La vida es dolorosa y decepcionante. Por lo tanto, es inútil escribir más novelas realistas. Ya sabemos a qué atenernos sobre la realidad en general; y pocas ganas nos que dan de saber algo más. La humanidad, tal cual es, ya solo nos inspira una apagada curiosidad. Todas esas «observaciones» de una agudeza tan prodigiosa, esas «situaciones», esas anécdotas... Una vez cerrado el libro, no hacen más que confirmar una leve sensación de asco que ya alimenta bastante cualquier día de «vida real».
Ahora escuchemos a Howard Phillips Lovecraft: «Estoy tan harto de la humanidad y del mundo que nada logra interesarme a no ser que incluya, por lo menos, dos crímenes por página, o que trate de horrores innominados procedentes de espacios exteriores.»
Howard Phillips Lovecraft (1890-1937). Necesitamos un antídoto supremo contra todas las formas de realismo.
Cuando uno ama la vida, no lee. Ni tampoco va mucho al cine. Digan lo que digan, el acceso al universo artístico queda más o menos reservado a los que están un poco hasta el gorro.
Lovecraft llegó a estar un poco más que hasta el gorro. En 1908, a la edad de dieciocho años, es víctima de lo que se ha dado en calificar de «depresión nerviosa» y se sume en un letargo que se prolongará unos diez años. A la edad en que sus antiguos compañeros de clase, dando con impaciencia la espalda a la infancia, se adentran en la vida como en una maravillosa e inédita aventura, él se enclaustra en su casa, solo habla con su madre, se niega a levantarse en todo el día, da vueltas en bata durante toda la noche.
Además, ni siquiera escribe.
¿Qué hace? Puede que lea un poco. No estamos seguros ni de eso. De hecho, sus biógrafos tienen que reconocer que no saben gran cosa de esa época y que, según todas las apariencias, al menos entre los dieciocho y los veintitrés años, Lovecraft no hace absolutamente nada.
Después, poco a poco, entre 1913 y 1918, muy despacio, la situación mejora. Lentamente, reanuda el contacto con la raza humana. No es fácil. En mayo de 1918, escribe a Alfred Galpin: «Solo estoy vivo a medias; derrocho gran parte de mis fuerzas en sentarme y andar; mi sistema nervioso es una ruina, estoy completamente embrutecido y apático salvo cuando tropiezo con algo que me interesa especialmente.»
Al fin y al cabo, es inútil dedicarse a reconstrucciones psicodramáticas. Porque Lovecraft es un hombre lúcido, inteligente y sincero. Al cumplir los dieciocho años se abate sobre él una especie de terror letárgico, cuyo origen conoce a la perfección. En una carta de 1920, habla mucho de su infancia. Su pequeña línea férrea, con los vagones hechos de cajas de embalaje... La cochera, donde había instalado su teatro de marionetas. Y más adelante su jardín, cuyos planos había trazado él mismo, cuyas avenidas había delimitado. Regado por un sistema de canales que había cavado con sus propias manos, el jardín se escalonaba en torno a un pequeño césped, con un reloj de sol en el centro. Ese fue, dijo, «el reino de mi adolescencia».
Luego viene este pasaje, que concluye la carta: «Entonces me di cuenta de que me estaba haciendo demasiado mayor para disfrutar de aquello. El despiadado tiempo había dejado caer sobre mí su garra feroz, y tenía diecisiete años. Los chicos mayores no juegan en casas de juguete y falsos jardines; lleno de tristeza, tuve que cederle mi mundo a un chico más joven que vivía al otro lado del terreno. Y desde entonces no he vuelto a cavar la tierra, ni a trazar senderos o caminos; para mí, esas operaciones están asociadas a demasiadas añoranzas, porque no podemos recuperar jamás la alegría fugitiva de la infancia. La edad adulta es el infierno.»
La edad adulta es el infierno. Frente a una postura tan tajante, los «moralistas» de nuestra época lanzarán gruñidos vagamente desaprobatorios, esperando el momento de insinuar sus obscenos sobrentendidos. Tal vez sea cierto que Lovecraft no podía convertirse en adulto; pero lo que está claro es que no lo deseaba. Y teniendo en cuenta los valores que rigen el mundo adulto, difícilmente podemos reprochárselo. Principio de realidad, principio de placer, competitividad, desafío permanente, sexo y empleo..., nada para entonar aleluyas.
Lovecraft sabe que no tiene nada que ver con este mundo. Y siempre sale perdiendo. Tanto en la teoría como en la práctica. Ha perdido la infancia, también ha perdido la fe. El mundo le asquea, y no ve motivo alguno para suponer que las cosas pudieran ser de otro modo si mirase con más atención. Considera que las religiones son otras tantas «ilusiones edulcoradas» que el progreso de los conocimientos ha vuelto obsoletas. En sus excepcionales períodos de buen humor, hablará del «círculo encantado» de la creencia religiosa; pero es un círculo del que, en cualquier caso, se siente excluido.
Pocos se han sentido tan impregnados como él, tan calados hasta los tuétanos por la nada absoluta de cualquier aspiración humana. El universo no es más que una furtiva disposición de partículas elementales. Una figura de transición hacia el caos. Que terminará arrastrándolo consigo. La raza humana desaparecerá. Aparecerán otras razas, que desaparecerán a su vez. Los cielos serán glaciales y estarán vacíos; los atravesará la débil luz de estrellas medio muertas. Que también desaparecerán. Todo desaparecerá. Y los actos humanos son tan libres y están tan desprovistos de sentido como los libres movimientos de las partículas elementales. ¿El bien, el mal, la moral, los sentimientos? Meras «ficciones victorianas». Solo existe el egoísmo. Frío, intacto y resplandeciente.
Lovecraft es muy consciente del carácter obviamente deprimente de sus conclusiones. Como escribe en 1918, «cualquier racionalismo tiende a minimizar el valor y la importancia de la vida, y a reducir la cantidad total de dicha humana. En muchos casos la verdad puede provocar el suicidio, o al menos determinar una depresión casi suicida».
Sus convicciones materialistas y ateas no cambiarán. Vuelve sobre ellas carta tras carta, con una delectación claramente masoquista.
Es obvio que la vida no tiene sentido. Pero tampoco la muerte. Y es una de las cosas que hielan la sangre cuando uno descubre el universo de Lovecraft. La muerte de sus héroes no tiene el menor sentido. No trae consigo el más mínimo sosiego. No permite en modo alguno concluir la historia. De forma implacable, HPL destruye a sus personajes sin sugerir nada más que el desmembramiento de una marioneta. Indiferente a esas miserables peripecias, el horror cósmico sigue creciendo. Se extiende y se articula. El gran Cthulhu despierta de su sueño.
¿Qué es el gran Cthulhu? Una disposición de electrones, como nosotros. El horror de Lovecraft es rigurosamente material. Pero es muy posible que, mediante el juego de las fuerzas cósmicas, el gran Cthulhu disponga de un poder, de una fuerza de acción considerablemente superiores a los nuestros. Cosa que, a priori, no es nada tranquilizadora.
Lovecraft no vuelve de sus viajes por las dudosas tierras de lo indecible para traernos buenas noticias. Nos confirma que tal vez algo se oculta y en ocasiones se deja entrever tras el telón de la realidad. Algo verdaderamente innoble.
Sí, es posible que más allá del limitado campo de nuestra percepción existan otras entidades. Otras criaturas, otras razas, otros conceptos y otras inteligencias. De entre estas entidades, algunas son probablemente muy superiores a nosotros en inteligencia y saber. Pero esto no es por fuerza una buena noticia. ¿Qué nos hace pensar que esas criaturas, por diferentes que sean, manifiesten de algún modo una naturaleza espiritual? Nada permite suponer una transgresión de las leyes universales del egoísmo y la maldad. Es ridículo imaginar que en los confines del cosmos esperan unos seres, llenos de sabiduría y benevolencia, para guiarnos hacia quién sabe qué armonía. Para imaginar la forma en que nos tratarían si entrásemos en contacto con ellos, basta recordar la forma en que nosotros tratamos a esas «inteligencias inferiores» que son los conejos o las ranas. En el mejor de los casos, nos sirven de alimento; a menudo las matamos por el mero placer de matar. Esa es, nos advierte Lovecraft, la verdadera imagen de nuestras futuras relaciones con las «inteligencias ajenas». Puede que algunos hermosos especímenes humanos tengan el honor de acabar en una mesa de disección; y ahí termina todo.
Y, de nuevo, nada de todo eso tendrá el menor sentido.
Humanos de finales del siglo XX, ese cosmos desesperado es absolutamente el nuestro. Ese universo abyecto, donde el miedo se gradúa en círculos concéntricos hasta la revelación innombrable, ese universo en el que nuestro único destino imaginable es ser triturados y devorados, es el lugar que reconocemos absolutamente como nuestro universo mental. Y para quien quiera conocer el estado de los modos de pensar dejando caer una sonda rápida y precisa, el éxito de Lovecraft ya es, por sí solo, un síntoma. Hoy más que nunca podemos hacer nuestra la declaración de principios que inicia «Arthur Jermyn»: «La vida es algo espantoso; y al fondo, detrás de lo que sabemos de ella, aparecen los vislumbres de una verdad demoníaca que nos la vuelve mil veces más espantosa.»
No obstante, la paradoja es que preferimos ese universo, por espantoso que sea, a nuestra realidad. En eso somos, sin lugar a dudas, los lectores que Lovecraft esperaba. Leemos sus cuentos con la mismísima disposición de ánimo que le obligó a escribirlos. Satanás o Nyarlathotep, qué más da, pero ya no soportaremos un minuto más de realismo. Y, para decirlo todo, Satanás está un poco devaluado por culpa de sus prolongadas relaciones con los vergonzosos recovecos de nuestros vulgares pecados. Más vale Nyarlathotep, frío, malvado e inhumano como el hielo. Subb-haqqua Nyarlathotep!
Es fácil darse cuenta de la razón por la que la lectura de Lovecraft constituye un paradójico consuelo para las almas cansadas de la vida. De hecho, podemos aconsejársela a todos aquellos que, por un motivo u otro, llegan a sentir una auténtica aversión por la vida en todas sus formas. En algunos casos, el colapso nervioso que provoca una primera lectura es considerable. Uno sonríe solo, empieza a tararear melodías de opereta. En resumen, la mirada que dirige a la vida se modifica.
Desde que Jacques Bergier introdujo el virus en Francia, el aumento del número de lectores ha sido notable. Como la mayoría de los contaminados, yo descubrí a HPL a los dieciséis años gracias a un «amigo». Como impacto, fue de los fuertes. No sabía que la literatura podía hacer eso. Y, además, todavía no estoy seguro de que pueda. Hay algo en Lovecraft que no es del todo literario.
Para convencerse, hay que considerar primero que al menos quince escritores (entre los que podemos citar a Frank Belknap Long, Robert Bloch, Lin Carter, Fred Chappell, August Derleth, Donald Wandrei...) han consagrado toda su obra, o parte de ella, a desarrollar y enriquecer los mitos creados por HPL. Y no furtivamente, a escondidas, sino de modo confeso. De hecho, la filiación se ve reforzada de forma sistemática por el uso de las mismas palabras, que cobran así un valor de conjuro (las agrestes colinas al oeste de Arkham; la Universidad de Miskatonic; Irem, la ciudad de las mil columnas...; R’lyeh, Sarnath, Dagón, Nyarlathotep..., y sobre todo el incalificable, el blasfemo Necronomicón, cuyo nombre solo puede pronuniarse en voz baja). Iâ! Iâ! Shub-Niggurath! ¡La cabra de los mil cabritos!
En una época que aprecia la originalidad como valor supremo en las artes, el fenómeno no deja de sorprender. De hecho, como subraya oportunamente Francis Lacassin, no había noticias de algo semejante desde Homero y los cantares de gesta medievales. Debemos reconocer con humildad que, en este caso, estamos tratando con lo que se ha dado en llamar «mito fundador».
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