Nota del autor
Entre abril y diciembre de 2015, pasé varias semanas en el CHU (Centre Hospitalier Universitaire) de la ciudad de Rouen, invitado y muy bien recibido por su unidad de cuidados paliativos. Los textos que siguen se inspiran, más o menos libremente, en lo que vi, escuché y viví allí.
Por supuesto, los nombres de los narradores (narradoras, en su mayoría) son inventados, porque se trata de una ficción construida a partir de una experiencia real.
Hecha la aclaración, estos textos pretenden rendir homenaje a todo el personal de todas las unidades de cuidados paliativos; y también al libro Compañía K, de William March, que inspiró la forma de este volumen.
Quisiera agradecer a todos, tanto a la unidad de oncología gástrica como al servicio cultural del CHU de Rouen y al equipo del festival Terre de Paroles, que tuvieron la idea de proponerme una residencia médico-literaria en la ciudad natal de Gustave Flaubert, hijo de un antiguo director de la Escuela de Medicina de Rouen.
Me atreví a escribir estos textos directamente en francés. Esto no significa un cambio de lengua de escritura. Sigo escribiendo en español y voy a seguir haciéndolo, sin ninguna duda, pero en este caso el francés se impuso por varias razones y una en particular: descubrí el universo que inspiró estos textos en francés, las primeras frases y los primeros borradores nacieron en francés, y cada vez que intentaba traducir, me sonaba falso, artificial.
No creo que Una presencia ideal sea un libro sobre la muerte. Mi intención fue escribir un libro sobre la vida: la vida profesional y personal de un grupo de trabajadores de la salud. Quise entender cuál es el lugar de la vida, por así decirlo, en un contexto donde la muerte es omnipresente. Y, de manera similar, quise explorar el lugar de la invención dentro de un proyecto de escritura donde realidad y documentación fueron dos pilares importantes.
Por esto mismo, aunque algunas de las historias y algunos de los personajes de este libro son ficticios, opté por ser fiel a lo que atañe a su profesión.
Eduardo Berti
[...]
Joséphine Boulleau
(Enfermera de la unidad móvil)
Luego de cinco años como enfermera en la unidad de cuidados paliativos, recibí hace dos años la propuesta de pasar a la unidad móvil, una suerte de extensión del servicio fuera del hospital. Se supone que los integrantes de la unidad móvil brindan atención externa, pero este concepto es muy amplio: a veces solo implica bajar veinte escalones hasta el sector de neumología en la planta baja de este mismo edificio; otras, subirte al Twingo y hacer una hora y media de ruta para ver a un paciente en un pueblo cuyo nombre vas a olvidar tres días después. A veces voy sola, o acompañada de un médico o una psicóloga joven, Mélanie Lemaire, y a veces con ambos. La semana pasada, por ejemplo, fui con Marie-France Bergeret a ver a la familia de un hombre muy enfermo. Cuando llegamos a la residencia de ancianos, a más de cien kilómetros de aquí, no encontramos a nadie. Un error de comunicación…
En la unidad móvil viví una de las experiencias más significativas de mi vida.
De emergencias me llamaron para que viera a un paciente. Eran las once de la noche, el hombre acababa de llegar al hospital, alguien lo había encontrado medio inconsciente en la calle. No bien lo vi, supe que iba a morir. Fue cuestión de minutos. Después de tantos años en cuidados paliativos, te das cuenta enseguida. El personal de la sala de emergencias todavía no había llamado a la familia (estaba casado, pero eso no lo supe hasta más tarde), había que hurgar en sus papeles —lo cual lleva su tiempo— y, encima, me permito agregar, nadie se había dado cuenta de que se encontraba cerca del fin. El hombre estaba solo en sus últimos momentos y sentí que debía quedarme con él. No tenía que morirse en soledad, aunque estuviera ya casi inconsciente.
Es extraño quedarse junto a un desconocido para acompañarlo en su muerte. Morir es un acto íntimo. Sin embargo, no podía irme. Tomé su mano. Así sabría que alguien estaba a su lado… Me daba la espalda, tenía los ojos cerrados, apenas se movía. Pero su mano sostenía la mía y él podría —por qué no— asociar ese contacto con el rostro que quisiera.
De repente, sentí que ya no me necesitaba. Retiré mi mano con delicadeza.
Agonizaba. Fue doloroso. Había llegado su fin.
Permanecí en la habitación esperando a su mujer. Me acababan de decir que le habían avisado. Llegaría pronto y podría contarle la muerte de su marido. Pero me llamaron por otra intervención y ya no podía quedarme. Le pedí al médico de emergencias que le pasara mi contacto a la mujer. No mi número personal, sino el de la unidad móvil. Así podría comunicarse conmigo y le podría contar, al menos, que su marido se había ido con serenidad, que no había sufrido tanto.
Me sentí rara el resto del día. Repasaba los últimos momentos del hombre. Imaginaba no solo lo que iba a decirle a su mujer, sino de qué manera presentaría los hechos. Construí en mi cabeza un relato detallado con palabras demasiado bien elegidas, quizás, una versión embellecida de la muerte del pobre hombre. Estaba bastante conforme con el discurso que había armado.
Estaba lista y ansiosa, como si el hombre aún sufriera y, para terminar de morir, esperase el momento exacto en que su muerte, el relato de su muerte, saliera de mi boca para llegar a oídos de su mujer.
¿Puede creerlo? La mujer nunca me llamó. Ni ese día ni los siguientes.
Entonces, agarré un cuaderno y escribí, frase tras frase, mi linda historia.
Por desgracia, una vez escrita, una vez fijada en el cuadernito, me pareció sumamente decepcionante: mucho menos sólida que en mi cabeza.
Supongo que como escritor conoce esa sensación. Guardé el cuaderno en un cajón y con el tiempo me olvidé. Lo encontré recién hace unos meses.
Pero no me atreví a leerlo de nuevo. No. Se trata de la muerte de otra persona… Creo, si le soy honesta, que debería quemar ese cuaderno.
Como una suerte de cremación. Un entierro. Aunque tampoco sé si tendría el coraje para hacerlo.
[...]
Margaux Tellier
(Lectora voluntaria)
Ya verá más adelante. Cuando ha trabajado sin parar toda su vida. En un trabajo que, además, le gusta. Cuando todavía se siente joven. Entonces, la jubilación es peligrosa. Hay que encontrar rápido la manera de ocupar el tiempo. Yo era maestra y también un poco actriz.
La hija de una querida amiga, que es médica aquí en el CHU, me contó un día lo que estaban empezando a armar: voluntarios que les leyeran a los pacientes. Esperaban formar un equipo de dos o tres personas. El proyecto existe desde hace un año, pero, por el momento, el equipo de lectura soy solo yo. Vengo dos mañanas por semana. Al principio venía a la tarde. Pero noté que a la mañana los pacientes están más predispuestos y reciben menos visitas. Es mejor. En mi mochila del CHU llevo una docena de libros, la mayoría de cuentos. Personalmente, prefiero las novelas. Leer cuentos, suelo decir, es visitar un lugar. Leer novelas es vivir allí. Sí, veo que no está de acuerdo conmigo. De cualquier modo, los cuentos, por su extensión, son ideales para leer en voz alta a los pacientes.
Siempre tengo conmigo a Chéjov y a Maupassant. Golpeo la puerta si no está abierta. Me presento porque, como usted sabe, aquí los pacientes cambian constantemente. A veces tengo que presentarme más de una vez porque los más ancianos tienden a olvidarlo todo.
Algunos piden un autor o un género específico. Un martes a la mañana, una mujer me pidió una novela erótica para el jueves siguiente. Fui a ver al librero de mi barrio, con quien charlo bastante a menudo. Me recomendó dos o tres, cada una más erótica que la otra. Volví el jueves con mi libro. La mujer estaba en la gloria. Me dijo: “No vamos a leer todo, ¿no? Vayamos directamente a las páginas más interesantes”. El autor no era un estilista pero tenía su encanto y delicadeza.
El problema era que la mujer empezaba a reírse cada vez que había un pasaje un poco voluptuoso. Me resultaba muy difícil seguir leyendo.
Un par de semanas después, otra mujer, más joven pero más deteriorada por la enfermedad, quiso que le leyera una novela completa. La señora Mathilde, como la llamaban todos, tenía ganas de una novela de detectives. “Un buen policial, alguno de Simenon, ¿le parece bien?”, me preguntó, como si fuese mía la elección. Una semana después volví con un Simenon. Había planificado varias sesiones de lectura. Al principio iba todo bien.
Aunque estuviera cada vez más débil, o aunque pareciera dormirse arrullada por mi voz, o incluso si la trama se volvía más compleja, no importaba, la seguía sin dificultad. Prueba de esto era que tan pronto como entraba a la habitación, se ponía a discutir conmigo las posibles soluciones a la intriga que la tenía obsesionada.
Solo quedaba un puñado de capítulos cuando el estado de la señora Mathilde empeoró de forma abrupta.
Tuvimos que cancelar la lectura tres veces seguidas porque estaba muy dolorida, casi irreconocible físicamente. Una auxiliar me dijo que ocurría con frecuencia y que siempre era una mala señal. La experiencia que empezaba a acumular me lo confirmó. Sin embargo, esta mujer, contra viento y marea, quería saber cómo terminaba el libro. Tanto así que un día, un miércoles, me llamaron del hospital. Era Jacqueline Marro, si mal no recuerdo.
—Sé que por lo general viene los martes y los jueves, pero la señora Mathilde se despertó hoy un poco más lúcida y pide su presencia. Quiere terminar la novela.
Una hora más tarde, estaba ahí. Saludé a la señora Mathilde, que respondió con apenas un parpadeo. Se la veía en verdad frágil, pero parecía conservar la lucidez.
Empecé a leer las últimas páginas. Sentí que sacaba las pocas fuerzas que le quedaban para seguir la historia.
Después de media hora levanté la vista. Estaba oscureciendo y tenía que interrumpir la lectura para iluminar la habitación. Miré a la señora Mathilde a los ojos y le dije:
—No falta mucho.
Hice una pausa, hojeé el libro.
—Treinta páginas y listo.
Entonces noté que tenía los ojos totalmente abiertos, congelados.
Llamé a Jacqueline, que llegó corriendo. Sí, la señora Mathilde acababa de morir. Me estremecí. No podía salir de la habitación ni levantarme de la silla. Así que acordamos con Jaqueline que terminaría mi lectura de todos modos. En voz alta. Mientras ella guardaba las cosas de la señora Mathilde.
No recuerdo nada de la trama del libro. Recuerdo, sin embargo, el escalofrío que sentí cuando Jacqueline cerró los ojos de la señora Mathilde. Recuerdo, también, que la emoción no me dejó sin aliento. Que finalmente logré llegar a la última página. Y que la última palabra del libro no era “morir”, no. Sino otra con la misma cantidad de letras, “vivir”.
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