En la infancia tuve la suerte de encontrar adultos dispuestos a transmitir lo que necesitaría para también serlo un día y lo recibí con debida disciplina. La escuela era lo bastante breve como para que me quedara una duradera nostalgia de ella. Las maestras, desplegaban ante mí asombrosos sortilegios que se revelarían sencillos sin desencantarnos. La escuela nos ahorraba la violencia, el odio, los problemas ajenos a la infancia. No padeciendo sus ejemplos, el espíritu de imitación no nos sugirió la vía errada. No recuerdo que en la poblada escuela a la que asistía, la República Argentina, se dieran alumnos difíciles, que hoy desestimulan a los maestros. Tampoco crecíamos en el limbo de la tontería. Nadie creía que una corrección implicara una fractura irreparable en el alma infantil y que todo vicio, incapacidad o futura derrota proviene de un freno puesto en los albores de la vida a un niño caprichoso. El ejemplo, la paciencia, el razonamiento y cierto grado de humor bastaban, para que el vivero creciera de modo debido.
Daniel Pennac, en su momento, un cancre, es decir, “el último orejón del tarro”, último de la clase, desencanto de su familia, llega a ser uno de los best sellers franceses y además un buen profesor, preocupado por los alumnos, escribe exactamente sobre problemas de la violencia. Al margen de la escuela, lo primero que uno encuentra, si le toca una situación afortunada, son algunos libros. Quizá no importe demasiado si son buenos o malos, aptos o no para los niños que en esos momentos éramos. Lo importante es la formación de seres aptos para ellos, o más precisamente aptos para ciertos libros, los buenos. Tuve la suerte de que en la infancia me acostumbraran a ellos en lecturas preescolares. El absurdo, que no falta en mi vida, hizo que, siendo mi tía una prestigiosísima directora de escuela, yo no ingresara a esta en el momento debido. Los dos primeros años fueron de factura doméstica. Entre la cena y la cama, padecía un rápido cursillo que no sé cómo se sostenía sobre mis ganas de irme a dormir. Y cuando al fin lo hacía, era con cierta angustia por la conciencia que se me iba formando de que la tía Débora, que se ocupaba de la escuela en sus dos turnos, todavía padecía conmigo un tercero en parte desperdiciado.
Durante el día avanzaba con aburrido esmero sobre cuadernos en los que se acumulaban planas, copias, y cuentas, con muchas consultas a quienes me pasaban cerca. Esta situación anómala, de Robinson que desconoce el mundo del que ha sido sustraído, hizo que, al llegar al fin a la escuela, la adorara. Disfruté poco de mi primera ansiada maestra, de tercer año, ya que mi entrada al mundo escolar me arrojó en manos de esas enfermedades (gripes, sarampión, varicela) que, por lo general, caen de a poco sobre los niños. Contagiada de mundo, falté a clase de modo atroz. A punto de despedirnos, en un cumpleaños marcado por una última convalecencia e intuyendo sin duda mi frustrado afecto, la dulce maestra me regaló El prodigioso viaje de Nils Holgersson, de Selma Lagerlöf, libro del que nunca me separé y he releído, con el cual comencé un propósito serio de biblioteca propia, forrando y numerando. Una amiga de la familia me traía libros, en riguroso préstamo, de modo que debía leerlos dentro de cierto plazo y verlos alejarse.
Después de Nils llegó Sherezade, competidora prodigiosa, a pesar de que la edición de las Mil y una noches que me pusieron en las manos estaba expurgada con minucia, y Alicia en el país de las maravillas y, por supuesto, el aleccionador Corazón de De Amicis, que no sé si los niños leen o sufren. Y Robinson Crusoe. Y Dickens. Y Stevenson. Me volví codiciosa de libros. Me interesé más en una geografía distante, tan irreal para mí como las que construyeron Tolkien o Lord Dunsany, que por la del Uruguay. Este no me ofrecía un libro equivalente. En el de la Lagerlöf aprendí que el mundo puede ser todo nuestro, en la medida de nuestra curiosidad, y que las fronteras son un artificio que la cultura debe corroer y no ahondar. Entre una y otra lección disimulada corría el hilo de oro de las fábulas, la inmediata del viaje de Nils por los cielos de Suecia a lomos de un ganso y las que recoge, o vive, cada vez que toca tierra. Su nueva vida lo enfrenta al bien y al mal. Entiende la diferencia entre uno y otro y se aleja del último, peregrinación de aprendizaje de las que hay tantas en la literatura.
El viaje de Nils no descubre la muerte, como el de Buda, no desemboca en la vía religiosa, sino en algunas simples y generales virtudes humanas. Los patos salvajes devuelven a su casa a un Nils mejor al que no le es ajeno ni lo humano ni lo diferente de lo humano. La obra maneja algunos símbolos de múltiples sentidos: la autoridad de la vieja pata gris, que la tiene, por sabia y justa, el águila Gorgo humillada hasta el punto de negarse al vuelo cuando Nils abre las puertas de su jaula. Yo aún no sabía qué era un símbolo. Aún no había descubierto los campos que abre la mitología griega, que luego me atraparían, y andaba necesitada de mitos, que suelen cobrar significado en la madurez. Supongo que, aunque el buen lector infantil suele ser más devorador que gourmet, en ese momento empecé a diferenciar y a preferir ciertas lecturas, como las que antes mencioné.
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