El 4 de febrero de 1995, horas después de la muerte de Patricia Highsmith en Suiza, mientras buscaban en su casa los documentos para tramitar el certificado final y la cremación que se haría el día 6, su editora Anna von Planta y Daniel Keel, su albaceas literario, encontraron, en un pequeño ropero de ropa blanca, detrás de las sábanas y las toallas limpias y dobladas, 38 cuadernos y 18 diarios.
En total unas 8.000 páginas en las que la autora de Extraños en un tren, Carol y El talento del Sr. Ripley llevó una especie de “contabilidad doble de su vida” —definió Von Planta— durante más de cinco décadas: en los cahiers, como los llamaba en el francés que hablaba muy mal, registraba las ideas para sus ficciones; en los diarios, el detalle brutal, desnudo, de su intimidad.
A mediados de noviembre, cuando Liveright (en los Estados Unidos) y Weidenfeld & Nicholson (en el Reino Unido) publiquen Patricia Highsmith, Her Diaries and Notebooks (1941-1995), se leerán cosas como estas:
Las obsesiones son lo único que importa. La perversión, sobre todo, me interesa, y es la oscuridad que me guía.
Sí, quizá el sexo sea mi tema en la literatura, ya que es mi influencia más profunda; se manifiesta en represión y negatividad, quizá, pero es la influencia mas profunda.
Me persigue lo que la adivina le dijo a mi madre en Nueva Orleans: “Tienes un hijo. No una hija. Debería haber sido un niño, pero es una niña”.
Escribir, por supuesto, es un sustituto de la vida que no puedo vivir, que soy incapaz de vivir.
El bien supremo es el uso completo del inconsciente, casi hasta la exclusión de la mente consciente, modelada según quienes nos rodean. En el inconsciente reside todo el combustible, el fuego, el sabor y la medida de la divinidad que le ha tocado a cada quien.
Una situación, solo una, podría llevarme a cometer un asesinato: la vida familiar.
Tiene que haber violencia, para que me satisfaga, y por lo tanto drama y suspenso. Esos son mis principios.
Muchas veces tuve la impresión de que era Ripley quien escribía.
Y aquí está mi diario, que se ocupa del cuerpo.
Desde la muerte de Highsmith tres biógrafos trabajaron con los 56 cuadernos —siempre el mismo modelo universitario, de 18 por 21,5 centímetros— y revelaron mucho de las tinieblas de la escritora. Su antisemitismo y su racismo, por ejemplo; su comportamiento como mujeriega serial, en lo posible en triángulos con las amigas o ex amantes de sus novias; su violencia psicológica; su hábito de canibalizar el dolor ajeno en su literatura; su alcoholismo como excusa de sus excentricidades y su abuso emocional; sus generalizaciones misóginas y su misantropía.
Como escribió Joan Schenkar en una de esas biografías, The Talented Miss Highsmith, de 2009: “No era simpática. Rara vez era cortés. Y nadie que la haya conocido la hubiera considerado una mujer generosa”.
Ahora los lectores podrán acceder directamente a un autorretrato en su misma prosa prístina, con la agudeza psicológica y la capacidad narrativa que hizo de sus libros best sellers en el mundo entero. “Lo que más me asombró y me conmovió al sumergirme en los diarios y los cuadernos fue descubrir la voz cruda y descarnada de la joven Pat”, dijo Von Planta. “Fue como ser testigo del doloroso proceso por el cual se convirtió en Patricia Highsmith”.
La citó a los 21 años, solitaria incluso en la vida social intensa de Nueva York: “No lo veo de ese modo. Nunca lo haré. Simplemente no lo veo así”. Para la editora, fue precisamente ese alejamiento interior, esa manera de ver las cosas, lo que la convirtió en una artista.
Ser queer en la Guerra Fría
Los diarios revelan algo más, subrayó Robert Weil, del sello Liveright: son “un hallazgo clave para nuestra comprensión del género y la sexualidad en los Estados Unidos de mediados del siglo XX”. Highsmith fue pionera en contar una historia de amor entre mujeres que tuviera un final feliz. Y para hacerlo en 1952 debió emplear un seudónimo, Claire Morgan, por consejo de su editora. Escribió en la edición de Carol de 1990, la primera vez que firmó la novela con su nombre:
Antes de este libro, en las novelas estadounidenses los hombres y las mujeres homosexuales tenían que pagar por su desviación cortándose las venas, ahogándose en una piscina, abandonando su homosexualidad (al menos, así lo afirmaban) o cayendo en una depresión infernal.
Además, el clima político en los Estados Unidos de los cincuenta, con la paranoia de la Guerra Fría, acentuó la discriminación: “El gobierno estadounidense despidió a cientos de funcionarios gays y lesbianas por considerarlos una amenaza para los intereses de la seguridad nacional”, apuntó la escritora Kate Hart en This Recording. “Los cuadernos de Highsmith, escritos en los cincuenta, revelan su lucha por comprender la realidad social de ser gay, lo que influyó en sus representaciones de personajes homosexuales en sus thrillers psicológicos con asesinatos, identidades falsas y vidas dobles”.
Pero también son años de gran progreso económico —el pacto criminal de Extraños en un tren se realiza en los modernos vagones que cruzan el territorio próspero de Texas, el estado donde nació Highsmith—, cuando florecieron los suburbios de la clase media. “Todo el mundo es irreal”, escribió en el diario, en una entrada sobre la presión de su familia para que “enfrentara el mundo” y sentara cabeza. “Sucede que mundo de ellos es el sueño del mundo de los heterosexuales, que viven sin perturbaciones ni tormentos, que compran casas y viven en ellas con las personas que aman, como yo no puedo”.
El deseo burgués sin embargo se le filtraba: “Tengo una visión persistente, una casa en el campo con la esposa rubia a la que adoro, con los hijos a los que adoro, en el terreno arbolado que adoro”. Y a continuación, la angustia: “Sé que esto nunca va a suceder, y sin embargo será esa tentadora medida (de un hombre) lo que parcialmente me haga seguir adelante”.
También se le filtraba la mirada social: “Los homosexuales son realmente muy reticentes a sus asuntos. Bajo una apariencia de santidad, ocultan la trivialidad y transitoriedad de sus relaciones. Esta es su verdadera vergüenza y bajeza”, escribió.
“Ponerme en condiciones de casarme”
Quizá lo más duro de esos años son las entradas sobre la terapia psicoanalítica que comenzó a fin de convertirse en lo que se esperaba de ella. En 1948, por recomendación de Truman Capote, participó en la colonia artística de Yaddo —el mismo año en que asistió Flannery O’Connor— y allí conoció a Marc Brandel, con quien tendría una relación intermitente. Llevaba dos meses allí, tiempo en el que bocetó Extraños en un tren, cuando anotó, el 26 de junio:
Un punto de inflexión. Fui con Marc al lago y hablamos bastante sobre la homosexualidad. Es asombrosamente tolerante. Y me convenció de que debo eliminar toda culpa por estos impulsos y sentimientos.
Por entonces Highsmith salía con una mujer llamada Jeanne; pronto saldría con otra llamada Ann. Pero en el medio Brandel se abrió un espacio entre sus afectos. La relación continuó a pesar de su sentimiento de estar “como presa” a su lado.
A fin de año tomó un trabajo como vendedora de juguetes en Bloomingdale’s durante la temporada navideña. Ese dinero extra pagaría unas sesiones de psicoanálisis con un fin expreso: “Ponerme en condiciones de casarme”.
Al tiempo que escribía eso en su diario, protestaba contra “el tabú de la homosexualidad”: había sido a sus seis años, acaso ocho, cuando comprendió que su amor “no se atrevería a decir su nombre”, según la famosa cita de Oscar Wilde. “Y por supuesto esto persistió con sus ramificaciones en la vida social, la culpa. Es lamentable que esté arraigado tan profundamente, porque de manera consciente no me avergüenzo en lo más mínimo de la homosexualidad”.
Se quejaba de Brandel: “Tiene la tendencia a no entender lo que quiero”. Acostarse con él le parecía similar a que le pasaran “lana de acero por la cara”. Pero otros hombres no le resultaban más interesantes. Describió un encuentro con Arthur Koestler como “un episodio penoso, sin placer” y generalizó sobre los varones estadounidenses: “No saben qué hacer con una muchacha una vez que la tienen. Simplemente no tienen objetivo dentro de la situación sexual”.
Con estas luchas internas en su cabeza, cayó deslumbrada por una mujer. Fue en la tienda, mientras se ganaba los dólares con que pagaría la terapia, cuando la vio entrar: rubia, mayor que ella, envuelta en un tapado de piel. Compró una muñeca y pidió que la enviaran a un domicilio en Ridgewood, Nueva Jersey. Escribió Highsmith el 8 de diciembre:
¿Fue este el día en que vi a la señora E.R. Senn? ¡Cómo nos miramos con esta mujer de aspecto tan inteligente! Quiero enviarle una tarjeta de Navidad y estoy planeando qué voy a escribirle.
“Matar es como hacer el amor”
Le escribió, en realidad, una novela entera: Carol. La historia de Therese, una joven empleada de tienda que, en lugar de escribir como Highsmith, es aprendiz de escenografía, y una mujer elegante como E.R. Senn, llamada Carol.
Comenzó a trabajar de inmediato en el libro —en los diarios se llama El argumento de Tántalo, y el título de su primera impresión, que firmaría con seudónimo, fue El precio de la sal— y se lo llevó con ella en su primer viaje a Europa, financiado gracias a la venta de los derechos de cine de Extraños en un tren, que Alfred Hitchcock filmó con Robert Walker y Farley Granger como protagonistas.
Marc le había propuesto matrimonio, pero apenas pisó Londres le escribió para “terminar todo”: comenzaba, aunque moderadamente, una relación con la esposa de su editor, Kathryn. Escribió en septiembre de 1949:
No estoy enamorada de ella, sólo asustada de mostrar la menor espontaneidad de mis emociones. ¿Siempre asustada? Siempre asustada, no realmente de ofender sino de ser ofendida por el rechazo de otra. Con ella sólo puedo pensar en mis puntos bajos: mi pelo desordenado, mis dientes feos, mis zapatos astrosos. Esta noche salimos hacia Palermo.
Alguna vez, sin embargo, el viaje terminaría y ella debería regresar a los Estados Unidos, donde su madre seguiría atormentándola —sólo dos palabras aparecen en mayúscula en los diarios, destacó la biógrafa Schenkar: “Martini es una de esas palabras y Madre es la otra, y siempre uso ambas mayúsculas con toda intención”— y Brandel insistiría con su relación (hasta 1954). “Planes: ¿los quiere K? Yo sé que yo soy quien no los quiere”, anotó. “Con total ecuanimidad, no puedo contemplar sino affairs —y promiscuos— en Nueva York”.
Regresó apasionada con su novela, enamorada ella misma del personaje de Carol; las palabras le brotaban: “Nunca sentí tal efusión, en cualquier forma de escritura. Un gran borbotón”. Un día, como una acosadora, tomó el tren a Ridgewood y buscó la dirección de la señora Senn en la avenida Murray.
En la calma del suburbio adinerado su presencia resultaba estridente; tuvo miedo de ser vista y tomó por otra calle. Entonces vio un automóvil turquesa que doblaba desde Murray, con una rubia al volante, la cara medio tapada por sus anteojos oscuros. El corazón le saltó en el pecho pero no pudo reconocer si era la misma mujer. Reflexionó en su diario:
Cómo acaso hasta el amor, de tanto sufrir magullones en su cabeza, puede convertirse en odio. Pues lo curioso es que ayer también me sentí muy cerca del asesinato, también, cuando fui a ver la casa de la mujer que casi me hizo amarla cuando la vi apenas en diciembre de 1948. Matar es como hacer el amor, una forma de posesión. (¿No es la atención, durante un momento, de nuestro objeto de afecto?) Sujetarla de pronto, mis manos en su garganta (que en realidad me gustaría besar) como si tomara una foto, volverla fría, rígida como una estatua en un instante.
La dimensión literaria
Las entradas sobre Carol son ejemplo del trasiego constante entre los diarios y los cuadernos: aunque Highsmith se propuso separar su vida en unos y su obra en otros, la contaminación mutua entre una contabilidad y otra la hubiera convertido en delincuente fiscal si, en lugar de palabras, se hubiera tratado de cantidades de dinero.
“A medida que el material de sus obsesiones migra”, escribió Schenkar, “a medida que se suma a sus cuadernos de escritora, se multiplica en sus diarios y se divide a lo largo de sus ficciones, los giros, las vueltas y los cambios abruptos e impactantes de este material base de su imaginación ofrecen una imagen en movimiento fascinante, sin precedentes, más parecida a una película que a un documento: la mente de una escritora en plena acción”.
Abundan, desde luego, las entradas sobre literatura:
Pero pasan los días y ¿dónde está la escritura que quiero hacer? La siento dentro de mí.
¡Oh, Dios, esta historia me sale de los huesos! ¡La tragedia, las lágrimas, la pena infinita y fútil!
La verdad es que me cansa y me deprime el realismo en la literatura, especialmente à la O’Hara, o incluso à la Steinbeck. Quiero un mundo completamente nuevo. Los pintores lo están haciendo. ¿Por qué no los escritores?
Siete u ocho páginas fluyeron con la facilidad y la fluidez (de vocabulario) que generalmente significan que no hará falta cambiar mucho luego. Naturalmente, hoy me siento muy feliz.
Al demonio con las explicaciones psicoanalíticas de la adicción a las apuestas de Dostoyevski como descarga sexual. Dostoyevski quería destruirse, experimentar su propia destrucción. ¡La purga del alma! Dostoyevski sabía. ¡Toca fondo antes de que puedas impulsarte a las alturas!
Sobre qué escribiré a continuación, pienso aquí, en este diario donde pienso en voz alta. (...) Pienso en escribir una novela de suspense, algo realmente impactante en la línea del thriller psicológico. Podría hacerlo bien.
La doble contabilidad tenía por fin —escribió Andrew Wilson en Beautiful Shadow, biografía de Highsmith de 2003— “suscitar su creatividad al causar una suerte de reacción catalítica en cadena”. Registrar los hechos le permitiría “recapturar la esencia emocional de cada experiencia, sentimientos que entonces se podrían llevar a un cuento o una novela”. La citó:
Todos estos fragmentos de información y observación en este cuaderno deberían, algún día, conformar una novela. La pregunta es: ¿cuál tendría que ser el pegamento que los uniera? Mi trabajo ahora es la búsqueda de ese pegamento.
“Ahora sé por qué llevo un diario”
Las 1024 páginas de Patricia Highsmith, Her Diaries and Notebooks (1941-1995), que saldrán en inglés el 16 de noviembre, son una muestra representativa de las 8.000 que nunca le facilitó a nadie, aunque algunas de sus parejas las leyeron —y no les gustó lo que había escrito sobre ellas— y en su testamento las consignó como parte de su patrimonio literario, que dejó en manos de Keel.
Schenkar las describió como un registro “obstinado, religioso” de muchas cosas: “Sus estados de ánimo, el color del pelo de su amante del momento, la naturaleza de una relación pasada, el valor del desayuno en un hotel de París, la cantidad de rechazos que recibió de las editoriales, los honorarios, los miedos, las falsedades. Y también miles de páginas de notas para relatos, novelas, poemas y artículos críticos”.
Para Wilson los diarios son fascinantes porque, a diferencia de otros escritores, que los escriben como “obras de automitificación, con frecuencia más fantásticos que sus ficciones”, los de Highsmith “están escritos sin artificio”, revelan “una voz atormentada, autocrítica pero sobre todo brutalmente honesta”. Porque el objetivo de esas páginas era analizar las motivaciones de sus conductas, como ella misma escribió:
Ahora sé por qué llevo un diario. No me siento en paz hasta que continúo el hilo en el presente. Me interesa analizarme a mí misma, tratar de descubrir las razones por las que hago esto y aquello. No puedo hacerlo si dejar caer guisantes secos detrás de mí para ayudarme a desandar el camino, a señalar una línea recta en la oscuridad.
Dado su interés en el psicoanálisis es difícil no pensar en su hogar de origen: Highsmith era el apellido de su padrastro, ya que su padre y su madre se separaron poco antes de que ella naciera. Creció sin hermanos, en una relación de codependencia con su madre (violenta al punto en que una vez hubo que sedarlas tras una trifulca) y de odio por su padrastro. Era una adolescente cuando volvió a vincularse con su padre biológico:
Hubo algunos besos prolongados cuando yo tenía 17 años, en Texas, no exactamente paternales. Esto es todo lo que quiero decir. No quiero hacer gran cosa de este asunto. La palabra incestuoso es muy fuerte.
Esa es la única mención en el diario, lo cual la hace más inquietante.
Los biógrafos coinciden en que comenzó a tomar notas sobre sí misma, sus ideas y su entorno a los 15 años, mientras vivía con su familia en la ciudad de Nueva York. Con el tiempo, estableció una división entre los cahiers y los diarios, y desde el Cahier 26 la portada de cada cuaderno lista los lugares donde viajó y la contratapa, los títulos posibles de libros en los que trabajaba.
Las entradas se organizan en secciones: Gente y lugares, Keime (gérmenes en alemán: las ideas para historias), Notas diarias, Citas favoritas y “Notas sobre un tema siempre presente: la etiqueta para sus reflexiones persistentes sobres su homosexualidad y la de los demás”, describió Schenkar. Las páginas estaban en inglés pero también en otras lenguas que Highsmith no dominaba —alemán, italiano, francés— cuando quería preservar algunos tramos del espionaje de sus amantes.
Un pastel con forma de ataúd
Luego de su intensa vida social en Nueva York —además de Capote, era amiga de Jane Bowles, Chester Himes, Judy Holliday— el éxito de sus libros la llevó a vivir en Europa, donde se sentía más valorada. “Aquí la trataban como una autora seria de literatura psicológica, a la manera de Franz Kafka y Albert Camus, mientras que en los Estados Unidos la veían como escritora torpe de thrillers, con la tendencia desafortunada a permitir que sus malos evadieran el castigo”, sintetizó The Guardian.
Sus más de 30 libros, sus diarios, sus dibujos y pinturas quedaron en la biblioteca nacional de Suiza, el último país donde vivió, luego de haber pasado temporadas en Gran Bretaña y en Francia: rechazó la oferta de la University of Texas en Austin, que quiso pagarle USD 26.000 por sus papeles, como “el precio de un auto usado”. Como su querido psicópata Tom Ripley, se quedó en Europa y allí están hoy sus papeles, en un edificio de estilo moderno en Berna.
El rápido ascenso que marcaron Extraños en un tren, Carol y El talento de Mr. Ripley no se continuó con las secuelas La máscara de Ripley, El juego de Ripley, Tras los pasos de Ripley y Ripley en peligro. Para el público estadounidense Ese dulce mal, El temblor de la falsificación o El diario de Edith no eran tan atractivas como para el europeo o el latinoamericano. Un agente le comentó que sus personajes eran desagradables. “Quizá es porque no me gustan las personas”, le dijo.
Le gustaba golpear las teclas de su máquina de escribir Olympia a toda hora, y a veces la usaba para componer cartas para enviar a los periódicos, que firmaba con seudónimo, con diatribas antisemitas. Llamaba a la Shoah “semicausto” u “Holocausto Inc” y durante una fiesta en su casa le pareció gracioso escribirse un número en el interior del antebrazo, como los tatuados en los campos de concentración (sus invitados se fueron).
Le gustaban, en cambio, los gatos y los caracoles. Invitada a una comida en casa elegante en Londres, se presentó con 30 caracoles en su bolso, que comenzó a colocar ceremoniosamente sobre la mesa; los moluscos avanzaron por el mantel, dejando su rastro de baba, mientras los anfitriones, los demás invitados y la propia Highsmith hacían de cuenta que nada sucedía.
No se aplicaba la misma vara a sí misma. Hacia el final de su vida, para hablar de Small g: un idilio de verano, su última novela, y en general del patrimonio literario que dejaría, citó a Keel en su casa de Tegna. El editor llegó con un pastel de chocolate que había ordenado por teléfono en la famosa casa Sprüngli de Zurich, que estaba preparado en una caja cuando lo buscó. Al cabo de unas horas de trabajo Highsmith decidió comer algo y llevó la caja a la mesa. Ambos compartieron “una conmoción inmediata”, escribió Schenkar.
Vieron, en el mismo momento, que el pastel de chocolate de Sprüngli “tenía la forma de un ataúd”, le dijo Keel a la biógrafa. “Un ataúd elegante y caro”. Enferma de cáncer de pulmón y anemia aplásica, Highsmith tenía poco tiempo por delante.
Keel quedó mudo, luego le explicó que no había visto el pastel antes; Highsmith no le respondió. Cortó una porción para cada uno y devolvió la caja a la cocina. “Y nada más se dijo sobre el pastel”.
Aunque Keel, que la quería, hizo lo posible por acompañarla, ella lo echó como al resto de la gente que se acercó al hospital de Locarno, donde fue ingresada sin mayor esperanza. Así fue como el 4 de febrero de 1995, después de decirle a su contador que se fuera de una vez, se encontraba sola cuando murió.
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