— Somos los Stones —le dijo Federico Kon a Fernando Agejas el 23 de diciembre de 2015, cuando recorría los pasillos de la TV Pública que rebalsaban de gente. Eran productor general de contenidos y productor ejecutivo de 6, 7, 8, el programa de Canal 7 que terminaba su ciclo después de siete años al aire, y veían la efusividad de la audiencia, que había ido especialmente al canal a despedirse. Llevaban banderas argentinas y carteles dibujados a mano agradeciendo al programa. El trazo casi infantil de esos dibujos combinaba con la estética por la que había apostado el ciclo desde el inicio en marzo de 2009: un piquete de cartón pintado con los números 6, 7 y 8 en el medio de la coqueta Figueroa Alcorta, la avenida que custodia el edificio del canal y el corredor norte de la ciudad de Buenos Aires.
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En realidad, 6, 7, 8 fue, desde el vamos, poco televisivo: convocó a periodistas de gráfica o radiales, o incluso a profesores universitarios, que se presentaban vestidos y peinados del mismo modo en que uno esperaría encontrarlos en un aula de Sociales de la UBA o en una redacción. Ese aspecto de reunión en la sala de profesores o en una asamblea, bajo una luz blanca que no ocultaba las desprolijidades, contribuía a ubicarlos en un lugar distinto del establishment. Esa era su tesis principal: el poder estaba en otro lado. No en Canal 7, ni siquiera en el gobierno de Cristina Fernández de Kirchner y mucho menos en este manojo de profesionales de las ciencias humanas y la comunicación. Por algo la frase en la que se apoyaban los números que daban nombre al programa era esa: la crítica al poder real.
Aunque tanto la prehistoria como la historia del programa atraviesan el núcleo duro del poder político en Argentina hasta llegar a guionarlo.
A comienzos de los 2000, Diego Gvirtz era un productor exitoso y también algo disonante en el ambiente. Había pasado buena parte de su juventud grabando la televisión argentina. Se convirtió así en dueño de uno de los archivos más suculentos y mejor organizados del país. Sus programas insignia, en especial TVR, ponían el archivo a hablar. Por eso el motor de la productora eran los visualizadores, para quienes la jornada laboral consistía en ver horas y horas de grabaciones. En ese rol entró Agejas después de ver un cartelito en la facultad de Sociales, sede Ángel Gallardo. En 2002, la forma de catalogar el material era manual. Y lo que se grababa era dividido en cuatro categorías: archivo —alguna declaración tajante como «nunca voy a votar a X» que pudiera confrontarse con otra frase—, segmento —algo que tuviera potencia para conformar un informe autónomo—, tema —cuando se mencionaban discusiones relevantes— y disparador —una frase, una pelea, algo con que arrancar un informe—. De a poco el sistema se profesionalizó con más visualizadores, más filtradores que destacaban el material que valía la pena, y data entry que empleaban un software especialmente diseñado para ver los programas directamente en la computadora y trabajar con archivo listo para ser usado.
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En Canal 7, Gvirtz era de esas personas que venían de arriba. Rápidamente, las autoridades de la TV Pública y de la productora convinieron hacer un programa sobre medios que indagara con informes en profundidad acerca de diferentes temas estructurales del país gracias a su frondoso archivo. No sonaba raro para el canal: Semanario insólito, La noticia rebelde, los documentales de Roberto Cenderelli en el alfonsinismo, Perdona nuestros pecados o Yo amo a la TV habían hecho del género una especialidad del canal estatal. El lugar del medio también se había abocado al tema desde la misma pantalla en 2006. Tenía, de hecho, una sección llamada «Archivo vivo» a cargo de Miguel Rodríguez Arias, el padre de los programas de archivo con Las patas de la mentira. El de Gvirtz ocupó el mismo horario que su antecedente del medio, pero no se le pareció para nada.
Los idas y vueltas con el Siete, convertido para ese momento en TV Pública, no eran menores. El primer conductor iba a ser Diego «Chavo» Fucks, pero el canal lo bochó por considerarlo inapropiado para su pantalla. El nombre del programa iba a ser Tiradores, y pasó algo similar: muy agresivo, le dijeron a Gvirtz. En realidad, el creador de TVR quería otro nombre, uno que demuestra que en su confección no reinaba la ingenuidad: Vendidos. Tampoco pasó el filtro.
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Tan bien considerado en las altas esferas políticas estaba el programa, que algunos recuerdan el asado al que invitó Máximo Kirchner en el quincho de Olivos al que asistieron Sandra Russo y Edgardo Mocca. De fondo, una televisión de tubo emitía la TV Pública.
Máximo contaba el panorama político del Frente para la Victoria en Santa Cruz con un dibujo sobre una hoja de papel. En esa ocasión, en la que también estaban otras figuras periodísticas de la productora y la planta alta de La Cámpora, Cristina Kirchner le reconoció al productor de contenidos Federico Kon sus ideas.
Las ideas que ofreció el programa a la política no eran pocas: más allá de que usualmente el foco de análisis estuvo puesto en cómo el Gobierno articulaba su mensaje político, con la presencia de funcionarios como Amado Boudou, Aníbal Fernández, Roberto Baratta o Héctor Timerman cuando había que comunicar una política específica o responder agravios por parte del Grupo Clarín —como en el caso de Boudou con la «causa mediática ex Ciccone», como la definían, o en el de Fernández para explicar el envío de documentación para la investigación sobre Papel Prensa—, el ciclo también subía línea ideológica y terminología. La expresión «matrimonio igualitario», esbozada por Cabito Massa Alcántara — panelista dedicado al humor—, renombró la ley que permitía el casamiento entre personas del mismo sexo; términos como «la corpo», «la opo», «el operativo desánimo», «el club de la buena onda», «la patria zocalera» —para señalar la editorialización que venía del piso de la pantalla— o «los poderes fácticos» se filtraron como la jerga urbana de la grieta que marcaba identidad kirchnerista automática. Declaraciones incomprobables (o negadas) como «puesto menor» (lo que supuestamente habría contestado Héctor Magnetto cuando se le preguntó si quería ser presidente) o diálogos repetidos hasta el hastío como «el más débil es Clarín» (esta frase, que no es literal pero así quedó fijada, es el resumen de una conversación entre Jorge Lanata y Ernesto Tenembaum) se emitieron tantas veces que forman parte de la música de la época. Y, por supuesto, el Facebook, que nucleaba a partir del año 2010 a los seguidores —en 2011 pasaba los 250 mil—, organizaba marchas en apoyo al programa o columnas en manifestaciones, por ejemplo, en favor de la Ley de Medios.
Edgardo Mocca, politólogo y panelista del programa, hace la siguiente reflexión en una entrevista para este libro: «Era una especie de formación política de simpatizantes kirchneristas: nosotros jugábamos un cierto rol docente. Mostrábamos cómo se defiende una posición política y cuáles son los recursos que se ponen en juego para eso». Mocca, que entró a 6, 7, 8 en 2012 junto con Dante Palma, Mariana Moyano y Cynthia García, como una especie de segunda temporada de panelistas, reconoce que a veces su trabajo se parecía a estar abajo de un arco recibiendo pelotazos, pero que él aceptó participar en el programa, del que era televidente, como una militancia política.
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El programa despertaba adoración y violencia. A la periodista Nora Veiras, directora de Página/12 y panelista de 6, 7, 8, le vaciaron una Coca-Cola adentro de la camisa en el Subte A y le gritaron que dejara de robar, pero otra vez un colectivero frenó el tránsito para pedirle una selfie. A Edgardo Mocca lo agredieron en un estacionamiento diciéndole que iban a ir todos presos, pero nunca le habían pedido tantas fotos en su vida en la calle. En 2012, en un cacerolazo en Recoleta, Lucas Martínez, notero del programa, terminó refugiado en una comisaría: tanto él como el camarógrafo Sergio Loguzzo habían sido golpeados por los manifestantes al identificar que iban a cubrir el evento, y los persiguieron hasta la comisaría a la que fueron a radicar la denuncia. También a Martínez le gritaron «¡héroe!» y lo trataban como estrella en distintas marchas organizadas por el Gobierno en Plaza de Mayo.
Hernán Lombardi no perdía ocasión para hablar de 6, 7, 8 y de su no futuro en la TV Pública mientras se aprestaba a conducirla en diciembre de 2015: «Lo que te indigna es que hayan sacado la plata de los jubilados hacia una usina del pensamiento único como era 6, 7, 8», dijo una de las tantas veces que fue consultado. En la Plaza de Mayo del 10 de diciembre de 2015, cuando Cristina Fernández dejaba el gobierno y se despedía de sus seguidores, una parte de los asistentes agitó con el nombre del programa. Cristina respondió: «Espero una Argentina sin censura».
En 2020, entrevistado para este libro, Gvirtz ensaya una defensa más tibia que la que esgrimía en los años de mayor fragor en los que creía que el programa encabezaba una batalla fundamental para la democracia develando la trama monopólica del sistema de medios aunque sostiene sus pilares ideológicos: «Yo en algún momento me tendría que haber peleado con la política. Creo que tenía la espalda para decir: “Che, esto así no sirve”. Yo ya sabía que los últimos años no estaba funcionando, que no impactaba, que no tenía la repercusión que tenía antes, que mucha gente decía “ya no lo veo”, que nosotros no teníamos que llegar a la militancia sino a la oposición. Yo sostenía una cosa, la política sostenía otra. Y en un momento uno decide: yo decidí mal, cosa de la que me arrepentí toda mi vida».
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