opresivos no se rompen con mera amabilidad. Entonces recuerda su infancia. Furlong creció en la casa de Mrs. Wilson. Su madre era empleada doméstica y estando allí fue que quedó embarazada. Nunca supo quién era su padre y esa incógnita, con el episodio del convento, lo empieza a desvelar. Es una pequeña duda que se ensancha hasta volverse una mancha en el pecho: un detalle demasiado notorio que se convierte en melancolía. Ve en la muchacha la suerte que podría haber tenido su madre. Ya es demasiado tarde para olvidarse del asunto. “Los escritores no eligen sus temas. Yo no quería escribir sobre un vendedor de carbón con cinco hijas, el año 1985, la Irlanda católica, el mal clima. No es tanto lo que uno elige sino cómo se nos van ofreciendo las temáticas”, dice Claire Keegan.
“Siempre supe quién fue mi padre; él murió cuando yo tenía treinta años. No es una búsqueda autobiográfica”, comenta Keegan sobre este tópico que también aparece en Foster. “He conocido a muchas personas que no sabían sobre su padre. En ese momento se los llamaba bastardos, recibían el mote de hijos ilegítimos. La madre de mi mejor amiga del colegio no se había casado y no sabía quién era su padre. Tal vez todo este asunto venga de ahí”, reconoce. Pero no, no es la experiencia personal la que dispara la ficción. No lo ve así. No se ve en esa idea. “Escribo ficción porque es cómo mi imaginación responde al mundo”, sostiene. “Hace ya diez años que es un tema del que se habla mucho”, dice sobre el caso de las Lavanderías de la Magdalena, “pero esto no es un relato sobre lo que sucedía en esos conventos, sino que es sobre un hombre de familia que tiene cinco hijas para educar. Es una historia, para mí, de amor. Un hombre que recibió amor cuando era más chico y que de algún modo no puede resistirse en esta víspera de Navidad en demostrar un poco de toda esa ternura que él mismo recibió a alguien más”.
La pausa de la pandemia fue eso: una pausa. Claire aprovechó el tiempo muerto y la quietud de la casa para escribir. “Escribí mucho. Todos los días”, dice. Cuando comenzaron las restricciones, ella daba clases en la Universidad de Trinity, en Dublín. Las aulas llenas, los pizarrones, las lecturas en voz alta, los debates entre los alumnos de una punta a la otra del salón se comprimieron en distantes conversaciones por Zoom. Fue entonces que salió Cosas pequeñas como esas, en el segundo año de la peste: 2021. Su libro anterior, Foster, es del 2010. Fueron once años de silencio. “No publiqué nada porque me dediqué a enseñar full time. Y también a revisar las traducciones. Algo que me di cuenta en la pandemia es la cantidad de tiempo que paso leyendo manuscritos de otras personas y la energía que le dedico a eso”, cuenta. Ya tiene listo su próximo texto. Su vida, dice, es una constante reescritura. “Si vieras mis borradores, son muy largos. Pasa mucho tiempo hasta que me siento satisfecha. No me interesa el drama; creo que la calidad está en la tensión, en cómo se muestra eso, en cómo se ensamblan los hechos y en los silencios”.
Ese prisma, el del peligro inminente, el de la atmósfera densa, el de la tensión permanente, Keegan lo asume. Ella toma ese momento preciso: “cuando uno siente que tiene miedo de perder algo”. “Creo que la buena ficción viene ahí: cuando podés perder tiempo, plata, un amante, un novio, tu casa, tu dignidad o simplemente la paciencia. Finalmente todos sabemos que a la larga perdemos todo. Y cuando uno envejece lo entiende cada vez mejor”, agrega. “No me dejo llevar las palabras. Si así fuera escribiría libros mucho más largos. Además, las palabras no vienen generosamente; siento que son como un gato negro que se me cruza en la noche: no se revelan ante mí claramente. Yo lucho un montón por entender qué es lo que estoy buscando. No es que lo sé de entrada. No creo que tampoco se pueda llegar a apurar esa escritura. Se me puede acusar de tener una gran producción corta, pero creo que la imaginación juega a favor de quienes saben esperarla. Si hay algo de una historia que no me satisface siento que es porque está ocupando el lugar de otra cosa que sí me pueda llegar a satisfacer si tengo la paciencia suficiente”.
“No soy buena analizando mi propio trabajo. No me sale, trato de no hacerlo”, se anticipa Keegan. Ella se crió en Irlanda, pero se fue a Estados Unidos a estudiar Literatura y Ciencias Políticas. “Me la pasé leyendo”, dice; “creo que no tomé ni una sola cerveza durante mis años en la universidad”, y ríe. Algo de ese extrañamiento, de esa lejanía, de esa distancia le sirvió porque al volver a su país se convirtió en escritora. Hoy es una gran lectora de diversos géneros, de diversos países. “No pasa un día sin que lea uno o dos poemas”, confiesa y en la lista de narradores favoritos nombra a tres latinoamericanos: “Borges y Gabriel García Márquez son dos autores que me han influenciado. También Ariel Dorfman, me parece extraordinario su trabajo”. Detrás suyo, casi como un aura, el sol de la tarde encandila y no deja ver qué hay del otro lado de la ventana. Tal vez un patio sin tapiales, apenas un alambrado, el césped verde recién cortado, casi como una pradera, y el horizonte a lo lejos, bien lejos: una línea difusa que marca el final del suelo y el principio del suelo. O quizás nada; es sólo imaginación.
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