El chileno Alejandro Zambra es uno de los escritores más relevantes de la actualidad y su reciente novela, Poeta chileno, es, sin dudas, uno de los libros más importantes de los últimos tiempos. Con una dulzura áspera que, en un punto, evoca a Los detectives salvajes, la trama sigue a dos personajes: Gonzalo y Vicente, padrastro e hijastro que sueñan, ambos, con ser poetas. Zambra hace fácil lo difícil: se permite jugar con cierta polémica en torno a la poesía chilena, pero no se recrea en el morbo de los conflictos. La novela, entonces, es, sobre todo, una indagación sobre las relaciones, sobre los deseos, las voluntades, las vocaciones. Es un libro bellísimo de un autor que ha alcanzado un enorme nivel de brillantez y, por lo tanto, se ha vuelto imprescindible.
Ayer, como parte de la programación de la Feria de Editores Independientes, y en una actividad coorganizada por la plataforma de lectura por suscripción Leamos.com, Zambra habló como escritor, pero también como lector y, además de Poeta chileno, habló de sus libros anteriores, tan notables como este: Bonsái, La vida privada de los árboles, Formas de volver a casa, Fácsimil, etc.
—Yo creo que tus libros son siempre sobre la niñez, la familia, la paternidad.
—Tengo cierta resistencia a la idea de tema. Los temas existen a posteriori. Al principio hay un balbuceo, una cosa difícil de definir que tiene que ver con imágenes, con situaciones. Todos los libros los hice de forma muy distinta, me demoré cantidades de tiempo distintas y, sin embargo, lo que tienen en común es el inicio, que tiene que ver con una cierta incomodidad y con un tema conceptual que se empieza a transformar, a narrativizar, a convertir muy de a poquito en algo contable, narrable. Claro, si lo veo a posteriori hago trampa: en las entrevistas, en general, se hace trampa, se hace parecer que todo fuera premeditado y orgánico. Siento que en lo que hago hay una discusión sobre la pertenencia, sobre el hecho de pertenecer. Es imposible ser lector de los propios libros, pero, como lector de otros, veo siempre una tensión sobre pertenecer o no a una familia, a una pareja, a una ciudad, a un país, a un movimiento político, a una hinchada de un equipo de fútbol.
—En ese pertenecer, ¿cómo funciona el lenguaje? Tus libros están en chileno, pero no escribís solamente para chilenos.
—Bueno, es una preguntaza y dar una respuesta tajante también sería mentir un poco. Se va definiendo cada vez. Lo que más disfruto de escribir es el momento en que no sabes bien qué estás haciendo. Tienes intuiciones, búsquedas, planes —incluso en el sentido más prosaico: “mañana voy a escribir tres horas”—. Cuando se habla en público de literatura suele unificarse la publicación con la escritura y eso es falso. La escritura es un proceso que no tiene un tiempo demasiado determinado. Aunque intentes calcularlo, nunca la achuntas. Y luego, no hay compromiso: no quiero estar obligado a publicar algo. La escritura ociosa —el ocio como contrario al negocio—, la escritura para la que siempre estás buscando tiempo, está vinculada al momento en que no están tan claros los planes y empiezan a fracasar de una forma hermosa, provechosa y descubres el libro que tienes enfrente. Descubres palabras, voces, personajes que no sabías que podían ser exactamente así. Te sorprendes un poquito y de nuevo aparece un nuevo plan, un replanteo y la promesa de que va a disolverse un poco y se va a transformar en otra cosa.
—Estás hablando de cómo se produce un texto.
—Cómo rumiar en torno al proyecto. Todos, en alguna medida, estamos buscando un tiempo que, al principio, cuesta mucho justificar. Pero me preguntaste por el lenguaje.
—Te lo decía porque uno mismo se convierte en su propia lengua. Ahora, viviendo en México, me imagino que tendrás algunos modismos que se te deben haber colado.
—Muchos y pocos a la vez. Yo viví un año en inglés y mi español se mantuvo intacto porque o hablaba inglés o hablaba español. No había conflicto o no lo sentía. En México, donde llevo ya cuatro años y medio, sí es más conflictivo. Te rebota más tu forma propia de hablar, tu forma de entender el lenguaje. Y vas descubriendo detallitos que son extraordinariamente interesantes. No hay día en que no fracase un poco la comunicación. Es algo que se vuelve relevante y es motivo de reflexión continua. Yo no tengo tanta conciencia de para quién escribo. Una parte de desconocer tu propio proyecto tiene que ver con eso. Todas las condicionantes externas del texto tienen que desaparecer. Existen: de pronto piensas demasiado en el texto y en sus posibles destinos, sus posibles usos. Pero el momento de la escritura debe conducir a una pérdida de cálculo y uno de esos es cómo sientes las palabras. Más allá de escribir en el español de Chile que pertenece a un determinado grupo social, es cómo sientes lo que vas diciendo. Lo mismo pasa con la decisión de la voz: por qué primera, por qué tercera. Me lo han preguntado muchas veces y la respuesta es muy decepcionante: “No lo sé”.
—Igual, tu primera y tu tercera son taimadas. No son no tan lineales. En tus libros hay un momento en que irrumpe el narrador —o, si querés, el autor— y avisa que está contando una ficción. En un punto, me hace acordar a Kundera.
—Siempre es por motivos distintos. No me interesa mucho la idea de obra; más bien, siento que, para que el libro exista, necesitas creer que es el primero. Lo que decía de la primera y la tercera persona es que en el fondo está bien, en la primera persona hay un efecto autobiográfico, pero hay un momento anterior en que tomas una decisión más intuitiva y esa decisión sólo se puede tomar ensayando. Yo no me reconozco en mis libros, pero sí lo hago en Bonsái, un libro muy viejo, que tiene diecisiete años, casi es mayor de edad. A la vez, es un libro que estuve escribiendo cinco años. Y es muy corto, ni siquiera es justo definirlo como una novela corta porque es una novela muy, muy corta. Con ese libro me aproximaba a la novela como un extranjero. No era mi género, incluso podría decir pedante y falsamente que no me interesaba: sí me interesaba, pero tenía el mito de la poesía y ese era mi lugar en el mundo. Creo que la persona que pensaba originalmente ese libro imaginaba algo muy distinto que lo que resultó. Y para eso influyó el cuento Tantalia, de Macedonio Fernández, pero también el choque de Macedonio y Borges. Y luego Felisberto Hernández y Juan Emar. Y también cosas de Gabriela Mistral, Emily Dickinson, Manuel Rojas. Había harta literatura en mi cabeza vinculada a la prosa. Creo que la novela empezó a aparecer cuando hice un vaivén entre esa vanguardia entrañable —una vanguardia que ya no la leíamos como vanguardia— y la idea tradicional de novela, que en general es una idea más canónica.
—Mencionás a Bonsái y, tal vez porque últimamente estuve leyendo a Kawabata, siento que en ese libro doble que es Bonsái y La vida privada de los árboles hay mucho de literatura oriental.
—Kawabata es muy importante en Bonsái. En ese tiempo, Kawabata circulaba en ediciones argentinas, que eran traducciones de traducciones. Había unos traducidos por Juan Forn y, si no me equivoco, por Mirta Rosenberg. Traducían desde el francés o del inglés y eran espectaculares. Era un Kawabata muy latinoamericano. Se sentía muy próximo ese español. Por más diferencias que haya entre el español de Chile y el de Argentina, nosotros sentimos más proximidad que con el español de España. Ahora circulan unas nuevas traducciones directamente del japonés, pero yo leí esas otras y me impresionó mucho. Y, bueno, tenía que ver con la poesía también.
—¿Poeta chileno es una despedida del Alejandro Zambra que quiso ser poeta?
—No, no es ninguna despedida. Yo sigo escribiendo poesía, pero no es muy buena. Tenía unos poemas cortitos, como esos primeros poemas de Ezra Pound que conecto con un poeta chileno que siempre me gustó, Gonzalo Millán. Es una forma de poesía que se podría teorizar como una sola imagen. Son poemas aparentemente muy sencillos y muy sugerentes. Parecidos a los haikus, pero a la vez con una diferencia esencial, que es ser más narrativos que contemplativos. Así yo escribí un tiempo; buscaba la posibilidad de que una poesía despojada como una sola escena pudiera abrir mundos y que se quedara en el cuerpo como un ser vivo. Bien naíf, lo que digo.
—Ahí está el acápite de Casas en Poeta Chileno: “Una técnica que sirve para escribir debe servir también para vivir”.
—¡Claro! Hay un libro de Armando Uribe sobre Ezra Pound. Básicamente Uribe habla en primera persona sobre su descubrimiento de Pound y al final hay unas traducciones y ese es el Pound que muchos chilenos conocimos. Es un ensayo deslumbrante. Ese libro fue muy importante; luego, hablando con amigos encontré que varios lo habíamos leído de muy chicos. Todavía no circulaban los libros de Visor y tampoco había internet. Entonces, sólo leías a Pound porque había un librito de Armando Uribe publicado en Chile.
—¿Cómo entra Facsímil en todo esto? Es un libro que rompe lo narrativo y a la vez parece ser tu libro más autobiográfico.
—Yo no sé... Evité clasificar ese libro, porque para un chileno es muy evidente su condición contratextual. La estructura es exactamente la misma de la prueba que buena parte de los chilenos dimos para entrar a la Universidad. Pero es un libro harto parecido a muchas cosas que siempre intenté. Los únicos que no se sorprendieron con ese libro fueron mis amigos poetas. Había tenido ideas similares y muchas veces las he materializado, pero no las publiqué porque no me pareció relevante. Pero, por ejemplo, en Poeta chileno el informe de personalidad de la escuela es parecido a un proyecto que hice mucho antes de escribir Facsímil y tenía la conceptualización “generalmente / siempre / rara vez”. No quise clasificar ese libro, pero si tuviera que obligatoriamente hacerlo, lo acercaría más a la poesía que a la prosa. Pero tampoco me interesa distinguir entre poesía y prosa. Creo que se exagera mucho con los géneros. Cuando gran parte de los libros que más nos gustan son híbridos.
—Pensemos, por ejemplo, en cuántos géneros atraviesan por Formas de volver a casa.
—Es que, como te decía al comienzo, siempre hay una primera intuición ligada a la imagen. Con Bonsái era muy claro. Yo pensaba por qué me gustaban los bonsáis, pero a la vez no estaba seguro de que me gustaran. Me acuerdo cuando vi las imágenes del trabajo de Christo and Jeanne‑Claude, de la exposición con todos los árboles de un parque envueltos. Recuerdo haberme preguntado si me gustaba o no. Eso lo ligué a los bonsáis, que me parecían fascinantes y a la vez horribles. Cuando surge esa clase de problemas, cuando no sabes si te gusta o no, se despierta algo que puede desencadenar en un libro. Creo que eso es todavía lo que más me importa como lector. Cuando, sin saberlo, hay algo que rechazabas que empiezas a aceptar y algo que aceptabas que empiezas a rechazar. Es una sensación muy rica porque parece inconsistente, pero es justo una sensación vivificante de cambio.
—Hay dos poetas importantísimos de los que todavía no hablamos y que son claves en Poeta Chileno. Uno es Nicanor Parra; incluso podría decir que Facsímil es una suerte de homenaje a sus artefactos.
—Hay un texto particular en Facsímil, que para mí es un muy parriano y a la vez muy kafkiano —que no son antónimos; yo creo que al contrario: Parra tenía muy presente a Kafka— y es un texto sin título en el que un padre le habla a su hijo. Hay un texto de Kafka que me vuelve loco, que me ha hecho reír y a la vez me genera problemas, que se llama Once hijos. Básicamente se trata de un padre hablando de cada uno de sus hijos. Describe la personalidad de cada uno de ellos y al final del relato, que es muy breve, dice: “Estos son mis once hijos”. ¡Es la única conclusión! No me acuerdo cómo empecé a escribir aquel texto, pero lo gocé mucho y tenía que ver con esos dos referentes. El tono es muy del antipoema tradicional de Nicanor.
—Y el otro poeta es Raúl Zurita, que tal vez con José Emilio Pacheco sean los dos poetas que más atención le prestaron a la ecología.
—Nicanor también se interesó tempranamente por la ecología. Tiene su sector de preocupación. Cuando tenía 20 años, no me interesaba tanto Zurita porque estaba la cosa medio binominal de la cultura chilena. No te podían interesar Zurita y Millán, por ejemplo. Eran como antónimos. Era una estupidez y nos gustaban los dos. Parecían formas distintas de entender el país, y después las leías y no eran tan distintas. Zurita es una presencia muy importante en la poesía chilena. No solo por su obra sino porque es una especie de maestro asistemático, sus desplazamientos son muy interesantes de observar. Poeta chileno tiene mucho que ver con eso también: cómo ese mundo estaba al alcance. Alguien que vivía en la periferia de Santiago y que de pronto se obsesionaba con la poesía podía ir al centro y tener acceso a ese mundo. Siendo Chile tan clasista y tan arduo, el mundo de la poesía no lo era. Podías rápidamente cachar a qué bar había que ir para ¡mirar! a los poetas. Estoy hablando del 93, 94. Y era un mundo más vinculado a lo gratuito. Chile era súper opresivo y odiábamos muchas cosas de nuestro país, salvo la poesía. Podía ser que Zurita te contestara el teléfono y le gustaran tus poemas. Me interesa mucho el espacio literario en buena medida por eso.
—¿Cuál es la importancia de Bolaño hoy en día?
—Mi primera sensación es que muchos de nosotros entendíamos muy bien lo que hacía y nos impresionó que nadie lo hubiera hecho antes: esa mezcla entre la poesía y la prosa que a la literatura chilena le faltaba. Y la figuras que eligió eran las mismas que nosotros elegíamos. Nicanor Parra y Enrique Lihn. A los 18 años, el superhéroe literario era Enrique Lihn, que había escrito novelas y unos cuentos extraordinarios, que había circulado hacia las artes visuales y había hecho crítica. Era una referencia. Me acuerdo que el primer libro de Bolaño lo vi en una librería de la Plaza Ñuñoa que se llamaba “El juguete rabioso” —una librería extraordinaria y condenadísima al fracaso porque los tres dueños habían estudiado Literatura y sólo vendían libros que les gustaban—. El librero me dio La literatura nazi en América: “Es un chileno que vive en Barcelona, te va a gustar”, me dijo. Al principio se desacreditaba bastante a Bolaño. Los profesores de la facultad decían que Los detectives salvajes era una novela de aventura. Pero tu pregunta era sobre qué significa hoy.
—Porque Poeta chileno hace eco con Los detectives salvajes.
—Sí, claro. Es bien distinto, porque me interesan cosas bien distintas, pero se parecen como los padrastros con los hijastros. Cuando leí Los detectives salvajes, que lo leí en el 99, entendí mi propia comunidad de otra manera. Entendí los vínculos que teníamos amigos y amigas que escribíamos poesía. Le quitó el resentimiento y aumentó la alegría a nuestra manera de vivir, para decirlo más elegante que simplemente decir que nos cambió la vida. Estábamos todos muy agotados de nuestra propia rabia improductiva. A mí me gusta la rabia, estoy a favor de la rabia y creo que hay que hacer algo con ella. Pero era difícil hacer algo porque se necesitaba una voluntad de encuentro que te permitiera salir de ti mismo. Esa novela fue muy importante porque creó un “nosotros” que no se borroneaba. Y luego, también: el humor. Hay gente que lee a Bolaño casi sin humor, pero yo veo en cada página un desacato que muchas veces puede concretarse como chiste, pero también como un desplazamiento con la capacidad de hablar de lo peor y de lo más escabroso pero donde ha triunfado haber sacado la voz. A nosotros nos tentaron con el silencio porque éramos niños en la dictadura. Nos hacían creer que no éramos los que habíamos sufrido la dictadura, cuando éramos exactamente quienes habíamos crecido con ese aparato represivo, éramos quienes habíamos crecido con censura. En cada frase de Bolaño hay una respiración que justifica la narración. El hecho de poder hablar de algo que parecía imposible de nombrar. Creo que todos como lectores sentimos eso.
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