El estreno de El olvido que seremos, el film dirigido por el cineasta Fernando Trueba que durante estos días se llevó los máximos galardones de los premios Goya y los Platino, recuerda el origen de una historia dramática que también tiene sus componentes ficcionales, en la medida que el tamiz de los recuerdos toma sus derivaciones poéticas: con el mismo título, en 2006 el colombiano Héctor Abad Faciolince publicó la novela que necesitaba escribir para que no caiga en el polvo del olvido y a partir de recuerdos construyó un retrato de su infancia en Medellín para evocar la figura de su papá, el médico Héctor Abad Gómez, asesinado en 1987 por un grupo de paramilitares.
Presentada en dos tiempos, el de la infancia en color y el de la juventud en blanco y negro, la película disponible en la plataforma Netflix se toma algunas licencias en relación a la novela cuando atribuye hechos o escenas a un personaje u a otro, pero lo cierto es que a fin de cuentas eso poco importa porque más interesante es el ejercicio narrativo que repone: la creación de un lenguaje para que el otro pueda hablar y en ese lenguaje el que toma la palabra es Héctor Abad Gómez. Cuando su hijo, Héctor Abad Faciolince, escribió esa historia desde la mirada del hijo lo hizo “para alargar su recuerdo un poco más, antes de que llegue el olvido definitivo”, escribe en el libro.
La palabra se presenta así como antídoto para el olvido y como condición de la memoria. Esa palabra tiene también el consuelo del resarcimiento, un poco como Shakespeare con Hamlet que desde el plano artístico opera su acto de “venganza simbólica”: “Han pasado casi veinte años desde que lo mataron, y durante estos veinte años, cada mes, cada semana, yo he sentido que tenía el deber ineludible, no digo de vengar su muerte, pero sí, al menos, de contarla”, dice el narrador. Tiempo después el escritor dirá en una entrevista: “Para mí Hamlet es fundamental. Porque ahí se plantean dos venganzas. Una es el recuerdo. Y otra es la venganza. Y esa segunda tiene una forma artística de hacerse, como Hamlet, que hizo una obra de teatro para mostrar cómo mataron a su padre”.
Abad Faciolince (Medellín, 1958) tardó casi veinte años en poner en palabras la vida de su papá, que también es la vida de su infancia y su juventud, la de su familia y la de una casa en la que “vivían diez mujeres, un niño y un señor”, tal como se lee en el libro apenas arranca la primera oración. Pero la vida de uno puede iluminar la vida de muchos otros y en este caso la historia de su papá es también la vida política de su país, Colombia, en un contexto de enorme violencia civil y convulsión social.
A la vieja usanza, padre e hijo llevan el nombre de Héctor y aunque los apellidos diferencian con claridad la identidad pública de cada uno de esos dos hombres de nombre heroico hay entre esa continuidad del nombre el anuncio de una relación especial marcada por la única fórmula de la paternidad: querer y mucho. Probablemente ese lazo tan singular que los unía y que recorre la impronta tierna y afectiva del libro también estuviera impulsado por la disparidad de la composición familiar, en términos de binarismos domésticos: cinco contra dos -mamá, papá, cuatro hijas y un hijo.
Epístola al padre, El olvido que seremos ha sido catalogado como un clásico contemporáneo de Colombia y es el libro más leído de Abad Faciolince, quien en una entrevista con la BBC confesó que después de 15 años de haber lanzado ese libro -y con todo el impacto emocional que generó su publicación- “en un momento lo rechacé, pero ya tengo claro que es lo que me tocó en la vida: ser el escritor de un libro, nada más. Hay autores que no tienen ni un libro. Yo tengo uno”.
Ese libro, que no es el único pero si el más conocido de la obra del autor colombiano, funciona como contracara exacta de Carta al padre, el texto del escritor checo Franz Kafka en el que evoca la presencia intimidante y hostil de su progenitor, casi una antítesis del hombre cálido y humanitario que Abad Faciolince pone al descubierto en su obra. Acá ese padre es devoto de admiración, aún en los tiempos donde la mirada de la infancia deviene adulta y mira con la tensión necesaria del hijo que crece y se permite la disidencia con ese padre que ha querido solo como se quiere a los hijos.
Profesor, médico y humanista, después de varias amenazas de muerte, Héctor Abad Gómez fue asesinado a sangre fría un 25 de agosto de 1987. Abanderado de la salud pública, promovía el derecho a la potabilidad del agua como piso universal y era un inconformista con las respuestas de lo posible. “Mi corazón se ubica a la izquierda pero el cerebro está en el centro” dijo de forma pública cuando, ya entrada su radicalidad política, se anunció como candidato del Partido Liberal, mientras los más conservadores los catalogaban de comunista. Su hijo lo definió también como “radical alegre”.
Entre guerrillas, narcotráfico incipiente y paramilitares, la voz de este hombre que hablaba de salubridad, de derechos humanos y que denunciaba tanto en la universidad como en los medios, molestaba y mucho. Los tiros que le pegaron en la calle Argentina, en la puerta de un sindicato cuando fue a despedir a otro asesinado por motivos políticos, fueron el silencio disciplinador a sus ideas sobre la libertad pero no a su memoria y si bien hoy su nombre integra esa memoria de la lucha por los ideales y la libertad, no es este un libro de hazañas de héroes -como quizá sí se inclina un poco más la película que en palabras de su productor buscó mostrar “al héroe positivo”-, mas bien la clave de toda esta historia, de ese personaje encantador y esa familia numerosa y preciosa, es la potente ternura de un hijo que mira y cuenta a su papá.
El impacto de esa ausencia extirpada de la manera más violenta posible necesitaba tiempo para devenir historia narrada, novela o incluso homenaje amoroso de un hijo que evoca desde la memoria fragmentaria de la infancia, esa que funciona más por sobresaltos que por cronología lineal. Es que esta novela tiene varios pliegues y dentro de esa infinidad de capas que tienen los recuerdos para conjurar contra el olvido, hay dos conmovedores: por un lado, Abad Faciolince repone la figura del padre, su legado, su forma de ser, su singularidad desde la mirada del hijo pero también de otros puntos de vista que justifican esa devoción; por el otro, el autor concentra con una sensibilidad extrema la narración de la relación entre padre a hijo. Así lo escribe: “Yo quería a mi papá con un amor que nunca volví a sentir hasta que nacieron mis hijos”.
Hace algunos años a propósito de la publicación del libro, el escritor colombiano visitó la Feria Internacional del Libro de Buenos Aires y contó que muchas veces intentó avanzar en este relato pero algo se lo impedía: “Exponerse tan descarnadamente a sí mismo es muy incómodo y por eso durante mucho tiempo lo evité. Además versificar la propia amargura o la desgracia siempre me ha parecido horrible, impúdico. En este caso fue irremediable: no había otro tono para contar esta historia y tuvieron que pasar muchos años para vencer esa resistencia”, confesó el autor de obras como Tratado de culinaria para mujeres tristes, Basura o La oculta.
“Me saco de adentro estos recuerdos como se tiene un parto, como se saca un tumor” se lee en alguna parte de la novela, intervenida por esa potente capacidad que solo tienen algunas obras de hacer reír y llorar al mismo tiempo, de hablar de tanta vida y muerte al mismo. Es que El olvido que seremos es una carta a la memoria y a la felicidad de una infancia donde reinaba la libertad y el querer, pero también es la apertura a una tristeza insondable, como la de la pérdida de Marta, una de las hermanas que muere de forma dramática y temprana, una marca que resquebraja el tiempo de una familia por lo menos en un antes y un después.
En las más de trescientas páginas que componen El olvido que seremos, cuya edición de Alfaguara lleva en la portada una fotografía de Marta tocando el violín, el autor reúne distintos aspectos de esos tiempos desde una narración que ejercita un interesante juego temporal porque el que narra es un adulto pero el que mira muchas veces es el punto de vista del niño. Por ejemplo, en los relatos de la infancia se expone la permanente contradicción de las explicaciones teológicas de su madre frente al culto de la razón que pregonaba su padre, siempre rodeado de libros o escuchando música clásica.
En esa picaresca contradicción se forjó esta familia que “no era rica ni pobre” sino “acomodada” como le gustaba decir a su mamá, criada por un tío arzobispo y quien para hacer frente al bajo salario de su marido profesor montó su propia oficina y adquirió una relativa independencia económica para las mujeres de esa época.
¿Por qué El olvido que seremos? ¿Por qué titular así la declinación final que anticipa nuestro paso por este mundo? Abad Faciolince se inspiró en un verso atribuido a Jorge Luis Borges que María Kodama desechó como autoría del cuentista argentino pero que, como en una cruzada, Faciolince investigó hasta dar con la confirmación de su autoría. Y es más, el poema quedó escrito en la tumba del padre: Ya somos el olvido que seremos./ El polvo elemental que nos ignora...”, dice el soneto que el hijo encontró en un papel escrito a mano en el bolsillo de su chaqueta el día que murió: “No soy el insensato que se aferra/ al mágico sonido de su nombre;/pienso con esperanza en aquel hombre/ que no sabrá que fui sobre la tierra./ Bajo el indiferente azul del cielo/ esta meditación es un consuelo.
En El olvido que seremos, Abad Faciolince cree en el poder “evocador de las palabras” y como ese olvido que solo es olvido en la medida en que es polvo, reflexiona: “Si el cielo, como parece, es indiferente a todas nuestras alegrías y a todas nuestras desgracias, si al universo le tiene sin cuidado que existan hombres o no, volver a integrarnos a la nada de la que vinimos es, sí, la peor desgracia, pero al mismo tiempo, también, el mayor alivio y el único descanso, pues ya no sufriremos con la tragedia, que es la conciencia del dolor y de la muerte de las personas que amamos”.
Fuente: Télam
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