El libro tiene un prólogo y el prólogo tiene un autor. “Tengo la impresión de que el fragmento, el aforismo, el apunte breve, es como un ramalazo de conciencia en la mente del escritor y después en la del lector. Maronna se sienta a meditar para darle de comer a los perros negros y en su mente, a intervalos, aparecen sucesos con su padre, recuerdos de ciertos libros, la sensación táctil de un paquete de cigarrillos, la familia, la ciudad, Newell’s Old Boys, ‘el zurdazo de Mario Zanabria al ángulo’. Hay una voz reconocible en esas palabras preliminares que advierten que el libro que el lector tiene entre manos es un libro hermoso. Es la voz de Fabián Casas, que conoce muy bien qué es la literatura, qué es la memoria y qué son los perros negros, esa oscuridad del alma que Winston Churchill eligió identificar con el animal más fiel.
Mauricio Maronna nació en 1963 en Teodelina, Santa Fe. Es analista político del diario La Capital de Rosario y antes fue, durante 21 años, jefe de la sección Política. Conduce un programa de TV (En profundidad), regularmente se lo escucha por radio, todos los días se lo lee en Twitter desde la cuenta @mauriciomaronna y en 2005 publicó su primer libro, Del derrumbe a la ilusión. Lee desaforadamente, escucha música con desesperación, y ahora también escribe más allá de la política. En su libro Perro negro, un mapa de su presente que va y viene permanentemente al pasado, escribe cosas como estas:
Tenía envidia porque los padres de mis viejos eran menos viejos que los míos.
Nunca pude terminar Rayuela, de Cortázar.
En las horas previas a la muerte de mi mamá, uno de mis hermanos quiso que la trasladásemos desde Rosario a Córdoba, porque estaría mejor atendida en el hospital donde trabajaba. La llevaron en una ambulancia. Yo me quedé solo en Rosario. Esa noche fui a ver a Spinetta Jade en Provincial. Presentaban “Los ninños que escriben en el cielo”. Había perros negros por todas partes.
Llego a mi pueblo. Miro a mi casa de costado. Ahí no había nadie.
Nadie te espera, nadie desea verte. Vas a otra casa. Pero no es tu casa. Tu casa está vacía. Abrís puertas y no hay más que olor húmedo. Ni olores ni sudores. Hay hormigueros.
A Spinetta lo íbamos a ver siempre los mismos, pero más viejos.
Mi papá decía que la única salida de este país era alquilárselo a los japoneses por 20 años.
Me acuerdo de que el día a la renuncia de Reutemann a la Presidencia de la Nación (digo “a la presidencia” y no a la candidatura porque hubiera sido presidente con solo decir “sí”) me mandó un remís para que vaya a verlo a la Gobernación, en Santa Fe. Estaba tirado en el piso del despacho, con un arnés al costado.
Ese día. Mientras charlábamos con el gobernador, le sonó el celular, que estaba arriba de una mesa. El secretario se lo alcanzó. “Ciao, Silvio”, dijo el Lole. Era Berlusconi, que lo llamaba para preguntarle por qué había dicho que no.
Hoy vi la foto de una señora abrazando el cuerpo de su marido, perforado a balazos mientras jugaba a la pelota en un parque de Rosario. ¿Para qué quieren gobernar los gobernantes?
Los otros días me preguntaron unos pibes en la UAI qué era para mí el periodismo político. Un laburo que permite que los políticos te lleven a comer a buenos restaurantes, respondí.
A veces no entiendo cómo las familias se van desperdigando hasta no verse más. Es como no querer volver a ver a los que te hicieron felices por un rato, porque se pusieron viejos y te muestran el espejo. Ese que refleja que vos también sos viejo.
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Lo que sigue es un breve intercambio con el autor de este libro que cruza, a través de textos breves, reflexiones sobre su oficio, anécdotas, postales del pasado y también comentarios sobre música y literatura.
_-¿Cómo surge la idea de Perro Negro? ¿Era un diario? ¿Hubo alguna lectura que te impulsó, como el Me acuerdo de Kohan?
-Tenía tres borradores en marcha. Uno sobre historias políticas vividas en primera persona, otro sobre una especie de autobiografía y un relato sobre los años en la Redacción del diario. Un día en la librería vi el libro Me Acuerdo, de Joe Brainard, y me di cuenta de que ese era EL LIBRO. Una especie de sopa en la que volcar las historias. Después vi el Me Acuerdo de George Perec y, finalmente, el de Kohan.
-¿Habías escrito ficción antes o algo dentro del registro más literario? ¿Sos lector de literatura de la llamada autoficción?
-Soy un obsesivo lector. No había publicado nada antes, salvo un libro que compila mis columnas de análisis político en el diario La Capital de Rosario, en 2005. Me apasiona el género de los diarios, y puedo decir que cuando leí La Tentación del Fracaso, de Julio Ramón Ribeyro, me di cuenta de que había que escribir. Yo considero que toda persona tiene derecho a escribir sobre su vida, cada vida merece un diario, un fragmento, un aforismo. Un libro.
-En tu libro hay memoria, hay reflexiones sobre la vida y el oficio y hay también información, en ese cruce entre lo que tiene que ver con tu lugar en el periodismo y con los hechos que analizás o los personajes que conocés. ¿Qué lector imaginabas para el libro cuando decidiste publicarlo?
-Imaginé un universo de lectores que me conoce por mi trabajo en el diario, que se sentiría dispuesto a curiosear sobre mi vida. Después, viene la pregunta nihilista que, supongo, los escritores se hacen: ¿quién va a querer leer esto? Trato de darle a las historias políticas que cuento un tono natural, desacartonado. Como cuando Reutemann me dijo: “Yo somatizo por el orto”. Y le contesto: “Yo también”.
-¿Como periodista uno tiene límites (o debería, qué se yo, nos formamos así); a la hora de escribir literatura vinculada a tu vida, cuál es tu límite?
-Mi límite es no herir al entorno, ni agredirme yo. Cuidar el buen gusto, que vaya uno a saber qué es pero lo imaginamos. Pero debo decir que me puse límites, hay cosas que no conté.
-¿Por vos? ¿Por los demás?
-Me guardé cosas por el contexto y por mí.
-¿Qué es lo peor que hiciste como periodista, algo que te cuestiones duramente al día de hoy? (en el libro mencionás la transgresión de un off con un político importante)
-Marcos Peña me dijo que su suegra era ultrakirchnerista y que iba a votar al que Cristina dijese, en 2019. No dije que me lo había dicho Peña, pero si dice cuac, tiene pico y cola, es un pato. En alguna época, cuando era jefe de la sección Política, me volvía loco por la primicia y una vez acepté salvar a un funcionario que había dicho una barbaridad a cambio de que me revelara la Causa Feced (la historia de la represión en Rosario), que publiqué el domingo posterior. Nadie la había publicado. Me anticipé a los periodistas progres. Hoy no sé si haría eso. Afortunadamente me fui de la jefatura de sección, soy editorialista. Nunca más volvería a quemarme la cabeza en la sección Política. No me gusta mandar, ni que me manden.
-Mencionás mucho la muerte temprana de tus padres. ¿Qué marca evidente en vos y en tu escritura creés que dejaron esas ausencias? Pienso en la melancolía, en la depresión, pero también en cierto espíritu cínico que se lee en tus textos y que siempre atribuí al oficio, pero tal vez tiene otro origen.
-Creo que es imposible hacer periodismo político de análisis sin tener un grado de cinismo. La política está llena de recovecos, de lugares para el abordaje. Todos los periodistas nacionales reportan a un ejército (macrista, larretista, kirchnerista). Hay medios que se quejan de las fake news y son una fake news. Yo me jacto de ser independiente, no objetivo porque soy un sujeto. Mis padres murieron cuando yo ni siquiera había cumplido 19 años. Me quedó una mirada esquiva sobre la vida. La felicidad son quince minutos, pero como escribe Calamaro, mataríamos por otros quince minutos más.
-¿Se viene un Maronna narrador?
-Mi intención de ahora en más es seguir escribiendo, mucho. Y leyendo de manera casi compulsiva, como lo hago. Tengo casi terminado un volumen 2 de Perro Negro, pero que no se llamará así. Me entusiasma la idea de serializar mis libros como Georg Lichtenberg.
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