A la luz de las velas le muestro a Juana un libro de fotos que había dejado en el campo. Como son fotos de pantallas de cine en descampados, me gusta mirarlo ahí. En la ciudad pierde toda su gracia: Tiempo expuesto. Es de noche y una pantalla de cine emerge en medio de un parque deshabitado y apenas iluminado por la luz blanca. Unos cables de electricidad coronan esa claridad con fluorescencia y debajo se distinguen unos juegos para niños. Calesita, toboganes y hamacas como esqueletos se apoyan sobre un pasto gris medio.
Nos quedamos mirando la foto en silencio e intento descubrir algún rumbo. La luz de la pantalla me encandila, pero la tensión se la llevan los esqueletos de juegos infantiles y los cables que atraviesan el cielo gris plata. El blanco y negro tiene una trampa. Está plagado de grises que no son nombrados, y encontrarles un nombre implica cálculos matemáticos. Se los menciona por porcentaje de negro o de blanco, son únicos e individuales y también son impersonales. Placeres privados. ¡Cómo me gusta el gris 36%! ¿Quién lo entiende? Nadie.
Las partes metálicas de la calesita brillan y según el reflejo las golpea se ven más finitas o más gruesas, for-mando también una nave espacial muy vieja. Desvencijada y vencida sobre un territorio final. En la parte inferior del cuadro, la melancolía, en contraposición al estallido luminoso de la pantalla sin imágenes.
Los cables parecen sostener esa claridad, pero la construcción que la rodea es la que contiene toda la figura. Escamoteando el esfuerzo, se presenta anodina. Si la foto hubiese sido tomada de día, las paredes serían enormes y los cables casi invisibles contra el cielo gris blanco. Los juegos para niños serían una masa pesada de hierro en lugar de ocupar ese espacio con líneas delicadas. Eso tiene la foto, tiene algo de final.
Tiempo expuesto.
¿Cómo se expone el tiempo?
La luna está llena y es una de esas lunas que está más cerca de la tierra de lo habitual. A través de los ventanales con mosquitero sale desde el horizonte cuadriculada y roja al 27%, reflejándose gorda y apetitosa sobre la laguna negra al 97%. Voy hasta la habitación y me tiro al piso helado de cerámica verde para buscar debajo de la cama las botas de montar. Las encuentro, las sacudo contra el piso con la caña hacia abajo y caen unos pastos amarillentos. Tengo puesto un jean negro, una remera blanca, un buzo adidas color verdeloro, las botas que me aprietan los dedos de los pies y una bufanda escocesa verde y roja que arranqué del perchero mientras salía de la casa. Siempre tengo miedo de tener frío, sumo algo antes de atravesar la puerta.
Al pasar por la tranquera que divide el jardín con la zona de galpones me cruzo con Cirone, que hace un chiste sobre el color de mi buzo. No me río, nunca me causaron gracia sus chistes, pero con los años o con la insistencia directamente me irritan. Mi respuesta es un ahhqqqjjj acompañado de un soplido nasal. Su disparo en el corazón vibra púrpura con la luz de la luna. Pensaba montar, me gusta montar de noche, ir al paso para que la yegua no pise un pozo y salgamos volando las dos en medio de la llanura. Pero al ver el tractor me tiento y lo enciendo.
Tengo doce años y Cirone me sienta en el asiento del conductor. Agarrá fuerte acá, dice. Tengo que separar mucho los brazos para sostener una esfera tan grande. El esfuerzo hace que el susto se opaque en esa voluntad de eficiencia que hace que no suelte el volante mientras me rechinan los dientes por la vibración del asiento. El tractor frenado y una estela zigzagueante desde la luneta me traen el miedo. Esos cráteres de tierra arada desparramados sin línea de tiempo me llevaban indefectiblemente a un desastre. Pero no, soy grande y me acomodo la bufanda para trepar al estribo embarrado.
Izquierda bien izquierda y adelante toda adelante. La bestia se mueve macilenta cuando suelto el embrague y giro el volante para quedar de frente al camino de salida. La máquina y yo salimos a campo traviesa con la luna iluminando el recorrido. El traqueteo es dulce porque voy despacio y está mansa la llanura inmensa. Llego al segundo guardaganado donde hay un monte al que le tengo miedo. Actrices aullando entre esos árboles. Una grita tan fuerte que despierta a las ánimas que sin sigilo se mueven sobre los eucaliptus y los sauces. La cocción de voces sacude las copas y me saludan cual vecinas, nada peor que árboles alzando sus ramas por cortesía.
Giro hacia a otro potrero y me dirijo al bebedero. Conozco el trayecto y la noche está espléndida para juntar verdines. El alambrado que divide siembra de ganado se ve enano desde mi altura pero me hace de guía al lado de la rueda. Sobre un territorio arado se erige un paraíso, el único que quedó en pie de lo que fue un monte antes de una inundación. No tiene sentido ese árbol solitario, y para colmo este es de los que no saludan así que me toca a mí hacerle una reverencia al paso. No sé cómo sobrevivió a todos, sin duda fue su abono y no comprendo su tozudez, pero su presencia expresa alguna destreza. Lo saludo, merecemos ese momento.
Todo indicaría que una noche de luna llena asusta a cualquier atisbo de tormenta, pero los rayos comienzan a apoyarse sobre la tierra, nos rodean verticales en una noche decidida a ser noche. Hay algo oscuro en esta noche, algo espeso que la hace más noche que otras. Al llegar al molino la tormenta se disipa sin presagio. Ha de ser de las traicioneras.
Debajo de las aspas, el tanque metálico supura algún óxido sobre las uniones de las chapas y a su lado el bebedero abrazado por pastos secos copia esas llagas en los tornillos. Hasta ahí todo más o menos normal, sus ubicaciones son las correspondientes, pero en medio del pastizal hay un escritorio de madera. De esos anchos con cajones a los lados. Sobre el largo cajón del medio se apoya mi padre. Hay dos características principales que describen a este hombre: es hermoso y está muerto ¿O debería ordenarlo al revés: está muerto y hermoso? No le hace justicia a su belleza ese orden, porque es su mirada de vivo la que lo hace bello. No es la muerte.
Apoyado sobre su escritorio de madera y oteando el horizonte, tiene una mano en la boca y unas augurales arrugas le surcan los ojos ¿Se está mordiendo las uñas? Conozco su ausencia, sé que está muerto, pero no tengo claro en ese instante en que lo veo iluminado por una luna preñada de luz blanca ¿qué es la muerte de un padre al que casi no conocí? Me siento enfrente de él a ver cómo se muerde los dedos. Su pelo arrebolado y airoso da prueba de un albor que determina ese gesto aniñado. Aunque a mí el cuerpo ya me trampeaba y me seguía mordisqueando las uñas hasta rasgarme la piel. Ya no me sangran los dedos pero sí me sangran los ojos, cada tanto expresan un éxtasis de dolor que impacta.
Volví a encender el motor y me alejé de esa imagen, pero ella no se alejó de mí: la luna ázima en una noche vitrólica descarga su luz sobre un joven muchacho de cabellera despeinada que mira en lontananza el territorio del que fuimos expulsados.
Obrt-cont-philco-ford-off-on-vol, me desperté cantando esa cancioncita. La electricidad que dispara el cerebro ante la ausencia apabulla de tanta disponibilidad para el retorno. El tiempo expuesto son coordenadas en movimiento que no se pueden fijar en demandas temporales o en las cartografías del conocimiento.
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