¿Adolf Hitler y Eva Braun escaparon de Berlín en 1945 para vivir en Bariloche junto a su hija Úrsula? ¿Durante esta nueva vida argentina tuvieron, además, otra hija? ¿Y es esta otra hija la canciller alemana Angela Merkel? Según todas estas teorías expuestas en libros, programas de televisión y sitios web, aún si el Führer hubiera logrado fugarse de la contraofensiva soviética que arrasaba las inmediaciones de la Cancillería alemana y abordar en las Islas Canarias el submarino que lo llevó hasta la Argentina, de lo que no habría podido escaparse es del divorcio. Ya en Bariloche, según los fabricantes de conspiraciones, Eva Braun lo habría abandonado “por aburrimiento”, por lo que Hitler murió impune, exiliado y divorciado en 1972.
Contra los “argentinistas”, como el historiador Richard Evans llama en Hitler y las teorías de la conspiración: el Tercer Reich y la imaginación paranoide (Crítica) a esta extensa, lucrativa y sin duda entretenida corriente de creadores de mentiras sobre la fuga del líder nazi a la Argentina, están quienes expanden el escenario de sus invenciones hacia toda Sudamérica. ¿En realidad Hitler llegó a Buenos Aires sólo para instalarse a través de Paraguay en una ciudad de Mato Grosso, en Brasil? ¿Se dedicó ahí a buscar tesoros ocultos con ayuda de un mapa que los Aliados le habían dado en el Vaticano? ¿Y buscó una novia negra para despistar sobre su historial nazi hasta su muerte, en 1984?
Disfrazados de “historiografía alternativa” o “revelación de conspiraciones”, explica Evans, lo que estos ejemplos de la extendida mitomanía paranoide alrededor del nazismo confirman es que, en primer lugar, nunca antes la posibilidad de mentir tuvo a su alcance una plataforma tan instantánea y redituable como internet, y en segundo lugar, que nunca antes la tendencia humana a creer en lo que nos gustaría que fuera cierto en lugar de afrontar los hechos tal como son tuvo tantos motivos para conformarse con sus propias limitaciones.
Fabricadas a partir de declaraciones de segunda mano, rumores y fuentes anónimas no confirmadas ni corroboradas, lo único que sostiene a todas estas mentiras es la insistencia en creer en ellas a pesar de todas las pruebas históricas que las niegan. Pero si vivimos rodeados de pantallas que nos permiten “bloquear”, “silenciar” y “dejar de seguir” a quienes interrumpen, cuestionan o incomodan la apacible versión de un presente a la exacta medida de nuestro narcisismo, ¿por qué no “bloquear”, “silenciar” y “dejar de seguir” a quienes interrumpen, cuestionan o incomodan nuestras fantasiosas versiones sobre el pasado y el futuro?
Si vivimos rodeados de pantallas que nos permiten “bloquear”, “silenciar” y “dejar de seguir” a quienes interrumpen, cuestionan o incomodan la apacible versión de un presente a la exacta medida de nuestro narcisismo, ¿por qué no “bloquear”, “silenciar” y “dejar de seguir” a quienes interrumpen, cuestionan o incomodan nuestras fantasiosas versiones sobre el pasado y el futuro?
¿Por qué Hitler sigue entre nosotros?
En este punto, la única pregunta es: ¿por qué Hitler? ¿Por qué creer en la supervivencia secreta de un líder fascista de masas responsable de la última gran guerra mundial y del asesinato criminal de millones de personas en campos de concentración y exterminio? ¿Qué nos dice la invención de su supervivencia y del poder nazi tras su nombre sobre la imaginación política del siglo XXI?
Para responder con mayor claridad está uno de los compañeros de investigación de Evans, el politólogo David Runciman. En su ensayo Así termina la democracia, Runciman explica que muchas veces son los “inconformistas de la verdad”, los que afirman que “piensan por sí mismos”, quienes, como demuestra el submundo de las teorías conspirativas sobre la historia, aún si actúan convencidos de la legitimidad de sus sospechas, a veces terminan dañando las bases de la democracia. ¿Y acaso el anhelo de un “Hitler vivo” no es un síntoma distorsionado de nuestros malestares actuales con la democracia?
Evocar el fantasma de Hitler, en tal caso, es aglutinar dos formas diferentes de poner fin a la democracia, ya que el nazismo fue la muerte de la democracia “en tanto que mató al régimen político democrático de la República de Weimar y lo sustituyó por una dictadura”, afirma Runciman. De esta manera, el nazismo se convirtió en una mirada al abismo, es decir, hacía el instante donde todo se viene abajo. Sin embargo, contra las viejas fantasías de desastre político del siglo XX, subraya Runciman, “la democracia en el siglo XXI sobrevive porque pocas cosas hay que puedan matarla como forma de hacer política”. Y esto ocurre al punto de que incluso “la muerte de la civilización podría suceder antes que la muerte de la democracia”. En consecuencia, a las alarmas de la democracia provocadas por las crisis recurrentes de empleo o la desigualdad, se suman las ansiedades provocadas por las actuales crisis sanitarias y ambientales.
¿Y si pudiéramos desprendernos de cualquier responsabilidad y conformarnos con la espera de “un nuevo Hitler”, como dice el historiador Donald McKale? En este sentido, lo que las “fake news” sobre su supervivencia construyen, señala McKale, es una figura que, transformada a fuerza de confusión y mentiras en carismática y legendaria, pudiera encabezar la protesta de las masas contra todo tipo de males opresores, “como el comunismo o la decadente cultura occidental”. El único detalle, nos recuerda otra vez Evans, es que la historia hecha por historiadores no sólo ha comprobado que Hitler murió en 1945, sino que murió derrotado. Entonces, ¿por qué su fantasma sigue entre nosotros?
Los protocolos de los sabios de Sion, desde Adolf Hitler hasta Martin Heidegger
Entre los mitos analizados por Evans hay dos que pueden ayudar a entender la presencia del fantasma de Hitler en la cultura contemporánea: la creación de Los protocolos de los sabios de Sion y la fuga del Führer de su búnker en Berlín. Pero, para llegar al primero, tal vez sea necesario pasar rápidamente por el segundo. De acuerdo a todos los testigos directos y las pruebas recolectadas, en abril de 1945 Hitler les comunicó a sus generales y a su Estado Mayor que quería suicidarse para que su cuerpo fuera incinerado. El 29 de abril, en su búnker de la Cancillería en Berlín, por lo tanto, se casó sin jamás tener hijos con Eva Braun y al día siguiente ambos se mataron.
Tanto el ayuda de cámara de Hitler, Heinz Linge, como su edecán personal, Otto Günsche, vieron los cadáveres, confirmaron que el líder del Tercer Reich tenía “un agujero sangrante en la sien derecha” y participaron de su incineración y entierro. Poco después, los soldados del Ejército Rojo encontraron los restos, recuperaron una parte de la mandíbula sin calcinar y comprobaron con los registros de su dentista que pertenecía al cuerpo del Führer. “Al parecer, los restos mortales de Adolf Hitler cabían en una caja de cigarros”, concluyó el asunto uno de sus más grandes biógrafos, Ian Kershaw. Es entonces cuando se descubrió también que, entre los 16.000 volúmenes en la biblioteca privada de Hitler, no había ningún ejemplar de Los protocolos de los sabios de Sion, el famoso panfleto que la extrema derecha alemana había usado como uno de los justificativos para atacar a los judíos por sus hipotéticos planes secretos para ejercer “una influencia maligna sobre los asuntos humanos”.
A menudo, explica Evans, se considera que Los protocolos de los sabios de Sion es “el texto más importante entre todas las teorías conspirativas del antisemitismo, lo que a su vez plantea la pregunta de hasta qué punto el antisemitismo en sí es una teoría de la conspiración”. Lo cierto es que su origen se remonta a Francia, cuando a finales del siglo XVIII un abate le atribuyó la responsabilidad de la Revolución francesa primero a un conjunto de sociedades secretas (los illuminati, los masones y los templarios) y luego, por influencia de un militar piamontés, a los judíos, quienes así habrían iniciado en Francia sus planes culturales, económicos, sociales y políticos para “hacerse con el poder mundial”. Traducido sobre el final del siglo XIX al ruso para que el zarismo utilizara su antisemitismo para justificar las persecuciones a los bolcheviques, este conjunto de invenciones sobre una supuesta conspiración mundial judía se tradujo al alemán en 1920 y fue mencionado por primera vez por Hitler en 1921.
Aun así, es probable que Hitler sólo hubiera conocido Los protocolos de los sabios de Sion de manera indirecta, lo cual no le impidió usarlo para darle a “la cuestión judía” una forma propagandística definitiva en su propio libro, Mi lucha. Tal vez lo más interesante de este panfleto antisemita creado en Francia sea su permanencia como prueba de una “conspiración secreta” a pesar de que, desde hace mucho, se sabe que todo es una mentira. Ya en 1924, incluso en Alemania, su contenido fue denunciado públicamente como una falsificación (idea con la que hasta Joseph Goebbels, el Ministro de Propaganda de Hitler, estaba de acuerdo) y en 1934 se dictaminó lo mismo en Sudáfrica y Suiza, donde su publicación fue denunciada en diversos tribunales. De todos modos, la sugestión del nazismo alrededor de este libro fue tal que hasta el filósofo Martin Heidegger, al referirse en sus Cuadernos negros al “judaísmo mundial”, habría caído bajo su influjo, como sugiere Peter Trawny en Heidegger y el mito de la conspiración mundial de los judíos.
La segunda vida de Hitler en Argentina
Tal como ocurre con Los protocolos de los sabios de Sion, que todavía circula por internet como si fuera verdadero, que los historiadores mejor documentados hayan demostrado que Hitler se suicidó en Berlín hace 76 años tampoco significa que los teóricos de las conspiraciones dejen de creer que todo es un engaño. Un dato curioso, sin embargo, es que el primero en inventar que Hitler estaba vivo fue el hombre al frente de su aniquilación: Josef Stalin. “Está escondido en alguna parte”, le dijo al estadounidense Harry Hopkins en mayo de 1945, sugiriendo que habría escapado en un submarino. El objetivo de esta mentira era estratégico: un Hitler vivo y escondido, gestando en secreto la resurrección del nazismo, servía para castigar con mayor dureza a los alemanes.
A partir de ese momento, las versiones se ramificaron de modo tal que hasta el FBI diseñó identikits con sus posibles cambios de aspecto. Por otro lado, el hecho de que tras la guerra tanto los estadounidenses como los soviéticos hicieran uso de distintos ingenieros nazis en beneficio de su propia carrera armamentística (por ejemplo, con Wernher von Braun en la NASA y Erich Apel en la Comisión Técnica Soviética), favoreció la idea de que otros participantes del Tercer Reich, aunque sin calificaciones útiles para los vencedores, hubieran restituido sus vidas en lugares como Sudamérica. En este punto, las fugas argentinas bien documentadas de nazis como Adolf Eichmann, Ante Pavelić, Josef Mengele y Erich Priebke se mezclan, incluso en manos del propio Evans, con imprecisiones e incongruencias como que “el dictador Juan Perón” quería aprovechar la experiencia de estos criminales de guerra nazi “para fomentar la economía nacional”.
Sobre la base de estos equívocos, la fuga de Hitler prosperó ante el gran público primero como un producto de la prensa amarillista francesa, que colocó una piedra basal al inventar que, tras dejar en Berlín a un doble, su viaje en submarino hacia Argentina incluía hasta un gigantesco cargamento de cigarrillos (aunque Hitler no fumaba), y más tarde como una combinación siempre renovable de fantasías, entretenimiento y anhelos fascistas ideales para el cultivo regular en internet, como demuestra la versión de un Hitler instalado con Braun y dos hijas “en una hacienda a la orilla de un lago próximo a Bariloche”. En sus versiones más extrañas, otros especuladores creen que Hitler habría llegado a la Antártida con “una aeronave nazi de tecnología antigravitatoria” (de la clase que en todo el mundo son conocidas como OVNIs) para instalarse en una base secreta bajo los hielos. Pese a los gestos de desaprobación moral que algunos “argentinistas” demuestran, explica Evans, lo cierto es que Hitler emerge de este tipo de narraciones “como el genio que, por medios desconocidos e indescifrables, supo organizar su propia supervivencia y huida”.
En el fondo, concluye, las teorías conspirativas pueden parecer relativamente inocuas. Y desde luego, no todas responden a propósitos políticos malignos. Pero todas ellas tienen en común un escepticismo radical que no solo arroja dudas sobre la verdad de las conclusiones obtenidas por medio de una investigación histórica minuciosa y objetiva, sino sobre la idea misma de la verdad. Y una vez desacreditada esta idea, lo que se está poniendo en cuestión es la posibilidad misma de organizar la sociedad de acuerdo con argumentos racionales y a partir de decisiones informadas y argumentadas. Antes y ahora, el nazismo no es más que un modo de halagar la ignorancia y, al mismo tiempo, encerrarse en fantasías ciegas a los auténticos malestares de la vida en sociedad.
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