La polémica estaba servida. El 11 de junio de 2021, el periódico El País presentó en España la colección Mi Primer Autor, compuesta por quince cuentos infantiles firmados por escritores de renombre, como Mario Vargas Llosa, Almudena Grandes, Manuel Rivas, Rosa Montero y Javier Marías, entre otros, y coordinada por Arturo Pérez Reverte.
Las críticas, que no tardaron en aparecer, se focalizaron en dos grandes objeciones. La primera estaba referida al nombre de la colección: ¿los autores especializados en literatura infantil y juvenil no eran, por lo tanto, autores? La segunda crítica, por otra parte, se centraba en la idoneidad de los escritores, pues, dado que todos ellos se habían dedicado en buena medida al mundo de adultos, ¿eran aptos para escritos dedicados a un público infantil?
Sería interesante tratar dos cuestiones más amplias referidas a la literatura infantil y juvenil. En primer lugar, ¿quién debe escribirla y sobre qué temas debe hacerlo? En segundo lugar, ¿cuál es la posición de la literatura infantil en el canon literario y por qué siempre ha sido un subgénero menospreciado o condenado a cierta irrelevancia?
Miradas sobre el género
Si nos centramos en el receptor, podríamos entender la literatura infantil, de una manera sencilla y sin entrar en tecnicismos, como aquellas obras literarias que, dentro de una sociedad, se dedican al público más joven y que se entienden apropiadas y aptas para ellos. En esta definición no entramos a valorar quién debe escribirla y, lo más importante, sobre qué debe tratar dicha literatura, porque nada a priori sobre ninguna de esas dos cuestiones debe entrar en la definición de la materia que nos ocupa.
Por eso, consideramos estéril la polémica desatada a raíz de la presentación de la colección de El País. Es cierto que el título con el que se ha bautizado, Mi Primer Autor, se presta al conflicto, al entenderse menospreciados aquellos autores especializados en la literatura infantil, algunos de cuyos libros, es presumible, ya conocerán los más pequeños lectores. Aunque también existe otra interpretación posible, menos problemática, y es entender que el título se refiere a que se trata de los primeros libros que los niños conocerán de esos autores, es decir, se trataría de Mi Primer Reverte, Mi Primer Marías, etc.
Sin embargo, el hecho de que un escritor se haya dedicado en su mayoría al mundo de adultos no lo invalida, automáticamente, como un autor de literatura infantil; igual que un escritor de literatura infantil y juvenil no queda desacreditado como autor para adultos de forma automática (J. K. Rowling es un buen ejemplo de ello).
Porque, y aquí entra el conflicto en torno a la temática sobre la que debe versar la literatura infantil, la cuestión es saberse adaptar a la competencia lingüística del lector. No tanto suavizar las tramas o edulcorar las historias, y mucho menos construir relatos con un afán edificante o moralizante, exceso en el que se ha caído en demasiadas ocasiones al pretender que la literatura para los más pequeños siempre tenga una moraleja.
¿Por qué habría de tenerla en el caso de la literatura para niños y no para adultos? La autora colombiana Piedad Bonnett es clara cuando afirma que “el sentimentalismo es un lastre para la Literatura”.
El ejemplo de los cuentos clásicos
Recuérdese que buena parte de los grandes “cuentos de hadas” que todos conocemos, como La Sirenita, Blancanieves, Hänsel y Gretel, etc., son reelaboraciones de leyendas e historias folclóricas propias de cada país. Los cuentos estaban destinados, en primer lugar, al público adulto. Sobre todo porque la comprensión de que el niño no es un adulto en miniatura, sino que la infancia es una etapa diferenciada en la vida del hombre, con sus propias características, es más reciente de lo que podemos pensar: la concepción de una literatura específica y apropiada para los niños tal y como la entendemos hoy nace en el siglo XIX.
Todas estas historias que estamos mencionando tienen aspectos terribles, a pesar de las reescrituras que realizó Disney con el fin de suavizar los aspectos más siniestros de ellas.
Y aunque muchos padres estarán seguros de estar haciendo lo mejor para sus hijos al proporcionarles, únicamente, imágenes agradables de la vida, Bruno Bettelheim, en su clásico libro El psicoanálisis de los cuentos de hadas, era claro al sostener que el niño necesita, más que nadie, conocer propuestas de resolución de conflictos existenciales, al menos de forma simbólica, y que los cuentos de hadas “enfrentan debidamente al niño con los conflictos humanos básicos”. Nada se gana, pues, haciendo que el niño crezca con el pensamiento de que todo en este mundo es agradable.
¿Hay lugar en el canon literario?
El canon literario no consiste, únicamente, en aquella lista de libros que hay que leer antes de morir, ni siquiera en la lista de obras que se estudia en las escuelas. Si en algo acertó Harold Bloom en su famoso El canon occidental es en señalar que las obras incluidas en un canon literario no solo son conocidas, sino que siguen influyendo en los lectores y, sobre todo, en los escritores actuales. Siguen vivas, por decirlo con una metáfora biológica.
Es verdad que la literatura infantil y juvenil, al igual que la literatura fantástica, han tendido a quedar relegadas del canon literario, seguramente porque arrastramos un problema cultural que privilegia lo realista y lo mimético frente a lo fantástico y lo imaginario.
Además, el canon literario valora los gustos del adulto frente al niño, cuyos deseos, tachados de inmaduros, quedan siempre en segundo plano. De hecho, el etiquetar a un autor como “escritor para niños” en muchas ocasiones ha conllevado su condena a cierto ostracismo.
La importancia de la fantasía
La importancia de los “cuentos de hadas”, es decir, de las historias que se incardinan en el reino de la fantasía, por utilizar palabras de J. R. R. Tolkien, es enorme. Es, precisamente, el hecho de que las imágenes que tejen este tipo de historias no pertenezcan al mundo cotidiano de nuestro día a día su principal virtud, y no el defecto con el que, normalmente, se quiere desprestigiarlas. En este sentido, el propio Tolkien, en su ensayo Sobre el cuentos de hadas, defendía la fantasía como la manifestación “más elevada del arte, casi su forma más pura, y por ello –cuando se alcanza– la más poderosa”.
En esta misma línea, coetáneo y amigo de Tolkien, C. S. Lewis, autor de Las crónicas de Narnia, en su artículo “A veces los cuentos de hadas dicen mejor lo que hay que decir”, llega a señalar que este género es un tipo de literatura “que algunos lectores pueden seguir a cualquier edad y otros, a ninguna”. Daba así cuenta de las especiales características del “lector indicado”, niño o adulto, sobre quien este tipo de literatura ejerce su “poder”.
Bettelheim también tiene clara la enorme relevancia de estas historias: “los cuentos de hadas tienen un valor inestimable, puesto que ofrecen a la imaginación del niño nuevas dimensiones a las que le sería imposible llegar por sí solo”.
Por tanto, quedémonos al menos con dos ideas nucleares. En primer lugar, no se puede rechazar, a priori, la colección propuesta por El País solo porque sus autores hayan cultivado la literatura para adultos, y habrá que esperar el soberano juicio de los lectores, en este caso el de los más pequeños.
En segundo lugar, hay que reivindicar la importancia de todas las historias que apelan a la fantasía y a la imaginación, facultades esenciales en ser humano, puesto que enriquecen hondamente la experiencia vital. En último término, como dejó escrito el francés Jules de Gaultier, “la imaginación es la única arma en la guerra contra la realidad”.
Publicado originalmente en The Conversation.
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