A veces un gato es compañero de los muertos. El nuestro estaba por morir, quizá para acompañar. Mi hija quería enterrarlo en el jardín, yo no estaba segura si era conveniente. Por la presencia, por no saber. Entonces le consulté al veterinario que muy amablemente nos ofreció un repertorio de posibilidades: la sedación, el crematorio de mascotas, un cementerio de animales. Insistí: “Mi hija quiere enterrarlo en el jardín”. A pesar de sus ofrecimientos, lo aprobó como si estuviera esperando que eligiésemos esa alternativa. La más cercana, difícil y amorosa. “Tiene que ser un pozo de 80 centímetros, por cuestiones higiénicas”, agregó con ternura y responsabilidad. Me resultó extraño pensar que la muerte podía ser sucia, o al menos que para llegar a ella había que sortear una etapa, la de la putrefacción.
Al salir de la veterinaria, sentí que tenía una misión.
Esa misma noche el gato se murió, y lo hizo con el sigilo maravilloso que caracteriza a los gatos: se arrimó hacia el fondo del jardín, cerca de los crisantemos y allí se echó, como si él mismo estuviese eligiendo la porción de tierra para su descanso.
Con mi hija lo guardamos en una cajita. Ella invitó a unas amigas para velarlo; de paso, un atípico pijama party.
Yo puse el reloj a las 6 am. Quería cavar el pozo de ochenta centímetros antes de que las niñas despierten, y que luego prosigan con el ritual de la despedida.
Una, dos, tres hundidas de la pala, y no pude más. La tierra estaba seca, como constreñida. ¿No tenía la fuerza suficiente o en ciertos momentos es más importante pedir ayuda?
Salí a la calle, pala al hombro, cual soldado del amanecer. Tenía que encontrar un brazo, alguien dispuesto a cavar un pozo profundo. Esas horas eran desconocidas para mí, y por lo tanto, no reconocía a nadie: las personas parecían salidas de un sueño.
El barrio se convertía en el escenario de un pedido.
Había que llegar a los ochenta centímetros.
Me preguntaba qué significaba aquella profundidad.
Luego de consultar a los despiertos –no podría llamarlos de otro modo en esa hora insólita– llegué a la persona indicada… ¿Indicada por quién?, en todo caso, el ferretero asumió ese papel y sin dudarlo, me dijo: José, te puede dar una mano. Dado que yo buscaba un brazo, el principio había sido hallado. Señaló hacia la vereda de enfrente, como si Hades le hubiera estipulado el gesto. Allí había un hombre baldeando la vereda con el ímpetu del que atiende a cada lanzada. Me costó pedirle ayuda sin que él me lo preguntara primero.
—¿Necesitás algo?
—Tengo que enterrar al gato y el veterinario me recomendó hacer un pozo profundo.
Con el mismo entusiasmo de las baldeadas, me dijo “Dale, vamos”. Miró mi pala. Se metió en el edificio del que resultó ser el encargado, y volvió con otra mucho más grande. Nos fuimos juntos caminando como si formáramos parte del mismo regimiento. Al llegar a casa, recordé a nuestro gato. Mao estaba en una caja de cartón, con su manta y algunos de sus juguetes. Mi hija y sus amigas lo habían llevado a la habitación, y cuando se durmieron, lo traje nuevamente al jardín.
El encargado observó mi intento de pozo. “La tierra está dura”, me dijo, no sé si como consuelo, chiste o para que me pusiera a hacer unos mates.
Al rato, volví con el termo y me senté en el pasto. Los crisantemos despuntaban el celeste. Entre mate y cavada, nos pusimos a charlar. Sus brazos se contraían. Lo miraba hundir la pala como si supiese adónde llegaría. Sin darme cuenta, le hice una pregunta extraña:
—¿Sabés de pozos?
Una oleada de aroma a humus invadió nuestra conversación.
—Sí, bastante.
Y entonces comenzó a contarme…
De niño había vivido en la Patagonia, en una zona alejada de las ciudades: el paraje Los Molles. Allí su padre fue designado como Director de una escuela rural de frontera. “Rural de frontera” significaba un borde. Ni siquiera un pueblo. A su casa de adobe llegaban personas que no pertenecían del todo a ninguna parte, mapuches argentinos y algunos venidos de Chile, también bandoleros, marginales, los llamados “turcos” y otros inmigrantes rezagados. A estudiar algo, a curarse un poco. Su madre era buena para alimentar y los ayudaba con las heridas.
Una mañana ella notó que levantan sucia el agua del arroyo, con olor feo. Al poco tiempo, comenzaron los casos de tifus y otras intoxicaciones. Sus padres se alarmaron hasta que finalmente descubrieron la causa. El deshielo se había adelantado, y con el deshielo, se levantaron los muertos que yacían en la superficie de la montaña. Según parecía, la mayoría de los pobladores de la zona no enterraban a sus muertos, los dejaban en la ladera con algunas piedras. El deshielo los había arrastrado antes de tiempo… El tiempo de la putrefacción. En 1960 existía un lugar en la Argentina donde los muertos no se enterraban.
Todo esto me lo contaba mientras cavaba el mejor pozo del mundo.
Ya eran las siete de la mañana. Mate va, porción de tierra viene, el relato proseguía:
Sus padres decidieron enseñarles a enterrar a los muertos. De ese modo, evitarían la contaminación de las aguas que descendían de la montaña. El padre de José solicitó un cargamento de herramientas. Lo traían de Bariloche, y algunas más sofisticadas llegaron de Buenos Aires. Su madre –de origen irlandés, alumna de Cortázar en Chivilcoy– se hizo cargo de los enfermos.
En mi jardín, el pozo avanzaba. El montículo de tierra acumulada a un costado era negra, casi fosforecía, daban ganas de meter las manos, hacer migas con las lombrices.
Y entonces me lo dijo…
“Cuando mi padre recibió las herramientas, eligió un terreno para el camposanto que las aguas del deshielo no alcanzaran, y a ellos les enseñó a hacer los cajones. Por las tardes, mientras ayudaba a mi madre en la casa, escuchaba golpear la puerta. Con las pocas palabras que contaban, decían siempre las mismas cinco: Vengo a buscar las herramientas. Y mi padre –abriendo la puerta por donde yo espiaba sus caras– les preguntaba: ¿quién ha muerto?”.
Recibí la frase como un llamado. Tenía que escribirla, plantarla.
Me arrimé al pozo. Estaba terminado. Había llegado a los ochenta centímetros. Bajé la cabeza e inhalé como nunca. La tierra se me abrió en los pulmones, sentí la profundidad del tiempo, del amor. Le di a José un último mate, por el que recibí un gracias. Había estado dos horas cavando y contándome sus historias de niño, cuando los habitantes de Los Molles aprendían a enterrar a sus muertos. Le pregunté cuánto le debía por el trabajo. Me miró con asombro, no quería dinero.
—Me dijeron que escribís… ¿Tendrás algún libro para darme?
Le traje mi novela anterior. Ahora pienso que quizá se refería a la que todavía no había escrito.
Antes de irse me preguntó cómo se llamaba el gato. Le dije su nombre como si fuese la última vez que lo nombraba: “Mao”.
Me guiñó un ojo y se rió:
—En el barrio no me van a creer que enterré a Mao.
El chiste aligeró la tristeza.
Apenas se fue, con el llanto atascado hace muchos meses, encendí la computadora, abrí un archivo y escribí VENGO A BUSCAR LAS HERRAMIENTAS. Después fue cuestión de esperar, y que la frase diera sus frutos.
*Hoy, domingo 3 de octubre, de14.30 A 16, Silvia Hopenhayn y Dolores Reyes hablarán en la Feria de Editores (FED) del pacto ficcional con los lectores y de las historias reales de aquello que se inventa en los libros. El evento se llama “Tierra de ficción y es organizado por las editoriales Corregidor y Sigilo.
FED: Parque de la Estación, Tte. Gral. Juan Domingo Perón 3326, CABA.
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